Un cordero o un cabrito crucificado entero en una “estaca” de metal y plantado frente a un fuego vivo. Hay pocos paisajes alimenticios tan primitivos como esta técnica que pervive en Asturias gracias a un puñado de maestros asadores, cuyo conocimiento se transmite sobre el terreno, sin que ninguna escuela de hostelería o programa de stagiers en restaurantes estrellados lo pueda enseñar.
El asado a la estaca contiene algo ancestral y casi religioso. Un animal cocinado a la llama y al viento, con la sencillez de un cazador-recolector de hace milenios, como un sapiens que precisamente empezara a desarrollar su cerebro humano dándole vueltas al bicho para que se ablandase sin carbonizarlo. El fuego nos hizo listos. Y también nos reunió. Un círculo de bestias abiertas en canal conforma una suerte de Monte del Calvario cuyas carnes, una vez braseadas, tiernas y melosas, alimentarán a un pueblo de comensales hambrientos con un gozo absolutamente distinto al de otra forma de condumio.
Quizá por tanta simbología, el cordero y el cabrito a la estaca se viven en Asturias con un fervor que no encuentras en ninguna otra fiesta doméstica o comunal. Su preparación congrega a curiosos que van salivando conforme la piel se abrasa y la carne humea, y su posterior despiece y degustación ensancha las sonrisas, pringando los labios de una grasa feliz. Por supuesto, hay que comerlo con las manos para que hacer justicia a su brutalmente delicado sabor.
George R. Martin, el autor de “Juego de Tronos”, puso como única condición cuando visitó Asturias que le mostraran uno de estos conciliábulos alrededor del fuego. Quería comer, pero sobre todo, encontrar inspiración para sus cuentos de un Medievo fantástico. El propio origen de la estaca asturiana tiene su parte legendaria. El convenio más aceptado (recogido en el Diccionario de Cocina y Gastronomía de Asturias) señala a un emigrante indiano, Antonio Viejo Menéndez, o Antón El Gaucho, quien se trajo el invento de la Patagonia argentina. Pero como en toda tradición difusa, la leyenda cuenta con distintas versiones, según quién la cuente.
David Montes es uno de esos maestros a los que llamas cuando quieres ensartar a un dimas y un gestas en un prao e invitar a la familia y amigos, o al pueblo entero. Experto en cocina de caza y también cazador, Montes ha “asado en la estaca todo tipo de animales, gochos asturceltas, corzos, cochinillos, jabalíes pequeños…” Y por supuesto, corderos y cabritos, los más frecuentes.
Primer consejo: “Tanto cordero como cabrito tienen que rondar los 13 kilos y tener grasa infiltrada. Para mí, el mejor cordero para la estaca es el castellano. El cabrito puede ser algo más pequeño, pero lo idóneo es que ronden ese peso”. Por debajo de dicho umbral, no se asarán bien, y si superan los doce o trece kilos, sus carnes no tendrán la lozanía idónea.
Una vez elegido el animal, Montes lo abre entero, lo “estaña”, el día anterior. Como todo artesano, tiene su truco: lo eviscera, pero deja los riñones con el redaño, que le servirán, una vez colocado frente al fuego, para controlar el grado de cocción. Y porque además “los riñones están riquísimos, son una delicia”, dice, riendo y salivando.
Una vez abierto, el cordero o cabrito ha de ser adobado, paso que igualmente depende del gusto de cada cual. Hay quien recurre a hierbas y especias secas. Montes se limita a sal y unos dientes de ajo: “Prefiero asarlo así, y preparar un chimichurri o mojo para que luego cada cual lo coma como quiera.
Abierto y adobado, Montes (cuyo apellido nos viene al pelo) amarra el ejemplar a la cruz de metal también la noche anterior, y deja el cuerpo reposando a la espera de su sacrificio. Como quien embalsamara a un faraón.
Un asado a la estaca requiere al menos cuatro horas. Los ejemplares se plantan alrededor de una hoguera intensa, alimentada “siempre” con roble. Montes es intransigente con la madera: “Bueno, en Cádiz asamos varios con un olivo salvaje de allí y también me gustó”. Pero el aroma genuino de Asturias es el roble.
Como todo en la cocina, el secreto reside en el tiento, en la cantidad de calor que recibe en cada momento el animal crucificado. “Al principio tiene que estar lo suficientemente apartado del fuego para que empiece a sudar despacio”.
A partir de ese momento, el trabajo es pura “astronomía”: mover la estaca en su eje de rotación, primero, para hacerlo por ambos lados, y luego en el de (falsa) traslación, volteando al animal.
“Al principio, el cuello hacia abajo y las costillas para adentro, para que no se seque la carne”. Debes usar unos guantes gruesos, de soldador, para manejar el metal, obviamente, pero cuando quieras comprobar la ternura, hay que recurrir a la mano. “Hay que tocarlo”.
La distancia al fuego depende de su bravura, así como el grado de inclinación, que varía cuando se cocinan varios corderos o cabritos en círculo. Muchos cocineros gustan de mojar con una salsa particular la carne conforme se va haciendo. También hay quien instala chapas de metal tras los animales para multiplicar el calor en esa zona y acelerar la cocción. En algunos pueblos de las cuencas mineras, incluso los preparan ya despiezados. “A mí no me gusta, prefiero hacerlo entero, que sepa a cordero o cabritu simplemente, e ir adaptándome al viento, al humo, asándolo despacio. Aunque en esto, por supuesto, no hay dogmas, cada cual tiene tu proceso”, dice Montes.
¿Cómo calculas la cantidad? “Muy fácil: un kilo por cabeza. Te aseguro que no sobrará”.
Quizá te parezca mucha cantidad, pero una vez descuartizado (proceso que hay que realizar deprisa para que no enfríe) la gente se vuelve loca comiendo. Nadie se sienta: se coge un trozo de pan, se coloca encima uno de cordero o cabrito, y a zampar.
“Es la forma más sencilla de cocinar y a la vez, la más complicada. Yo tuve que olvidar todo lo que había aprendido. Pero luego la fiesta es única. Es un legado que recoges como cocinero, y una forma de juntarse a comer que es puro compadreo”, remata Montes. La estaca, en efecto, genera una comunión a su alrededor.
Fotografías: Menéndez Díaz-Palacio
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