No sin ciertas dificultades nuestro amigo Jerome Quilbeuf, que fue jefe de cocina de la famosa Carme Ruscalleda en su restaurante en Tokio, nos hizo la reserva para disfrutar de un desayuno japonés en Choshoku Kishin en Kyoto a las 7,30 de la mañana. O mejor, nos consiguió dos plazas en este lugar especializado en desayunos tradicionales japoneses semi escondido en una callejuela de Gion en el barrio de las geishas.
“Imposible encontrar otra hora”, nos recalcó. “Se trata de un Bib Gourmand de la guía Michelin que llena en cada uno de sus turnos. Deberéis observar una puntualidad rigurosa, los comensales comienzan la ceremonia al mismo tiempo”.
Tras los saludos de rigor convertidos en risueñas reverencias de la encargada Ui Uchida y del resto de su equipo, arrancamos el desayuno de forma pausada en la típica barra baja para 9 comensales. La luz de la estancia, tenue, aunque suficiente, me recordó el ensayo “El Elogio de la sombra”, de Junichiro Tanizaki, y de una de sus numerosas reflexiones: “En Occidente, el más poderoso aliado de la belleza ha sido siempre la luz. En cambio, en la estética tradicional japonesa lo esencial es captar el enigma de la sombra”.
El misterio de la yuba
A modo de bienvenida una taza de té verde en vaso de barro que avivó nuestros sentidos. Trago ritual que franqueaba el camino al primero de los servicios, un montículo de yuba (nata de la leche de soja) coronado por pellizcos de wasabi recién rallado. En la boca los matices de nueces frescas de la yuba contrapuestos a los tonos acres del wasabi. Y en el paladar una textura de seda que nos acariciaba en cada trago.
Sin abandonar su sonrisa Ui Uchida dispuso sobre el poyete de la mesa 7 escudillas de cerámica de diferentes tonalidades invitándonos a escoger la que más nos atrajera. Nos jugábamos un símbolo en aquel lance. Iba a convertirse en el recipiente de la degustación de arroz escalonada en tres pasos, columna vertebral de su famoso desayuno. Testimonio adicional del sentido de la belleza nipona, de la importancia que se presta a las formas, los tamaños, el diseño, y las tonalidades de la vajilla.
Llegaba el momento de elegir alguna de las sopas de la carta. Junto a la de verduras, demasiado austera, otra de mariscos al estilo japonés, y una tercera de miso blanco con cerdo y tubérculos. Nos inclinamos por las dos últimas con resultados positivos.
Al fondo de la cocina, en una olla de barro que exhalaba columnas de vapor hervía el arroz de nuestro desayuno. Antes de que estuviera completamente cocido nos depositaron en cada cuenco minúsculos pegotes. Arroz gohan apelmazado, de la variedad japónica, de textura pegajosa, ligeramente húmedo y dulzón (nada que ver con el arroz del sushi) que paladeamos con palillos. Bocado con escasos matices, carente de sal, que nos sumergía de pleno en esos productos de perfil sápido bajo que tanto preponderan en la cocina japonesa y cuyo único contrapunto nos lo aportaban sus encurtidos (tsukemono) elaborados con pepino y nabo daikon situados en un costado.
Encontré agradable la sopa de mariscos con gambas, almejas gruesas y tofu a modo de tropezones, que reforzaban unos pescaditos secos en salazón, los populares ayu del río Katsuragawa, según nos indicaron, que nos presentaron aparte y aliñamos con pimienta sansho. Extraños, levemente amargos, con olores de fondo río que en compañía de aquel arroz ligeramente dulzón me parecieron algo suavemente delicado. Y, como era de esperar, nos entusiasmó la sopa de miso, suave, cremosa, con tubérculos hervidos además de recortes de cerdo. En ambos casos sopas bajas en sal, sobre la base de un caldo dashi (alga kombu con katsuobushi) en esa línea de suavidad que los occidentales propendemos a calificar de insipidez declarada.
Tampoco la disposición de los utensilios en la bandeja era fortuita, sino que respondía a reglas estudiadas. Los palillos, en el costado más próximo a los comensales, colocados en horizontal y con la punta hacia la izquierda sobre un reposa palillos. El cuenco del arroz a nuestra izquierda y el bol de la sopa a la derecha. Justo detrás, las guarniciones: los encurtidos (tsukemono) a la izquierda y los pescaditos a la derecha. En todos los casos recipientes rellenos hasta los dos tercios de su capacidad para no ocultar la vajilla, aspecto básico de la mesa.
Con el segundo arroz, más hecho y esponjoso, pero igual de pegajoso que el primero, solicité un huevo escalfado, uno de los extras de la carta que multiplicó su sabor con una intensidad inesperada. Acaba de componer un tamago gohan que aliñé con un chorrito de salsa de soja. Algo suculento en su sencillez extrema.
Se aproximaba el final y una de las risueñas cocineras nos fue mostrando la olla abierta con el último paso de la degustación de arroz, agarrado al fondo. Formaba una película crujiente y quemada de socarrat que al voltearla abundaba en rebordes tostados igual que un barquillo. La rompió, troceó y repartió en porciones diminutas, último punto de la intrigante cata de aquel arroz en tres texturas. Ingrediente que había marcado el ritmo de nuestro desayuno hasta el final de la experiencia.
La despedida la acaparó un mochi atípico, otro de los extras del menú, formado por una bola compacta de harina de arroz, mórbida a la vez que crujiente. Nos lo presentaron pasado por la plancha, con su cobertura tersa, coronada por un montículo de alubias rojas dulces sobre una lámina de alga nori. Bocado dulce y salado al mismo tiempo, tan extraño como encandilante.
Habíamos empleado algo más de una hora en aquel menú abundante en proteínas, vitaminas y azúcares lentos. Degustación que, según nos había anticipado Jerome Quilbeuf, se inspira en las reglas de la cocina kaiseki, en el budismo zen y en su línea de pensamiento. En cierto modo una derivación resumida de la ceremonia del té japonesa sujeta a la magia de los números impares, rito y símbolo para los japoneses: tres sopas a elegir, tres tipos de arroz en una bandeja con cinco ingredientes para nueve comensales.
Por la totalidad de aquel desayuno, extras incluidos, abonamos el equivalente a 22 euros por persona. Una experiencia que se agiganta en mi memoria a medida que se suceden los recuerdos.
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