Amazonia, la gran despensa

deSin fin la selva, sin fin el río, sin fin el cielo. Amazonia. Hasta parecen infinitos los días que se alargan con el calor como si el reloj clavara para siempre las agujas en las doce en punto, cuando el sol cae vertical y se traga las sombras de todo. Aquí no existe sombrero ni sombrilla, ni lluvia, ni nada que mitigue el sofoco del verano al mediodía, pero poco importa. Hay mucho más que calor, humedad y mosquitos de este lado del mapa. Fuera de los lugares comunes están la geografía desbordante, la gente de sonrisa sincera, la comida paraense –felicidad absoluta para el paladar– y las sorpresas que depara el recorrido. En la Amazonia, la naturaleza es soberana, la vida transcurre a ritmo de trópico y la aventura viene incluida en el combo del viaje.

Santarém

Las aguas azules –si, azules– del río Tapajós se juntan con la oscuridad de las del Amazonas enfrente de la ciudad de Santarém, “la perla del Tapajós”. Más que perla es un collar. El segundo municipio más grande del Estado de Pará tiene paisajes de fábula, artesanatos atiborrados de cerámica tapajoense, una cocina variadísima y un orgullo: Vila Alter do Chão, una aldea con balneários de agua dulce y entorno de selva.

Apenas 30 kilómetros separan a la ciudad de Santarém de ese paraíso, donde es deber visitar la Ilha do amor, conocida por sus playas como el Caribe brasileño.

Variedad de bananas y plátanos en el impresionante mercado Ver-o-Peso, en Belém. Foto de Eduardo Torres

Allí se accede en bote desde la punta de la antigua placita de la villa, con su iglesia de 1800 y un puñado de locales atendidos por vendedoras tan dulces como los bombones y mermeladas que venden: de açaí, de cupuaçu, de muruci, concentrados de frutas nativas capaces de cubrir la cuota de azúcar del año.

El cruce de orilla a orilla tiene su encanto, de a ratos se ven pececitos, con suerte alguna raya y al llegar a destino se descubre ese milagro de arenas blancas, palmeras, agua transparente, barracas donde devorar peixe frito, refrescarse con sucos y cerveza en esa burbuja del tudo bem que convence a turistas latinoamericanos y europeos de que la alegría es brasilera.

 

Para un explorador de los sentidos, el recorrido por la Amazonia se parece al descubrimiento de un mundo aparte. Frutas extrañas, pescados de río, raíces milagrosas, mitos y fiestas populares sorprenden en uno de los tantos brasiles que existen en Brasil

 

No tan fácil es llegar a Ponta de Pedras, otra playa ineludible que, como su nombre lo indica, no escatima en rocas y queda a 20 kilómetros de la ciudad. El camino es largo y sinuoso, pero el lugar garantiza recompensas. Distraer la vista en las ondas del agua, tirarse panza arriba o instalarse en Raio de Sol, la barraca de doña Edina y don Manuel, para hacer boca con unos bolinhos de piracui (harina de pescado), servidos con gajitos de lima, salsa golf y molho de pimientas, o unos charutinhosfritos (suerte de cornalitos grandes). Jamás sin cerveza despachada a la temperatura exacta, como sólo en Brasil lo hacen.

La fiesta del pescado

Buena idea es elegir Ponta das Pedras para participar de la piracaia –peixe na brasa, una costumbre de los indios Boraris que los ribereños recrean en noches de luna llena, cuando reciben a los turistas que llegan a la playa en barco y los invitan a compartir el carimbó, danza típica de Pará. El final del baile marca el comienzo de un banquete bajo las estrellas: un suculento pescado asado, que se sirve sobre una hoja de banano y se acompaña con molho de verdeo, chile y lima; y por supuesto, harina de mandioca: la omnipresente farofa de la que en Brasil nadie se salva.

Ese peixe es delicioso. Pero aquí y ahora la cena no quiere decir sólo comer. Quienes comparten la comida también comparten secretos. Y misterios. Hay luz de antorchas, una luna redonda como un plato, música entre vivaz y melancólica, oscuridad de una selva donde viven los indios y mestizos amazónicos –caboclos– y duermen serpientes, perezosos, pericos, loros. Hay magia e insectos jurásicos de diseño y tamaño inquietantes que atraviesan la playa de punta a punta y se acercan demasiado a nuestros pies. Suena a Fitzcarraldo, pero es apenas una suave iniciación al Amazonas.

 

Tesoros de la selva

Un hombre trepa con la misma habilidad de un mono la palmera flaca que se dobla y el açaizeiro de 15 metros parece quebrarse. Ay, la palmera se vuelve a doblar pero resiste con elegancia y el Tarzán amazónico baja más rápido que un bombero con la rama cargada de frutos violetas, similares a arándanos grandes. Así es la recolección del açaí, el producto más representativo de la actividad económica de la región, que en Alter do Chão está organizada en comunidades. Cada una es responsable de la elaboración de un producto y cada producto tiene su festival.

Las 80 personas que integran la comunidad de Santa Lucía se reservan el privilegio del açaí, que al igual que en San Pablo, se sirve na tigela, –cazuela de barro o cerámica–, con frutas, cereales o granola, pero nada tiene que ver con esa pulpa congelada y diluida que gusta tanto a los paulistas. Este es un manjar espeso como el helado, su sabor se arrima a una mezcla de chocolate con canela y sus propiedades nutricionales son invalorables. Calcio, magnesio, zinc, hierro y potasio, vitaminas E, C y B, fibra, Omega 3, 6 y 9 y altas dosis de antiocianinos  –33 veces más que la uva– lo convierten en efectivo antioxidante y un bombazo de energía más poderoso que las espinacas de Popeye.

