Aunque pueda resultar paradójico, para descubrir hoy El Porrón de Lara 2020, uno de los vinos rosados más audaces, modernos y auténticos de la Ribera del Duero , hay que remitirse al catálogo de una de sus bodegas más tradicionales.
Porque Finca Torremilanos es sin duda una de las más antiguas de las que mantienen su actividad en esta comarca. Sus orígenes se remontan al año 1903, aunque fue en 1975 cuando la familia Peñalba López adquirió la propiedad, otorgándole gran relevancia entre las bodegas fundacionales de la D.O. Ribera del Duero, cuyos estamentos no se concretarían hasta 1982.
Hoy, esta bodega más que centenaria, vecina de Aranda de Duero, es también una de las pioneras en apostar con mayor decisión por algunos de los principios que están guiando la viticultura contemporánea. Así, desde que Ricardo Peñalba se hizo con las riendas técnicas de Torremilanos, convenció al resto de la familia para adaptar las 200 hectáreas del viñedo de la propiedad a la biodinámica.
Gracias a ello, desde la añada 2015, todos los vinos de la casa ostentan la certificación Demeter, la de mayor reconocimiento internacional en el ámbito de la agricultura que sigue los preceptos naturalistas del doctor Rudolf Steiner. «Estamos convencidos de que con estos métodos, que respetan el equilibrio entre la tierra, el hombre y su entorno, y una viticultura que subraya la tipicidad de las variedades y la zona, hacemos vinos mejores», subraya Peñalba.
De esta pasión por los vinos auténticos nació también la voluntad de elaborar Pico de Gallo, un clarete que rinde homenaje a los vinos antiguos de esta zona del Duero, elaborado a partir de la mezcla de uvas blancas y tintas.
No conforme, Peñalba se ha sacado de la chistera otro singular rosado, El Porrón de Lara, en el que riza el rizo de la pureza y radicalidad prescindiendo de los sulfitos añadidos. De tal modo que se trata de un rosado del Duero (aunque sin estar amparado por la D.O. Ribera del Duero), biodinámico y natural.
Así, El Porrón de Lara 2020 destaca por su tenue color «ojo de perdiz» –o piel de cebolla, lo que se prefiera–, con un aspecto no precisamente traslúcido, ya que como buen vino natural también prescinde de filtración y estabilización.
Lo que enamora, en cualquier caso, no es su aspecto, sino su rica y nítida expresión de fruta madura, el paso fresco por boca, con el filo que aporta una pronunciada acidez, y un final largo y consistente, que le abre las puertas a los más diversos –y arriesgados– desafíos enogastronómicos: es un rosado capaz de acompañar comidas exóticas, picantes, platos vegetales e incluso carnes, sin despeinarse. Para beber, eso sí, mejor en copa que en porrón.
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