Hace 16 años, Pablo Rivero era “el pibe de la parrilla”. El que manejaba los fuegos en esa esquina de Gurruchaga y Guatemala –pleno Palermo– donde su abuela cocinaba y su madre controlaba la caja, mientras papá ayudaba a mantener las brasas. De aquel local de barrio, quedan la estructura de la vieja casona, la atmósfera familiar y la vocación por los fuegos de Pablo, un obstinado en ofrecer el auténtico asado argentino.
Un plan que puede parecer sencillo, pero la carne y las brasas –pareja feliz cuando la carne es buena y las brasas, justas– tienen su tiempo y sus misterios. El primer desafío aparece con la selección de la carne, cada vez más degradada por la práctica extendida del feed lot. El segundo reto: destacarse como parrilla en un país donde todos se sienten asadores y sacan a relucir su propio manual. Pablo Rivero superó las dos pruebas de fuego.
“El 80% de esta propuesta depende del producto, por eso utilizo sólo carne de vaca criada a pastoreo y cuido al máximo la cocción para no maltratar a una materia prima tan noble, bandera de la comida nacional. Lamentablemente, la carne de vaca criada a pastura se ha vuelto exótica por el espacio que este tipo de crianza demanda. Pero sin duda el futuro de Argentina depende de la vuelta a los métodos de producción tradicionales”.
La carne y la parrilla –a la vista– están en el centro de la escena de Don Julio. Cortes tradicionales –entraña, ojo de bife– y no tanto, como el último hallazgo que Pablo incorporó a la carta: picanha la llaman los brasileños; tapa de cuadril, los argentinos.
La consigna en cualquier caso es pedir que el parrillero Pepe Sotello prepare la carne roja y caliente por dentro y dorada por fuera. La periodista Elisabeth Checa, para la que Don Julio es uno de sus lugares en el mundo, impuso este estilo casi bleu que ahora se popularizó como Punto Checa. Hace furor.
La previa a la carne-carne son las empanadas. Jugosas y casi adictivas, para comer sin parar. O las provoletas –especialmente rica la de cabra–, un toque calórico que impone olvidar la dieta. Cuando llega el plato de cuchillo y tenedor, viene acompañado por verdes fresquísimos, o ensaladas nada obvias, con productos de estación, como la de remolachas amarillas. No pueden faltar jamás las papas fritas: una perdición.
Como no hay carne sin vino, Pablo Rivero, que además es sommelier, seleccionó, junto con Rodrigo Calderón y Gabriela Gera (la sommelier de servicio en Don Julio) 600 etiquetas donde se descubren algunas joyitas de Argentina. Los visitantes pueden firmar su botella, por eso las paredes de ladrillo están cubiertas de mensajes en una botella. A los extranjeros les encanta volver a Don Julio y reencontrarse con la imagen de aquel vino que bebieron alguna vez.
Ciertos detalles, como la selección de aceites varietales de Zuccardi –Farga, Changlot, Frantoio y Arauco–. Los dressings y vinagres de Mariana Müller que un atento camarero trae a la mesa, junto con panera repleta de panes crujientes y calentitos. Más la pastelería de Próspero Velasco (uno de nuestros pasteleros estrella que se luce en postres con manzana, maracuyá o chocolate), hacen el resto.
Durante sus 16 años de historia el lugar fue encontrando su forma, su estilo, su alma. No hay quien no hable de Don Julio cuando se trata de comer bien en la ciudad. Tanto, que la parrilla se convirtió en punto de encuentro de cocineros (no es raro descubrir a Gastón Acurio, Virgilio Martínez o los hermanos Roca en alguna de sus mesas), sommeliers, enólogos ilustres y amigos que quieren garantizarse carne de primera en un ambiente a la argentina, donde la solemnidad se queda afuera.
“Aquí, la gente viene a sacudirse las exigencias de la vida urbana. A celebrar la amistad, a comer bien, a beber bien y a pasarla mejor”, dice el dueño de casa. Pablo Rivero, chico de la parrilla, que no hace tanto se volvió enorme para nuestra escena gastronómica.
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