¿Cuáles son las virtudes que debe tener un cóctel para convertirse en un clásico? Sin duda, el equilibrio entre los distintos elementos que lo conforman es un rasgo esencial de los cócteles clásicos. Como advierte el conocido bartender Diego Cabrera –mentor de Salmon Guru, entre otros locales e iniciativas–, «no se trata de mezclar destilados, zumos, hierbas y demás ingredientes sin sentido alguno». Porque, tal como afirma el coctelero argentino, «si no se controlan con precisión las medidas de cada componente ni se tiene en cuenta su papel en el cóctel, el fracaso está asegurado».
Valgan las sentencias de este profesional para comprender mejor el universo de la coctelería desde una perspectiva que los no iniciados desconocen: la esencia del cóctel, lo que constituye su sabor, sus aromas, su poder de seducción –y también sus efectos colaterales sobre el estado de ánimo y el juicio de quien se lo bebe– tienen que ver con su composición, determinada en gran parte por el número de bebidas alcohólicas que incorpora la mezcla. A mayor número de componentes alcohólicos, mayor también será la complejidad.
Esto tampoco tiene que ver con la calidad o el acierto en las mezclas, porque como bien veremos en las cinco elaboraciones seleccionados en este post como «cócteles clásicos imprescindibles», muchas veces el éxito de una fórmula reside en su aparente sencillez, e incluso en la síntesis. El dry martini, después de todo, solo combina dos ingredientes, ginebra y vermut. Y el segundo sólo participa en la mezcla de manera sutil, apenas para aromatizar el conjunto.
La cantidad de ingredientes alcohólicos en un cóctel también puede influir en su efecto embriagador, aunque no es un factor determinante. «El número de espirituosos no influye tanto como la cantidad de azúcar que contiene el cóctel –asegura Cabrera–, ya está demostrado que los más dulces son los que más emborrachan». Aunque también hay que ser precavido a la hora de sumar destilados a una misma mezcla. «Las proporciones deben ser precisas para que el resultado no sea una bomba».
Un falso mito que afecta al universo coctelero es aquel que asegura que existen bebidas incompatibles. «Esto no es cierto, o al menos no tenemos evidencia de destilados que no se puedan mezclar –explica el bartender–; lo que si hay que tener en cuenta es que algunos espirituosos pueden incrementar sus efectos si se combinan con otros de alto grado alcohólico. Por eso, los profesionales procuramos emplear las bebidas más fuertes como una esencia, añadiendo apenas unas gotas para perfumar el cóctel».
Sirvan estos conceptos de un bartender consagrado para introducir a cinco grandes clásicos del recetario universal de la coctelería. La selección procura ser justa pero –como sucede en cualquier clasificación de este tipo– también puede resultar arbitraria. ¿Por qué no incluir en este listado otras mezclas igualmente referenciales, como el Tom Collins o el pisco sour? ¿O cómo no tener en cuenta el ranking que elaboró la revista especializada Drink International con los cócteles más bebidos en el mundo, encabezada, en este orden, por negroni, old fashioned, dry martini, margarita y daiquiri?
Sin duda, el factor histórico es el que determina que un cóctel pueda ser considerado un clásico. Y en nuestro Top 5 todos cumplen esta condición: la receta más joven (dry martini) es de los años 30 del pasado siglo. Un éxito que dura más de nueve décadas es imbatible. Sobre el acierto de estas fórmulas, Diego Cabrera también tiene algo que decir: «Las recetas históricas son sagradas. Dry martini, Manhattan, Old Fashioned y el resto de los grandes clásicos han pervivido durante décadas y triunfan en los bares de todo el mundo porque tienen proporciones precisas y un perfecto equilibrio; por eso es preferible abstenerse de hacer variaciones en estas fórmulas magistrales».
Los cócteles clásicos que desde El Bar de Gastroactitud consideramos imprescindibles son: Dry Martini, Manhattan, Daiquiri, Old Fashioned y Bloody Mary.
El Dry Martini puede considerarse –sin ánimo de exagerar– la expresión más sublime del arte de mezclar líquidos en beneficio del estado de ánimo. Es, sin duda, el rey de los cócteles, el que mejor sintetiza la esencia de esta alquimia que tiene el grado de una ciencia exacta, en la que el buen hacedor −el bartender− dosifica con sabiduría unos cuantos ingredientes para obtener un resultado que a los que estamos al otro lado de la barra, más que exacto, nos resulta mágico.
