La capital de Colombia vive una sabrosa efervescencia culinaria. De entre todas las novedades elegimos cinco restaurantes de cocina joven en Bogotá, con propuestas y estilos bien diferentes para que las disfruten turistas y locales.
Hace siete años, Alejandro Rodríguez –cocinero– y Juan Manuel Ortiz –director de servicio y bebidas, y también barista– abrieron este restaurante que rinde culto a la cocina tradicional de Colombia pero con una vuelta de tuerca.
Rodríguez utiliza ingredientes nacionales y los aplica a otras cocinas. Su otra premisa es estrechar lazos con los productores locales y poner en valor productos ninguneados como el cubio, un tubérculo andino que muchos comen sólo en sopas o guisos y que este cocinero hace a las brasas. Lo sirve con salsa holandesa, ají dulce, sal de cebolla larga: combinación de sabores y texturas fuera de serie.
Entre otras opciones de la carta, probar la ventresca de atún sellado en hoja de chiswa, con berenjena asada, crocante de fariña, acedera y aceite de chile. Todo se puede acompañar con vinos del mundo o cervezas.
El capítulo dulce está a la altura de los platos salados. Aunque el milhojas de vainilla del Chocó y arequipe de leche de búfala es el hit del lugar, también me encanta el postre de guayaba rellena de mousse de bocadillo veleño –de Vélez–, cacao, café y maní morado. Dulzores que no empalagan. En Salvo Patria toda comida termina con café. De excelente calidad y con D. O.
María Paula Amador –Jefa de Servicio– e Iván Cadena –chef–, se conocieron hace 15 años y hace dos abrieron este restaurante de pocas mesas y mucho encanto en el barrio Chapinero.
A la entrada, la barra agrupa alcoholes de calidad y funciona como imán para los que prefieren un trago antes de empezar la comida, cerveza o vino mediante.
Tomás, el bartender, diseña sus propias fórmulas y sigue la onda expansiva que manda utilizar productos locales. Como muestra, basta probar el cóctel a base de Viche: destilado de caña verde, jengibre, almíbar de jengibre, almíbar de azúcar morena y limón.
La carta, dividida en platos fríos y calientes, del más chico al más grande, atrapa con sutilezas como la ensalada de trucha blanca –nunca de criadero–, hinojo encurtido, suero costeño, piel de cítricos y papas crocantes.
Pero el sabor por el que volvería a Mesa Franca es el de las empanadas. Masa crujiente de maíz amarillo, nada grasosa, y relleno de brazo de cerdo, frijol, papa. Para comerse una docena. Su mejor amigo: el ají chireré, una salsita de tomate, cebolla, cilantro, parecida a la llajwa del NOA.
EL SABOR DE LA MEMORIA
Aquí cocino parte de la comida que me servía mi abuela en Sucre, dice la cocinera e investigadora Leonor Espinosa, y se relame pensando en el mote de queso costeño con arroz cabeza negra con coco, o las bolitas de leche que robaba en la cocina para comérselas a escondidas. Memorias de una infancia en una casa generosa donde siempre había una mesa puesta para familia y vecinos.
A diferencia de su otro restaurante de alta cocina, la propuesta de este local se nutre de los comedores de pueblo, la cocina de fogones de leña y los quioscos de refrescos naturales.
La carta ofrece carnes, guisotes, arroces, sopas, sánduches, postres. No faltan arepas de huevo, carimañolas de yuca rellenas de carne de res sazonada con achiote, comino, pimienta de olor, tomate, cebolla y ajo, dulce de coco con piña, recuerdos de su Cartagena natal.
Todos los días sirven desayunos y brunch a la colombiana con fritos y canasta de panes, yogurt campesino, huevos, embutidos –no perderse los ajíes, salsitas, especialmente la de ajonjolí (sésamo), que llegan a la mesa con la comida.La mejor despedida: arepitas dulces con anís. ¿Cuántas comí? Perdí la cuenta.
Un salón con marquesina en hierro y vidrio.Un horno a leña siempre encendido. Un cocinero con gorro de lana rojo moviéndose a mil por la cocina. Los tres focos que atrapan mi vista al entrar a Prudencia, el restaurante que Mario Rosero –chef– y Meghan Flanigan abrieron en La Candelaria, el corazón histórico de Bogotá.
La pareja había vivido unos años en Los Estados Unidos pero regresó a Bogotá con un bebé en camino y la idea fija de abrir un local en su viejo vecindario. No les fue mal: Prudencia tiene un espacio que invita a quedarse y buenos platos de comida campesina –aggiornada– en un barrio donde no abundan las ofertas gastronómicas.
En el menú de 4 pasos hay alternativas proteicas –y alguna opción vegetariana– que siguen las consignas de Rosero: uso de productos del lugar, desperdicio cero, respeto por el entorno y aplicación de técnicas ancestrales, como el ahumado y la fermentación. Todo comienza con pan levain campesino, de acidez sutil y corteza crocante.
Sigue con las zanahorias con labneh y sumac y el principal, que puede ser brazo de cerdo ahumado con clavo, hinojo y Sichuan, o pollo de campo ahumado con sal de apio y pimienta de limón. Aquí la sed se calma con vinos, cervezas, sodas caseras de granadilla, pera, piña y uchuva.
El postre, en de bananas de Urabá, crème fraiche, cajú tostado, miel de azafrán y curry de marañon es una delicia.
Alvaro Clavijo, con experiencia en fogones de Estados Unidos y Europa, es uno de los referentes de la nueva cocina colombiana. En su simpático local, emplazado en la calle 65 con carrera 3B, antes funcionaba un anticuario y parte de esas piezas antiguas, enciclopedias y libros de autores clásicos ahora lucen en este espacio reciclado con ingenio. Clavijo, como otros representantes de la movida joven de Bogotá, elige materia prima local provista por productores pequeños, y la trata combinando técnicas contemporáneas con trucos de las abuelas que no figuran en ningún recetario.
Probé la trucha licuada, con huevo de pato, crocante de cebada tostada, huevas de trucha y brotes. Delicadeza total. Cebiche de Berrugate –pescado del Pacífico–, curado, con crumble de leche en polvo y cilantro en grano, más agua de mandarina y cubierta de rábano sandía y taco de reina. Corazones de pollo en su salsa, papas nativas y suero costeño. Vinos o cerveza acompañan la comida. De los postres, mi favorito es el de merengue, lulo, guanábana, crocante de leche y granizado de lulo. Mix de acideces, dulzores y texturas.
Por su cocina honesta, la creatividad del chef, el buen servicio y la atmósfera acogedora, El Chato es uno de esos lugares que uno puede recomendar sin miedo a equivocarse.
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