¿Te da vergüenza devolver un plato en un restaurante? ¿Te incomoda decirle el maitre que algo no está bien? ¿Qué haces si encuentras un bichito en tu ensalada, disimulas y dejas de comer o montas en cólera? Más allá de razones caprichosas, del me gusta o no me gusta, hay argumentos que permiten al comensal devolver un plato sin que le tiemble la voz. En opinión de las periodistas María de Michelis y Julia Pérez, estas son 10 razones para devolver un plato con peso de sobra.
Pedir un solomillo poco hecho y que llegue a la mesa jugoso pero helado es inadmisible. La carne pierde su gracia y uno el entusiasmo. El parrillero debería conocer las estrategias para que el punto de cocción solicitado no atente contra la temperatura de corazón. Por lo pronto, evitar llevar la carne fría a la parrilla. Se sabe que el «atemperado» de las piezas es una regla de oro.
De la misma manera, no hay por qué tragarse esas mousses y espumas mustias a las que les faltó frío y vienen desmayándose desde la cocina a lo Margarita Gautier. La comida caliente debe llegar a la mesa caliente; la comida fría, idem.
Todos lo sabemos, el pescado (y el marisco) no debe oler a pescado sino a mar. Siempre y cuando sea fresco no debe desprender el más mínimo tufillo. Caso contrario, mejor apartarlo de nuestra vista y sobre todo de nuestra nariz. Es inadmisible que el pescado o el marisco llegue a la mesa con tufo, y además traten de justificarlo. No hay nada más lamentable que al reclamar, se niegue la evidencia ¿Acaso quién está en la mesa de pase no tiene olfato? Por favor…
El colchón de verdes – que más que colchón en algunos restaurantes es un somier-, al que se le descubre la vida interior, léase gusanitos, insectos y demás intrusos, puede ser devuelto ipso facto, igual que la fuente de una lechuga muerta que ni un milagro resucitaría. Cuando los vegetales se convierten en un acompañamiento superflo, mejor sacarlos del plato. Si se ofrecen al comensal han de estar en perfecto estado de revista, limpios, tersos y bien aliñados.
Una pasta gomosa, un arroz empastado, una verdura hecha puré… El punto de cocción ha de ser el adecuado. También cuando se pide una hamburguesa o un filete poco hecho, en cocina deben hacer caso, de lo contrario: plato devuelto.
Las pastas o arroces bañados en falso aceite de trufa, cuyo insidioso olor se huele a veinte metros de distancia y que al que llegar a la mesa lastima la nariz. Química pura. Un derivado del petróleo con aroma a gas y sabor a trampa. Nada que ver con la trufa ni con el verdadero aceite trufado, que es tan etéreo como difícil de encontrar. En estos casos, plato nuevo y a otra cosa, mariposa.
Salado, como algunas comidas a las que se le cayó el salero encima. Puras salmueras que además de incomestibles son perjudiciales para la salud. Como decía Grymod de la Reyniere en el Almanaque de golosos, al cocinero que abusa de la sal, que lo purguen!
El típico olor a aceituna de pizza, que todo lo degrada; ese que nos resulta familiar a los que hemos pasado por Andújar en pleno mes de agosto. Entre sucio y estropeado, invade la comida con su karma rancio y cruel. Intolerable su uso en el primer país productor de aceite de oliva del mundo. Cuando el aceite de oliva es malo, bienvenido sea el de girasol. ¡Y esto es aplicable sobre todo a las frituras!
Un tufo nauseabundo libera el plato y nos ata a una pregunta shakesperiana: comer o no comer. La nariz nos da algunas pistas y el primer bocado nos enfrenta a otros interrogantes callos limpios o mal preparados. La casquería juega malas pasadas, es preciso limpiar las piezas concienzudamente y a veces esto no pasa. Ante la duda, abstenerse. La nariz no engaña. Abandonar el riñón o los callos y salvar el estómago. También sucede con los corderos grandes y con piezas de carne situadas cercad de la barriga, por aquello de la cercanía a las partes menos nobles.
Son abominables y peligroso cuando no están bien cocinados. El pollo sanguinoliento, con gusto a pollo, y el cerdo que todavía grita no merecen nuestra piedad: que vuelvan a la cocina. Pero también deben volver esas piezas demasiado hechas, resecas y correosas.
Que resulta no babeuse sino una masa informe nadando en un mar amarillo y que al cortar una porción chorrea un líquido viscoso. Un plato recién sacado de la tiendita del horror. Va de vuelta, sin culpa. En España haremos una excepción con las tortillas de Betanzos, cuyos partidarios son legión: su huevo poco cuajado corre fluido entre las patas fritas como chips.
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