Aunque se ha especulado generosamente en torno a este genial ingenio líquido, no se sabe a ciencia cierta quien es el responsable de este invento cuya excelencia se resume en una receta sencilla, sin florituras, basada en el equilibrio entre el carácter seco, punzante y especiado de la ginebra y la fresca dulzura del vermut blanco, potenciado por una temperatura precisa y el recipiente adecuado.
Sus orígenes se pierden en los años dorados de las barras americanas, allá por los años 30 del siglo pasado. Muchos aseguran que el Dry Martini vio la luz por primera vez en el pueblo de Martínez –próximo a la ciudad de San Francisco, donde cada año se celebra una fiesta temática en honor al cóctel–; otros dicen que fue alumbrado en la barra del hotel Kilmanac de Nueva York, con el objeto de abrir el apetito de un millonario apellidado –nada menos– Rockefeller.
En todo caso, lo cierto es que el Dry Martini ha traspasado las fronteras y se ha convertido en un emblema para cualquier barra del ancho mundo. Eso sí: incluso una alquimia tan perfecta tiene una contraindicación, como apunta Javier de las Muelas –mentor del Dry Martini barcelonés y todos sus clones en el planeta–, advirtiendo que “un dry martini es poco; con dos se roza el peligro; y tres un exceso”. Hay que hacerle caso, no lo duden.
Soberbio cóctel de aperitivo, el Manhattan tiene una fórmula tan sencilla como genial –combina whisky americano con vermut rojo y unos golpes de bitter–, que tiene la virtud de adaptarse al gusto del consumidor (puede ser más dulce o seco, dependiendo de del gusto: se trata de encontrar el balance ideal entre los ingredientes, acorde al gusto del usuario). Además, ha dado lugar a un gran variaciones, suplantando el destilado esencial (bourbon o whiskey de centeno) por otros: así es como se ha creado el Brooklyn (que incluye dos licores, de marraschino y Amer Picon), Harvard (con cognac o brandy), Rob Roy (con whisky escocés) o el Manhattan cubano (con ron viejo al estilo de la isla). Obviamente, en cualquiera de estas versiones, tanto como en la original, el Manhattan sigue siendo un cóctel con un alto grado de volumen alcohólico, lo cual asegura el conveniente punto de euforia pero representa al mismo tiempo un peligro: no hay que abusar de su ingesta, so pena de protagonizar papelones y escenas bochornosas.
Según resume la historia mixológica oficial, el cóctel nació en el Club Manhattan de Nueva York en 1874, en una fiesta organizada por Jenny Jerome –la futura madre de Winston Churchill–, en honor a a un amigo de su padre, Samuel Tilden, que acababa de ser elegido gobernador del Estado. Por lo visto, fue la futura Lady Churchill quien demandó al bartender del club la creación de una alquimia específica para el sarao.
El invento que pergeñó el responsable líquido del club sedujo de tal forma a los asistentes que pronto el Manhattan empezó a ser solicitado en las barras del mundo entero. Esta historia es rebatida por quienes aseguran que fue la hija de Tilden la que encargó el cóctel para la fiesta. Y por otros que sostienen la teoría de que el Manhattan fue creado en 1860 por un camarero llamado Negro en un bar de la calle Broadway de la Gran Manzana. Lo mismo da a los millones de personas que disfrutan a diario de este maravillosa conjunción de placeres líquidos.
Desde el siglo XVII se han bebido en el Caribe mezclas a base de ron, zumo de lima o limón y azúcar de caña. Eran brebajes que, además de inspirar a la musas e infundir el ánimo necesario para combatir a los piratas que asediaban la región –que también consumían la misma suerte de combinaciones, lo cual igualaba el nivel de alcoholemia en los frecuentes enfrentamientos– también resultaban beneficiosas para inmunizarse frente al escorbuto y otras pestes muy extendidas en aquellos tiempos.
Así es como el Planter’s Punch, el bombo, el Drake y otros ingenios a base de ron blanco o aguardiente de caña, pueden considerarse, amén de cócteles primigenios, un antecedente del daiquiri que, según consta, elucubró el joven ingeniero estadounidense Jennings Cox en 1896. Como tantos otros geniales hallazgos de la humanidad, este virtuoso elixir nació como resultado de una urgente necesidad, cuando Cox –que estaba destinado por su profesión a una mina de hierro vecina de Santiago de Cuba–, quizo celebrar la llegada de unos compatriotas con una mezcla refrescante, pero como se le había acabado la ginebra, sustituyó esa bebida por ron blanco, abundante en la zona. Añadió el azúcar de caña para que la mezcla, a base de zumo limón y el destilado caribeño, resultase más equilibrada y agradable.