La mejor mesa de Santarém

Piracema, en el barrio de Prainha, es el hogar de Poliana y Eduardo Melo, quienes hace dos años abrieron sus puertas al público para ofrecer un escueto repertorio de comida tradicional servida na cuia(cazuela indígena).

Con el tiempo la propuesta se fue extendiendo y ahora la carta, basada en pescados paraenses, abarca desde filet de filhote, con alcaparras y puré de batatas, o tucunare asado, hasta una cazuela de pirarucu (el bacalao del Amazonas, un gigante de agua dulce que puede pesar más de 100 kilos y medir más de dos metros). Pantagruélico, pero Poliana insiste en que peixe não enche (el pescado no llena) y trae el broche dulce del menú: helados artesanales de açaí, de tapioca y de castaña.

¿De beber? Caipirinha y cerveza, qué otra cosa. La amazónica Cerpa, que se fabrica en Belém, es la favorita.

 

Belém, ubicada en la desembocadura del río Amazonas, y a 700 kilómetros al sur de Santarém, es la puerta de acceso al norte de Brasil y el principal punto de entrada para la Amazonia

 

 

Belém, puerta de la Amazonia

Desde la cubierta del barco que bordea la Bahía de Guarajá, el perfil de la ciudad de arquitectura ecléctica –mezcla de barroco jesuítico y construcciones que llevan el sello del italiano Antonio Giuseppe Landi– se ve como una promesa de existencia inocente y plácida.

Pero Belém, capital de Pará, puerta de entrada de la Amazonia (el mayor bosque tropical del planeta) y parada obligatoria para los que quieren conocer el norte de Brasil, tiene formato de hormiguero urbano, con el bullicio que pueden generar 2 millones de habitantes y un tránsito casi tan difícil como el de Sao Paulo. Sin embargo, la hospitalidad de la gente y la cultura gastronómica, fruto de la naturaleza, de las herencias indígena y africana, y la colonización portuguesa, inclinan la balanza a favor.

Foto de Eduardo Torres

Aquí hay mucho para ver, la ciudad es grande y puede despistar. Un punto de partida probable: el complejo Feliz Lusitania, conjunto histórico que hilvana el Fuerte del Presépio, la primera construcción de la ciudad que data del siglo XVI, el Museo de Arte Sacra de la Ciudad, el Museo del Cirio, la iglesia Santo Alexandre, el Museo del Encuentro y la Casa de las once ventanas (damos fe, las contamos), de cara a la plaza Frei Caetano Brando. Como todas las ciudades verdaderas, aquí el pasado dice presente en las piedras, en las paredes, en la memoria colectiva.

Cruzando el meollo histórico se sirve el plato fuerte de Belém; el mercado creado en 1688 por los portugueses con la consigna de recaudar un impuesto para todos los productos que entraran y salieran del Amazonas, fijado de acuerdo al peso de las mercaderías. De ahí el nombre Ver-o-Peso, o clinc caja para la corona.

 

Nadie abandona Belém sin visitar Ver-o-Peso, el mercado más grande de Latinoamérica. Tiene 2.000 puestos de venta y un repertorio inagotable de productos. Hace falta más de un día para recorrerlo de punta a punta

 

Meterse en ese enjambre de locales, vendedores, clientes y turistas de medio planeta, produce una suerte de mareo antropológico que exige botellita de agua en mano, calzado cómodo y paciencia: en los dos mil puestos que integran el gran zoco amazónico el apuro es totalmente inútil. Conviene olvidarse del reloj, dejarse aconsejar por los vendedores que saben muy bien lo que ofrecen y relamerse con el espectro de productos de la Amazonia. Frutas nativas, como el açaí, el cupuaçu, el abricó –una mezcla de durazno y mango–, el dulzón muruci, el tapereba, la acerola, las castañas de Pará (para comer de a puñados, riquísimas), más las variedades de plátanos y bananas, mamón, mango. ¿Quiere probar?, pregunta un joven con sombrero mientras corta un abricó con precisión de cirujano. Cómo resistirse a esta despensa gigante y provocadora.

A escasos metros desbordan los cajones de pimientas de cheiromalaguetaolho di peixemurupi; de especias y hierbas, raíces milagrosas y yuyos brujos; de verduras tan lozanas como una mujer a los 17.

 

Bien al fondo se descubre el sector de mariscos, con camarones enormes y cangrejos de río (Pará es el principal proveedor de Brasil, desde Fortaleza a Salvador); y de pescados amazónicos. Miles. Pirarucuxareutucunarefilhotetambaqui. La lista de nombres difíciles no termina nunca.

Los platos paraenses delatan las herencias indígenas, africanas y portuguesas. Resumen la generosidad de la selva y la amistad entre el hombre y el río

Una sorpresa; la ausencia de olores sospechosos y moscas, señal de que en el mercado la higiene es ley de supervivencia. Una alegría; comer aquí mismo platos típicos de Pará, como el tacaca (sopa de jugo de mandioca, camarones y el anestésico jambú, rareza de hierba que adormece la lengua) o las cazuelas de tapioca dulces. Lo cierto es que pagando un promedio de 20 pesos se puede probar comida nutritiva al alcance de todos, elaborada con pescados frescos o frutas rozagantes, como recién arrancadas de la planta. La naturaleza convirtiéndose en alimento en tiempo real, y el cliente transformado en predador espontáneo.

 

La mejor época del año para viajar a Alter do Chão es de julio a enero, cuando las aguas del río bajan y se forman las playas.
Antes de viajar consulte las vacunas que debe aplicarse para poder ingresar a la región.

María de Michelis

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