Confieso que siempre he sido escéptico hacia la excéntrica ocurrencia de madurar los vinos en el fondo del mar. No es que haya muchos: en España se pueden contar con los dedos de una mano. Aunque algunos tienen cierta fama entre los enófilos más cultos (o esnobs, vaya), como es el caso de Sketch, el albariño que el inquieto enólogo Raúl Pérez sumerge en las aguas de la ría de Arousa durante tres meses.
No es que estos vinos sean malos –el Sketch, desde luego, es buenísimo, al igual que el Crusoe Treasure Classic que aquí nos ocupa–, sino que mi insufrible pragmatismo me lleva a cuestionar en qué medida influye la crianza subacuática –por llamarla de alguna manera– en el resultado final. Es decir: los vinos están bien, pero ¿no serían igual de buenos si hubieran permanecido durante el mismo tiempo en tierra firme?
Los inspirados enólogos del mar, por contra, creen que la evolución del vino, bajo el agua, resulta más armónica e incluso más rápida. Además, algunos aseguran que durante la permanencia de las botellas en el mar se producen pequeñas filtraciones de agua que aportan al vino un fino matiz salino. Esto último habrá que comprobarlo, ya que por lo visto las botellas que se sumergen en el mar están aseguradas por un lacre que impide que el corcho ceda ante la presión del agua (y también que un pulpo se beba el vino).
En cualquier caso, la experiencia de catar el Crusoe Treasure Classic vuelve a poner mi escepticismo en fuera de juego, ya que se trata de un tinto exquisito: un exótico riojano, elaborado con las variedades tradicionales por la bodega Murillo Viteri –por encargo de Crusoe Treasure, empresa especializada en bebidas de inmersión–, que, tras reposar un año en barricas y otro bajo las aguas de la bahía de Plentzia, ofrece un carácter muy distintivo: fino, más ligero que la mayor parte de los riojas, con notas de fruta madura y un ligero acento… ¡marino!
Sugestión o no, este tinto de Robinson convence porque es bueno. ¿Habrá que echar al agua el resto de los riojas? Ya lo veremos.
Eso sí, para probarlo hay que rascarse el bolsillo: cada una de las 3.200 botellas que se zambulleron en las aguas de la bahía se vende por 180 euros. Con o sin caracolas, lo mismo da.
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