No obstante, fue otro ingeniero, el italiano Giacomo Pagliuchi –compañero de trabajo de Cox–, quien tiene el mérito de haber dado el nombre al daiquiri, inspirándose en el pueblo costero donde se encontraba la mina. Ambos introdujeron su invento en el bar americano del Hotel Venus de Santiago, donde pronto ganó popularidad.
Sin embargo, el daiquiri no se haría mundialmente famoso hasta que un tabernero español empezó a ofrecer el cóctel en el Hotel Plaza de La Habana, y posteriormente compartió la fórmula con su compatriota Constantino Ribalaigua, que perfeccionó la fórmula del daiquiri y concibió unas cuantas variaciones en El Floridita, el legendario bar de la capital cubana frecuentado por Ernest Hemingway y que se acredita la gloria de ser «la cuna del daiquiri». Al igual que otros geniales hallazgos, este cóctel universal –tan admirado como vulgarizado, hay que decirlo– no tiene un solo padre, sino varios.
Según consta en los anales mixológicos, este cóctel venerable –cuyo éxito resume las paradojas del marketing: ¿quién hubiera dicho que triunfaría una mezcla bautizada como «anticuada»?- nació en 1895 en el club Pendennis, de Louisville, Kentucky. La historia no ha sido justa con su creador, cuyo nombre permanece en el anonimato –seguramente, era el bartender que ejercía entonces en aquel establecimiento–; en cambio, está bien documentado que el Old Fashioned saltó a la fama cuando el coronel James E. Pepper, miembro destacado del citado club y propietario de una destilería de bourbon, llevó la fórmula a Nueva York y consiguió introducirla en el bar del Hotel Waldorf Astoria.
Desde ese glamouroso escenario, el Old Fashioned ganó popularidad hasta convertirse en uno de los referentes de la coctelería americana en los albores del siglo XX. No por otra, su receta –a base de bourbon, azúcar y bitters– está incluida ‘Drinks’ (1914), de Jacques Straub, y ‘The Ideal Bartender’ (1917), de Tom Bullock, libros fundamentales del arte mixológico. Es sin duda uno de los cócteles clásicos más venerados.
No cabe duda que el cine y la televisión han contribuido a cimentar la imagen del Old Fashioned. Amén de ser el trago favorito de Donald Daper, el personaje de la serie ‘Mad Men’, el cóctel aparece en muchas otras escenas memorables. Como aquella de la película ‘It’s a Mad Mad Mad Mad World’ (1963), en la que Tyler, el personaje encarnado por Jim Backus, se echa al cuerpo ¡cuatro! Old Fashioned seguidos mientras pilota un avión. Desaconsejamos seguir su ejemplo, desde luego.
El que muy probablemente es el cóctel más gastronómico de la historia, también aventaja al resto de esta suerte de alquimias con un argumento más que tentador: su receta –que combina fundamentalmente vodka y zumo de tomate, además de zumo de limón, un toque de dos salsas (Tabasco y Perrins), sal y pimienta– tiene fama de constituir un antídoto imbatible para combatir la nefasta resaca.
Aunque las resacas no son siempre comparables –las hay sin remedio alguno, y solo se superan durmiendo la mona– el bendito Bloody Mary merece, por su audaz combinación de ingredientes y singular expresión, integrar este Top 5 de cócteles clásicos e imprescindibles.
No hay controversias sobre su origen: el Harry’s Bar de París, fundado por un jockey estadounidense en París, originalmente con el nombre de New York’s Bar. Allí, un buen día de 1921, el bartender Ferdinand Petiot –apodado «Pete» por la clientela del local– combinó por primera vez vodka y zumo de tomate a partes iguales para satisfacer el capricho –o combatir la resaca– de algún parroquiano. Otro de sus clientes sugirió el nombre, porque le recordaba a una camarera de Chicago, conocida como «Bloody Mary» por su carácter fogoso.
El propio Petiot pretendió repetir el éxito de su cóctel cuando, años más tarde, se hizo cargo de la barra del King Cole Room del St. Regis Hotel de Nueva York, pero la fórmula no cuajaba con el gusto americano. De modo que el bartender decidió añadirle pimienta, zumo de limón, Tabasco y Perrins para realzar el punto salado, complejo y picante.
Nació así el cóctel salado más célebre de la historia, que hoy se reproduce en bares, restaurantes y demás lugares del mundo donde afecte la sed, el hambre –y la resaca–, incluso con originales variaciones que dan lugar a otros ingredientes: kimchi, salsa de ostras, amontillado… El Bloody Mary original, sin embargo, se antoja insuperable.
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