Hace un mes cerró mi bar de Oviedo. Su dueño (y mi amigo, claro), me pidió con antelación un texto para despedir el negocio en Instagram. Yo me pasé demasiados días en blanco frente al ordenador, viendo la barrita vertical del documento de texto parpadear como lo haría un monitor médico que contase los últimos pálpitos de un enfermo moribundo; incapaz de escribir una palabra, aunque lleve años ganándome los cuartos con ellas, encadenándolas o editándolas. Al final, me tuvo que apresurar: llegaba la fecha, necesitaba el epitafio bonito que me había confiado.
Fachada del local Eseteveinte
Mi bar ovetense se llamaba Eseteveinte, un acrónimo marciano con el número (20) y las iniciales de la calle donde se ubicaba: Santa Teresa (doctora de la Iglesia).
Allí disfruté de viandas y botellas con pareja, hijastros, padres, hermanas, sobrinas, amigos, fraternidades laborales y encuentros casuales. Algunos ya no están. Yo mismo ya no estoy, porque me acabo de mudar definitivamente de ciudad.
Pero Eseteveinte (sus banquetas, sus copas, sus mesas, y la gente que las ocupó) fue tan importante que lo incluí en el artículo posesivo de mi vida. Tan adentro bajó, que tardé semanas en darme cuenta de que, en realidad, la despedida de mi bar no merecía una oda, sino una elegía. Además, no pasa nada por llorar: lo dicen los psicólogos y psiquiatras que se construyen chalés en esta época de congojas.
Interior del bar
Cuando llegué a esa conclusión, pude empujar la barrita. Dejar de parpadear gemiditos y abrir bien el lagrimal para teclear tanto afecto recibido, intercambiado, hallado.
Yo creo que un bar alcanza tal condición, la de refugio y encuentro, la de armazón social, cuando nos reúne una y otra y otra vez por motivos sólidos y a la vez difíciles de explicar, que superan su carta, su bodega, su decoración, la forma de tirar las cañas o la maldita “experiencia gastronómica”.
Cuando el bar se transforma en una habitación exterior de nuestro trabajo o de nuestro piso (o incluso del chalé a medio edificar). Un bar es una morada, por citar a Santa Teresa, que al parecer conocía nuestros boquetes, y hasta la forma de transformarlos en mansiones.
Cuando entro en una franquicia hostelera o en un gastroemplazamiento del siglo XXI no me siento como en un bar, por mucho que me divierta. Más allá de su calidad, me parecen negocios que juntan gente, pero que nunca la congregan de esa forma amable que consigue un bar. Más bien, la distribuyen, “please, wait here te be seated”, amasándola en una agrupación incierta bajo sus logotipos y parafernalias entusiastas.
Sucede lo mismo con los propietarios y empleados: no les conoces por el nombre o les atribuyes un apodo simpático. A los primeros, por incomparecencia, y a los segundos, porque rotan más deprisa que tu cucharilla en el café. En el mundo “Marca En Expansión”, el oficio de camarero se ha vuelto tan ligero como un sobrecito de sacarina. Sus empleos duran menos que los hielos huecos dentro un gintonic de doce euros.
Yo creo que un bar, para engalanarse con esas tres letras mágicas, para lucirlas en el cartel y en el cristal, primero ha de pertenecer a alguien con carne y huesos y sangre y un temperamento. A un señor o a una moza, a una pareja encantadora o a la gresca, a un grupo de amigos o de socias, o a un parado que ha cogido un traspaso. No a un copyright o a un fondo de inversión o a una cadena con una agencia de comunicación machacando su ingenioso nombre sin ton ni son en TikTok y apúntate a nuestra newsletter y consigue ofertas especiales.
Que esa fidelización y engagement me parece guay, ojo, solo que a los hosteleros fotocopiados deberíamos atribuirles otro significante, término o bautismo. Por ejemplo, “gastrolugares”, ya que tanto les mola el susodicho prefijo. O “Gourmetplaces”, si así lo prefieren. Y dejamos el BAR para Jhonatan, Bárbara, Javier, Yichen, Manuela, Hassan o cualquiera que se arriesgue a levantar una persiana en solitario. En la incertidumbre, en el barrio, en un pueblo, en estos tiempos de alquileres vacacionales a desconocidos y de desconfianza hacia cualquier vecino que efectivamente resida en el portal.
