Me encanta visitar restaurantes ¿alguien lo duda? Como fuera de casa una media de 300 días al año. Tal vez por eso hay cosas que me molestan en un restaurante y que cada vez estoy menos dispuesta a soportar.
Disfruto mucho y respeto el trabajo de tantos y tantos profesionales volcados en hacer felices a los demás. Sin embargo, a veces, esta agradable actividad puede convertirse en un suplicio. Cuando los esquemas se clonan, la autenticidad se pierde y la experiencia se desnaturaliza, todo adquiere tintes de impostura. Determinadas fórmulas se ponen de moda y se expanden, llenándolo todo, como una plaga. Cocineros y camareros caen en las garras de esas modas tóxicas que saturan, arrasando cualquier signo de personalidad a su paso. Ingredientes que se repiten en miles de platos, expresiones que se escuchan sin cesar; estilos decorativos que inundan los locales de la ciudad; bebidas que se vuelven imprescindibles. Este es un listado de las cosas que más me molestan cuando voy a un restaurante.
«Coma de arriba abajo, primero el líquido, luego la crema, entre bocado y bocado beba; chupe la pata y antes…» Haga el pino, le falta decir. Está bien que el cocinero sugiera como comer un plato, pero de eso a que cada bocado que llegue a la mesa vaya con un manual de instrucciones… Pensé que esta moda, que nació en los restaurantes de alta cocina, sería algo pasajero, pero no. Ahora resulta que hasta para comerme un gazpacho y un pescaito frito me lo tienen que explicar.
«Que lo disfruten”, es la frase de moda. Traducción literal del «enjoy» inglés. La han grabado a fuego en el manual del camarero moderno. Y yo, llegado este punto, no lo puedo soportar. Se repite tanto que se dice con desgana, como por obligación. Está bien desear al comensal que disfrute de la comida, pero ¿es necesario hacerlo plato tras plato? ¿12 o 15 veces en un menú?. La frasecita, que suele decirse como una muletilla y con un toniquete nada convincente, acaba por hacerse insoportable. La próxima vez que me la repitan tres veces, me levanto y me voy.
Ceviche, bao, tataki, bizcocho esponja, sishimi togarashi, siracha, kimchi, ajo negro, brotes, yema curada en sal, quinoa, kale… Parece que sin ellos no habría cocina. Platos e ingredientes que aparecen en decenas de cartas, muchas veces sin venir a cuento. Si hace unos años era el furor del pichón, el foie-gras y la vieira, ahora estos son algunos de los amuletos de los cocineros con poca imaginación. Preparaciones simples pero resultonas e ingredientes exóticos que se compran en el supermercado de la esquina y les hacen creerse que son guays. Con algunas especialidades patrias pasa un poco lo mismo (croqueta, ensaladilla, bravas). ¿Qué ha sido de la imaginación?
¿Por qué se empeñan en poner música en espacios ruidosos de por sí? Si al volumen de las conversaciones de las mesas añadimos el zumba, zumba de la música, el resultado es insoportable. Lo mismo da que estemos en Ibiza que en El Bierzo, no hay forma de librarse. No se puede hablar, hay que gritar y se pierde toda posibilidad de comunicación. ¿Ser moderno era esto? Pues qué desilusión.
Debo ser rara pero me gusta ver lo que como. Usar la linterna del móvil para poder apreciar los colores de la comida o la presentación de los platos me parece una aberración, aunque desde hace tiempo sea los más cool de Nueva York y aquí hayan surgido imitadores. Yo no lo soporto. Me parece un sinsentido, un error terrible desde la óptica gastronómica. Parece que Instagram ha venido en mi ayuda. Desde que se han dado cuenta de lo importante que es iluminar bien la comida para que en las fotos resulte apetecible, más de uno ha cambiado la intensidad de las bombillas. ¡Gracias!
Con tres personas en cocina no se puede hacer lo mismo que con veinte. La alta cocina es un coto reservado a unos cuantos cocineros que tienen los medios suficientes para enfrentarse a ella, por eso resulta ridículo intentar emularlos cuando no se puede. No pasa nada, hay sitio para todos. Lo peor es el quiero y no puedo: hacer técnicas que no se controlan, combinaciones que son un desastre, platos recargados en los que nada tiene sentido. Es la cocina del «vamos poniendo» en la que los platos se construyen por acumulación de ingredientes cuando no se ha pensado que aporta cada uno de ellos al conjunto final. Que nadie se olvide de que unos huevos con puntillas, bien fritos, impresionan más que diez malas esferificaciones. Basta ya de imposturas.
Es importante recibir información, pero lo es más mantener una conversación con los amigos o la pareja, o simplemente disfrutar del plato en silencio. Los camareros tienen que saber cuándo y cómo dirigirse a la mesa y hacerlo cuando sea estrictamente necesario. El camarero perfecto está pero no te das cuenta: es invisible.
¿Ha elegido ya el vino? Y no hace ni dos minutos que me he sentado en la mesa. ¿Por qué muchos sumilleres tratan de que pidas el vino antes de saber lo que vas a comer? Es una pregunta que no tiene sentido. Sin conocer los platos que componen el menú es difícil saber con qué bebida armonizarlo. Tal vez no quiera vino y opte por una cerveza…
Los restaurantes se han convertido en espacios rígidos con estructuras severas que tiranizan al comensal. En algunos casos la «experiencia» (término que se tanto usarse ya está vacío) es una carrera de obstáculos: reserva por internet, reconfirma por mail el mismo día, paga por adelantado, no hagas fotos, no uses playeras, come solo menú degustación, bebe solo vinos de la región, no admitimos cambios en los platos… ¡Ya basta!
Arrigo Cipriani, propietario del Harry’s Bar de Venecia donde se inventó el carpaccio y el cóctel Bellini, sostiene que «sin clientes no hay negocio. Nosotros estamos para facilitar a la vida a nuestros huéspedes, no para crear problemas». Sabio consejo de un señor que maneja una empresa de hostelería con más de 3.000 empleados repartidos por el mundo.
También los comensales me incomodan, sobre todo cuando hablan a gritos y se ríen a grandes carcajadas sin tener en cuenta que no están solos, en el local, que los demás también existimos. suele pasar cuando hay mesas grandes y muchas veces son grupos de extranjeros. Sí esos que en sus países hablan bajito, pero que cuando llegan a España se contagian rápido de nuestros chillidos y risotadas. Que les pongan cerca de una mesa de ingleses o alemanes, y a mitad de comida, cuando ya hayan bebido, me contarán…
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