Estas son algunas cosas que hacemos mal cuando vamos a un restaurante. Consciente o inconscientemente, todos hemos caído en estas trampas alguna vez. Aunque hay que tomarlo con buen humor, conviene evitar estas situaciones en la medida de lo posible, sobre todo aquellas que inciden en el correcto funcionamiento del restaurante
Levantarse de la mesa supone, además de importunar a quienes te acompañan, romper el ritmo del servicio, y eso afecta tanto al equipo de sala como al de cocina. En segundos hay que retrasar la salida de un plato –terrible si es un suflé o un helado- y recomponerlo todo en función del tiempo que el comensal tarde en volver. A veces hay imponderables, admito que la naturaleza nos juega malas pasadas, pero la mayoría de las veces estas situaciones se pueden evitar. Somos caprichosos, reconozcámoslo. El cigarro sabe mucho mejor al terminar, y además no te nublará el sabor de la comida. Y al baño se va antes, por precaución y para lavarnos las manos, sana costumbre que practicamos poco.
Cada vez es más habitual y más desesperante. En las mesas ya no se habla, todos están pendientes del móvil. No es cuestión de educación, que también, sino de respeto y hasta de coherencia personal. Para qué quedar a cenar con alguien con quien no vas a estar. Hay quien llega al punto de cenan con los mismos amigos que están sentados en la mesa pero con Instagram de por medio. Yo, que por motivos profesionales evidentes, tengo que utilizar el móvil mientras ceno, a pesar de que me espanta, me preguntó qué placer encuentra la gente en fotografiar platos en lugar de compartir su opinión con el que tiene al lado. Nos perdemos el mundo real por atender el virtual y además proyectamos una pésima imagen de nosotros mismos. Y alargamos los tiempos de servicio, para desesperación del personal de sala.
Comemos por los ojos, y todo se nos hace poco. En un tiempo, la costumbre cuando se salía a comer a un restaurante en familia o con amigos era pedir de todo y abundante. ¡Que nadie se quede con hambre!. Si sobraba no importaba. Y aunque se hubiera pagado, allí quedan los platos llenos de comida, cuyo único destino era la basura. Aplaudí la llegada de la moda americana de la doggie bag (bolsita para llevar las sobras a casa.) que nunca cuajó en España. Puro complejo de inferioridad. Ahora sucede justo lo contrario: se piden platos para compartir y las raciones acaban siendo tan exiguas como las cuentas. Al fin y al cabo de eso se trata, de cenar por ahí para poder contarlo y pagar poco.
Es la mentira más común y más peligrosa. Quién no ha estado en el interior de una cocina profesional no es consciente del zafarrancho de combate que se desata cuando llega una comanda con advertencias sobre alergias. Para un cocinero es una responsabilidad enorme dar de comer a alguien alérgico ya que puede poner su vida en peligro. Sin embargo son muchos los comensales irresponsables que se atribuyen alergias imaginarias para evitar ingredientes que no les gustan (sesos, caracoles, mollejas, moluscos). Alguien verdaderamente alérgico, por la cuenta que le tiene, se cuida mucho de ir a comer a según qué sitios.
El sistema de asignación de mesa en los restaurantes es un misterio. Salvo que seas un cliente habitual, te enfrentas a una ciencia aleatoria. Al capricho del camarero o del sistema informático. Por eso si conoces el local y sabes que hay una mesa en la que te gustaría cenar porque es una ocasión única, no te cortes y pídela. Si es tu primera vez y cuando llegas ves un rincón que te gusta, pregunta si te pueden sentar allí. En cualquier caso, si no te gusta que la mesa que te ha tocado, pide con educación que te cambien, no tiene que darte vergüenza. Muchas veces pecamos de prudentes.
Hay una cierta tendencia a dejarse orientar por el camarero, que si es hábil y muchos lo son, acabará por venderte un rodaballo cuando tú estabas deseando comerte unas chuletas de cordero. Hay profesionales que saben hacer muy bien su trabajo, pero no debemos dejarnos intimidar por ellos. Si el comensal no toma sus propias decisiones al final se irá con un sabor agridulce pensando que no ha comido lo que quería porque hacer caso al camarero, y eso es un error que pasa factura. Por cierto, lo mismo pasa con los vinos, con el agravante de que cuando los elige el sumiller por ti nunca te dice el precio, y ese es un factor de decisión importante. Dejarse orientar está bien, pero la última palabra que sea la tuya.
Cuánto nos cuesta reaccionar en todo lo relacionado con el dinero. Alguien nos dijo que no era de buena educación y lo llevamos tatuado a sangre y fuego, pero es mentira. Pagar una cuenta sin repasarla no es una cuestión de educación, sino de sentido común. Las personas nos equivocamos y las máquinas también. Antes de pasar la tarjeta por el datáfono, comprueba sin rubor que está todo lo que se ha pedido. Tanto si sobra como si falta, adviértelo al camarero. Así si demostrarás buena educación.
La alta cocina tiene sus reglas. Que nos gusten o no es otro debate. Cuando uno reserva en un restaurante donde se sirve menú degustación lo que no puede hacer es pedir al camarero que le cambie los platos. Que el cocinero se niegue a hacerlo no es un rasgo de soberbia, es simplemente que ya está todo, comprado, racionado, preparado… No hay mejor comensal que el comensal bien informado. Si no te gusta el pescado o eres alérgico –por ejemplo- no vayas a comer a Aponiente; pedirle a Ángel León que cocine algo que no venga del mar es poco menos que hacerle que se traicione.
Es una de las cosas que más se ve últimamente. Un postre en el medio de la mesa y una nube de cucharillas que amenazan con hundirse en él antes de que se acabe. Si ya sabemos que el dulce engorda, que no somos golosos, que lo mejor es un café… y que los postres hacen que suba la cuenta. Las copas también –y también engordan- y nadie las comparte. Queda fatal ver como los amigos se miran a cara de perro para ver quién se come el último trozo de pastel, de verdad.
A todos nos cuesta devolver un plato, es incómodo decir que algo está mal, sobre todo porque las mesas de alrededor miran y cuchichean. Tenemos la sensación de estar llamando la atención. Sin embargo cuando un ingrediente no está en buen estado, algo está mal cocinado o encontramos un OVNI (objeto inesperado) en nuestro plato, es normal que nos quejemos. Y lo apropiado es que el equipo de sala acepte nuestra queja y le dé solución, con discreción y simpatía.
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