Los amantes del vino solemos lamentarnos a menudo de la nadería en la que llevan instalados los rosados españoles desde hace ya unas cuantas décadas.
Salvo honrosas excepciones, la mayor parte de los vinos rosas de este país están elaborados con lo peor de cada casa –me refiero a las uvas–, y recurren a viles artimañas enológicas –rectificación de acidez, selección de levaduras “a la carta” (con el objetivo de obtener artificiosos aromas plátano, frambuesa, etc.), chaptalización, etc.– con el objetivo de presentar un color bonito y un precio asequible. En la copa, todos estos rosados resultan decepcionantes: aromas de caramelo de fresa, boca puramente cítrica y nula persistencia.
Sin embargo, algunos viticultores y enólogos inquietos se están rebelando contra este modelo para plantear, por fin, rosados más serios, acordes a la creciente demanda de este tipo de vinos en los mercados del mundo.
Uno de ellos es Bertrand Sourdais, francés del Loira que aterrizó en la Ribera del Duero en 1999 para firmar algunos de los tintos castellanos más interesantes que hemos podido descorchar en los últimos tres lustros, primero en el Dominio de Atauta y luego en sus propias bodegas, Antídoto y Dominio de Es.
Sourdais, que compagina su trabajo en el Duero con la labor en los viñedos de su familia en Chinon (Domaine de Pallus), se ha lanzado a la aventura de elaborar el rosado castellano más ambicioso, "concebido desde el mismo viñedo, y no con las uvas que han sido descartadas para los tintos" –apunta el francés–, a partir de variedades autóctonas: tinto fino, garnacha y la blanca albillo.
El resultado de esta aventura ya está entre nosotros: se llama Le Rosé de Antídoto, y ya desde su primera añada (2013) se desmarca de la mediocridad de los rosados españoles, exhibiendo un tenue color piel de cebolla, aromas nítidos de fruta roja, con ligeros matices minerales, y una boca amable, pero con buena estructura, equilibrio y longitud.
Aunque no son muchos los enómanos de este país dispuestos a desembolsar 30 euros por un rosado, hay que decir que Le Rosé bien los vale, y no sólo por su calidad intrínseca, sino también porque funciona en la mesa como un perfecto comodín, asociándose a aquellos platos difíciles –especiados, de matices amargos o ácidos– frente a los cuales los blancos se quedan cortos y los tintos resultan exagerados.
Bienvenido sea, pues, Le Rosé, la ambición rosa.
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