Cervezas belgas, en Madrid como en Flandes

Tras revelar, hace algunas semanas, en el post Kriek, lambic, trappenses y otras maravillas de la cerveza flamenca la emoción que me produjo, en un reciente viaje a Flandes, el descubrimiento de unas cuantas maravillas del arte del lúpulo, en Gastroactitud consideramos que no sería mala idea ofrecer a nuestros foodies la oportunidad de probar algunas de estas cervezas. Sin tener que desplazarse hasta Bélgica, claro. Y con este servidor como lazarillo-maestro de ceremonias.

Dicho y hecho: el pasado 26 de noviembre, celebramos la experiencia Un paraíso cervecero en el restaurante Atelier Belge, la embajada más destacada de la gastronomía belga en Madrid. Con aforo completo, como cabía esperar.

Resumo a continuación lo más destacable del dichoso banquete, en el que no sólo se bebió como manda el dios Baco, sino también se comió con similar gozo: para que no pimpláramos a palo seco, el chef propietario de la casa, el belga Etienne Bastaits, dispuso una secuencia de platillos para armonizar con cada cerveza. Vaya, que al final la experiencia resultó un festín en toda regla.

El mundo lámbico: La Gueuze y kriek

Tras las necesarias presentaciones y los no menos imprescindibles aperitivos, la primera cerveza que llegó a la mesa fue, quizás, la más sorprendente y notable de la velada. Aún impactado por lo que ví –y bebí– en mi visita a Cantillon –la fábrica fundada en Bruselas en 1900 y templo mayor de las cervezas más raras, las lambic– solicité que en la cata que organizó Gastroactitud no faltara La Gueuze, máxima expresión de ese antiguo género cervecero, ni tampoco la insólita cerveza roja, la kriek.

Gueuze Boon

La Gueuze no fue, finalmente, la que produce Cantillon, sino otra magnífica cerveza de esta especie, de la brasserie Boon, elaborada a l'ancienne, como mandan los cánones, combinando lambic de dos añadas (2009 y 2010, en este caso) y con una segunda fermentación en botella, al modo de champagne. Una maravilla que, a pesar de los años de guarda, mantiene su bella espuma achampañada, fina burbuja, delicada acidez y vivos recuerdos de hierba, fruta blanca y cereales. El elixir, que todos aplaudimos con igual entusiasmo (los más sorprendidos, aquellos que probaban una Gueuze por primera vez), se srvió junto a un sencillo –aunque no por eso menos digno– tomate con quisquillas. ¡Aleluya!

Menos fortuna tuvimos con la segunda cerveza: la kriek que produce la cervecera Lindemans poco tiene que ver con las fascinantes rojas que tuve la suerte de probar en Flandes. Si aquellas, maceradas de manera artesanal con guindas de Schaerbeek –una variedad que sólo se da en esa localidad del norte del país– bien podrían pasar por un tinto borgoñón (por su color rojo brillante, sus aromas de fruta roja, su generosa acidez y paso seco y delicado por boca), la kriek que catamos en el Atelier Belge semeja un refresco afrutado al gusto infantil. Una suerte de fanta que no casó con los buenos mejillones a la cerveza que le tocaron en suerte. Una pena.

El momento monacal: llegan las trappenses

Tras el bache, la cata recuperó altura con el siguiente paso: Achel Blond, rubia monacal que tiene el honor de formar parte del selecto club de las auténticas cervezas de abadía que se producen en Bélgica y que muchos expertos consideran como las mejores del mundo: las benditas trappenses. Nuestra Achel, en concreto, se fabrica en la abadía de Sint Benedictus De Achelse Kluis, fundada en 1686 y que fue parcialmente destruida en dos ocasiones (durante la Revolución Francesa y en la Segunda Guerra Mundial). En 1998 retomó la producción cervecera para ofrecernos maravillas como esta blond ale, cremosa, fresca y rica en matices frutales, que acompañó con solvencia el mejor plato de la noche: la raya a la mantequilla negra.

Achel Blond

Nuestra gratitud hacia los monjes trappenses se prolongó en el siguiente paso, con la gozosa cata de una de las más célebres cervezas de este género: la monumental Westmalle Tripel, una de las tres joyas líquidas que ven la luz en la abadía de Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Westmalle (y que tuve el privilegio de visitar en mi periplo flamenco). La Tripel, hay que decirlo, es la cerveza más densa, compleja y suculenta de cuantas se producen en este santo lugar, con una fórmula que se ha mantenido prácticamente inalterada desde 1956. De triple fermentación y generoso grado, la bien llamada "madre de todas las tripels" tiene el poderío suficiente para soportar el desafío gastronómico que le endozó el chef Bastaits: un coquelet a la Brabantçonne, contundente y sabroso guiso de volátil.

Negro final

Como si no hubieramos tenido ya bastante, el último pase del festín nos condujo hacia otra experiencia extrema: una copa de Kasteelbier Donker, densa, fuerte y oscura –al estilo de las clásicas belgian strong dark–, cuya cremosa espuma marrón bien puede confundirse con la de un espresso. Potente, alcohólica (11º) y persistente, tiene matices que pueden recordar al plátano maduro y uvas pasas y es una de las pocas cervezas del mundo que puede medirse ante un postre como el que nos sirvieron en el Atelier Belge: Todo chocolate en 8 texturas. Negro el chocolate, negra la cerveza, en prodigioso equilibrio.

Kasteelbier Donker

Final apoteósico para una noche memorable, en la que más de uno creyó estar no muy lejos de Amberes. O Gante, quizás.

Más información: www.flandes.net

Federico Oldenburg

Periodista especializado en vinos y destilados, colaborador de numerosos medios internacionales y jurado de los más prestigiosos certámenes vinícolas.

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