Como seguramente le sucede a otros colegas de profesión, a menudo debo enfrentarme a aquellos ilusos que idealizan el trabajo del crítico –gastronómico, vinícola, lo mismo da–, suponiendo que se trata de una bendición divina que permite comer y beber por la gorra todos los días del año, sin más consecuencias que una siesta al final del banquete.
Para desbaratar de una buena vez esta fantasía, he decidido recurrir al arma más contundente y peligrosa que tengo a mano –la verdad–, y narrar sin tapujos cómo es la vida del catador profesional en un concurso como Bacchus, cuando aún conservo fresca en la memoria la experiencia de la última jornada de esta reciente edición, que concluyó hace poco más de 48 horas.
Aún recuerdo la ilusión que me embargó cuando recibí –hace ¿ocho? ¿diez? años– la primera invitación a participar en Bacchus. Suponía que la experiencia iba a enriquecer mi background como catador. Y no me equivoqué: he aprendido mucho del oficio en este y muchos otros concursos vinícolas en los que he actuado como jurado.
Aquella vez, me presenté en el Casino de Madrid emperifollado como un novio en su primera cita, con chaqueta y corbata, respetando el protocolo de la gloriosa entidad y sus anquilosadas costumbres. Cuando empezaron las sesiones de cata, no tardé en darme cuenta que aquello iba a ser pelín más duro que coser y cantar. No sólo por la paliza sensorial que supone olfatear y echarse al buche, en apenas una mañana, cerca de 40 vinos; la labor exige también mantener la concentración para poder valorar cada una de las muestras, apuntando en las fichas las notas correspondientes, sumando, restando y comparando la puntuación resultante con las del resto de compañeros de mesa (para constatar que, con tanto ajetreo, no hayamos perdido el juicio).
Tras cuatro o cinco horas de cata –sólo interrumpidas con un absurdo coffee break: ya se sabe que el café interfiere negativamente en la evaluación de vinos– uno termina agotado, con el paladar y la napia hechos unos zorros.
Considerando que un concurso como Bacchus, con más de 1600 vinos inscritos, programa sesiones durante cuatro jornadas consecutivas, queda claro que los catadores que se comprometen a participar durante todo el certamen acaban exhaustos.
Todo ello, por supuesto, sin cobrar un duro, ya que la OIV (Organización Internacional del Vino) estipula que, en los concursos oficiales, los jurados deben actuar por vocación y sin ánimo de lucro. Tal como lo hacían los árbitros del fútbol en tiempos de amateurismo mal entendido.
Debo reconocer que, a medida que he ido haciéndome más viejo –pero no más sabio– he dosificado mi presencia en este tipo de certámenes. Y no porque no paguen, sino porque cada vez dispongo de menos tiempo.
Pero como respeto la labor de la UEC (Unión Española de Catadores, organizadora de Bacchus) y me duele declinar año tras año la invitación a participar en el jurado del único concurso internacional de vinos que tiene lugar en Madrid, en esta edición he vuelto a caer. Eso sí: tan sólo una jornada.
De tal modo que el lunes pasado tuve que anudarme otra vez la corbata –algo que ya casi no hago, más por el ensanchamiento del cogote que por principios– y madrugar –es lo que peor llevo– para presentarme como antaño en el Casino, a las 7:55 hs, acomodarme en la mesa 12 del barroquísimo salón (¿cuánto pesarán esas lámparas, por dios?) y volver a enfrentarme a una multitud de copas, fichas, escupideras y catadores sabiondos. O excéntricos, como el colombiano sentado a mi lado, que se trajo del hotel todo tipo de cachivaches: un soporte para gafas, cojines, ipad, pajarita de madera –en vez de la corbata reglamentaria, vaya– y ¡su propia escupidera! Aún no me explico por qué este señor no puede expeler el vino en el recipiente de toda la vida, como el resto del personal.
Como en mi mesa la cata transcurrió sin mayores sobresaltos –y no cometí las torpezas más habituales, confundiendo un vino con otro o apuntando las notas en una ficha equivocada–, en este Bacchus tuve tiempo para observar las manías y maneras de la fauna catadora: aquel jurado que escupe el vino hacia la derecha, jamás hacia la izquierda, otro que se lo traga todo (después de catar 40 vinos, aún no sé como es capaz de levantarse de la mesa), uno que exige un silencio sepulcral para juzgar cada muestra… y, por supuesto, nunca falla el que siempre está en desacuerdo con la valoración que hacen de los vinos el resto de sus compañeros.
Tras el cierre del concurso y la comilona final de confraternización con catadores de aquí y acullá, he pasado página a otro concurso de los tantos que me han tocado en suerte. Una vez más, con la desazón de constatar que en este planeta se hacen tantos vinos impecables que dicen tan poco, y con la alegría de haber contribuido a distinguir con un Gran Bacchus de Oro –el premio gordo en este certamen– al magnífico Amontillado Viejísimo 1890,de Bodegas Torres Burgos (D.O. Montilla-Moriles), que con toda seguridad cayó en mi mesa.
Me queda pendiente, pues, probar los otros tres vinos que merecieron la mejor calificación en Bacchus 2015: Sierra de Viento Moscatel, de la Cooperativa San Valero (D.O. Cariñena), Abadía de San Quirce Reserva 2009, de Bodegas Imperiales (D.O. Ribera del Duero) y Pedro Ximénez Tradición, de Bodegas Tradición (DO Jérez- Xeres-Sherry). Este último ya lo tengo bien catado y recatado, confieso.
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