Quizá nos gustan las franquicias por ese miedo creciente al cercano, al próximo, que seguro oculta algo. Si en casa nos asustamos, las franquicias se aparecen como refugios, no cálidos, pero sí “higiénicos”. Germán Coppini: “No mires a los ojos de la gente”.
El ambiente de los “gastrolugares”, por muy chulos que sean, por muy monos que vistan a sus bartenders, nunca traspasa nuestros tejidos sentimentales. A Bárbara o Yichén (quien probablemente te diga que se llama Fernando, como el chino a cuyo local acude mi madre fielmente todas las mañanas —o todas las que se puede mover con la silla de ruedas— a tomar el vermú con sus amigas septuagenarias), a esos hosteleros esforzados, acabas por adoptarlos como paisanaje a fuer de verles las jetas de sus cambiantes estados de ánimo; de atribuirles un mote por sus silencios, manías o muecas; de no especificar que tomas el cortado en vaso porque también se han aprendido tu careto somnoliento.
Sin embargo, al metre de “GastroJungle Experience” quizá te lo encuentres pasado mañana como nuevo monitor personal en tu clase de Kickboxing (a la que vas a recuperar el “cardio” que pierdes frente al ordenador teletrabajando demasiado).
Uno y otro, Bárbara y el Metre Musculado, se buscan la vida como pueden, obviamente, pero participan en la tuya de forma distinta por mor de economías opuestas. Y tu gasto (que igualmente tanto sudas por ingresar) contribuye a una u otra prosperidad en el modo de entender el despacho de comidas y bebidas. En ambas, lógicamente, hay lucro. Y ambas pueden propiciar alegrías. Pero solo una, llegado el día, te hará llorar.
Un bar real se entreteje en el tuétano de tus huesos hasta provocarte lágrimas cuando te comunican que ese lugar, tu lugar, tu puñetero bar, ya no existirá cuando pases por el número 20 de la calle Santa Teresa. “Estando hoy suplicando a Nuestro Señor hablase por mí, porque yo no atinaba a cosa que decir ni cómo comenzar a cumplir esta obediencia, se me ofreció lo que ahora diré, para comenzar con algún fundamento: que es considerar nuestra alma como un castillo, todo de diamante, o muy claro cristal, donde hay muchos aposentos”, dice la doctora de Jesús con su poesía de incienso dopado. Y yo asiento, ay, Teresita, sorbiéndome los mocos, recordando banquetas, mesas, copas, risas, otros llantos. A Manu, a papá, y demás rincones. Palacios.
Por eso tardé tanto en escribir mi elegía: porque no quise reconocerme que el cierre de Eseteveinte implicaba afrontar un luto. Como el que sufrimos, llegado el momento, por familiares, parejas, amigos: por quienes hemos querido con la inconsciencia del tuétano, con ese barullo de emociones que un buen bar consigue que te palpiten entre el pecho y la cabeza y al fondo a la izquierda.
La plantilla y la clientela acaban siendo parte de tus rutinas, primero, y después de tu memoria. Según he aprendido de lutos anteriores, es precisamente la memoria lo que hay que trabajar con tiento al descubrir el dolor (bueno, para ser sinceros, también me lo ha recomendado desde su chalé algún profesional de las angustias). Solo así, almacenando lo bueno, la tristeza inicial no entumece a la postre el recuerdo de tanta felicidad amontonada durante aquellos años, siempre los mejores de nuestras vidas.
Por eso hoy, amigas y amigos, lloro por Eseteveinte y por todos los bares que hemos perdido. Porque mañana, recolocado el llanto, besaremos a sus dueñas y camareros, brindando por los mejores años que nos quedan por delante, con tres nuevas letras mágicas dándonos la bienvenida.
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