Los nigromantes de la cosa alcohólica –que nunca faltan– auguran que también en España el vodka se acabará imponiendo como destilado de moda, destronando a la omnipresente ginebra. Aunque los hay también que dudan de la llegada de la vodkamanía, porque este bebida ofrece bastante menos estímulos que el viejo y glorioso London Dry Gin.
Como nos gusta nadar a contracorriente en las turbulentas aguas del río espirituoso, aprovecharemos este espacio para disparar sobre el vodka, presunto protagonista de la tendencia venidera. Y no sobre todos los vodkas –muchos de los cuales merecen el mayor de los respetos– sino sólo sobre aquellos que justamente pretenden imponerse como bebida de moda presentando como argumentos un envase de diseño estilizado y una expresión organoléptica absolutamente nula.
La nadería de los vodkas fashion –que así quiero llamarlos– nace de un propósito perverso: destilar un aguardiente tropecientas veces –o alguna más, incluso– para que este pierda cualquier rastro de aroma o sabor y se convierta así en un lienzo en blanco sobre el cual se puedan apreciar los matices de cualquier otra cosa que se le quiera añadir (un refresco, un zumo, un saborizante… en fin), de tal modo que el pobre destilado pase casi desapercibido. "Deme un vodka-cola, por favor, pero que sólo sepa a cola…". Pues aquí tiene, señor, su combinado, que no sabe a alcohol pero con el que tiene la bolinga asegurada.
Es cierto que resulta sencillo perpetrar esta aberración con una bebida que no tiene el pedigrí de otros destilados, desprovisto de legendarias historias con piratas (como el ron), que no procede de suntuosos castillos (como el cognac) ni está sometido a complicadas regulaciones para su elaboración (como el whisky de malta).
Sin embargo, a pesar de estas limitaciones, esta bebida que en su mejor versión es cristalina y límpida, con aromas sutiles y una boca punzante y directa, también puede ser un asunto sibarita. Pero para disfrutar de su mejor faceta es preciso elegir aquellas marcas que eluden apuntarse a la moda del vodka fashion; es decir, por las que apuestan por destilados donde el sabor y el aroma continúan teniendo un sentido.
A bote pronto, se me ocurren algunos ejemplos de este tipo de vodkas, como el excelso Karlsson's Gold, producido en el sur de Suecia con las primeras patatas de la cosecha (que resultan carísimas, por cierto) y que tiene un portentoso carácter. También sabe (y huele) el último vodka de la gama Absolut, Elyx. Y el finísimo Druide que produce González Byass en Inglaterra. Tampoco quiero olvidarme del excelente (y prohibitivo, por el precio) Beluga Gold. Aunque quizás el vodka con más sabor y aroma que ha caído en mis manos en los últimos tiempos es el ruso Polugar, elaborado siguiendo escrupulosamente una receta del siglo XVIII para mantener el carácter del centeno. Un vodka que sabe ¡a pan! y que puede probarse en el restaurante Fishka de Madrid.
Seguro que me olvido de algún otro. En cualquier caso, lo importante aquí es destacar que el vodka −o la vodka, como se quiera: es una bebida sin género, metrosexual− es un destilado tan noble como cualquier otro, que debe disfrutarse con los sentidos bien abiertos y haciendo caso omiso de las perversas manipulaciones marketinianas.
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