Ahora está en los manuales básicos de mercadotecnia, pero hasta mediados del siglo XX a nadie se le había ocurrido crear necesidades en los consumidores. Así surgió este invento y otros muchos. Crear necesidad para ofrecer el producto que la satisfaga. Pero ¿es el fast food una droga? Obviamente, no. Sin embargo activa los mismos sistemas neuronales que algunas sustancias estupefacientes. Gemma del Caño nos los explica en este artículo.
Según podemos leer en Wikipedia, a mediados del siglo pasado un empresario de la alimentación en Estados Unidos llamado Gerry Thomas comercializa por primera vez lo que se denomina comida preparada, TV dinner en el lenguaje común de los norteamericanos. El apogeo de los drive-throug, venta directa de alimentos sin bajarse del automóvil (¿Recuerdan la imagen de los Picapiedra?) en los años 1940 en Estados Unidos, supuso también la popularización de la comida rápida o fast food. Alimentos listos para llevar que necesitaban muy poco tiempo de preparación. Tenían su antecedente en el sistema de alimentación desarrollado por las tropas napoleónicas durante sus campañas en Europa.
A finales de los años 1990 empiezan a aparecer movimientos como Slow Food en contra de la ‘fast food’ y denuncian algunos aspectos acerca de la poca información, el alto contenido de grasas, azúcares y calorías de algunos de sus alimentos (aparece acuñado el término comida chatarra o comida basura). Se trata de comida pensada para comer deprisa, por la calle, caminando, sin parar… Una comida acorde con los tiempos vertiginosos que vivimos. Ahora en contraposición surge el real fooding, un movimiento que reivindica alimentarnos como lo hacían nuestros abuelos.
Y no me refiero sólo a los restaurantes fast food, sino a toda esa comida que vas paseando por la calle… te llega su olor, de repente no puedes resistirte… y la compras. ¿Qué le echan a esta comida para que nos haya embrujado? Lo resumiría en una frase: encontraron nuestro punto G. El punto G de Gordo.
Desde hace 20 años se están haciendo estudios explicando por qué este tipo de comida que se come “fuera de casa” es tan adictiva para nosotros. Y llevan 20 años sabiéndolo y los cambios que se han realizado se centran más en el marketing que en el aspecto saludable o nutricional. Pero no es por ellos, no les echen toda la culpa, es por nosotros. Si vemos una ensalada en un restaurante de comida rápida, no solemos pedirla, queremos la “dosis” de pizza o hamburguesa a por la que hemos ido. Pero nos sentimos mejor cuando vemos la posibilidad de la lechuga, aunque no le elijamos. ¿Por qué no nos podemos resistir?
Esto se debe a la malvadamente mágica combinación de tres ingredientes: el azúcar, la grasa y la sal. Si mezclamos los tres a la vez en las proporciones necesarias se llegará al bliss point, el punto de la felicidad, nuestro punto G. Esto hará que nos enganchemos. Azúcar en refresco con su correspondiente “subidón”, grasa en la hamburguesa con esa sensación que nos invade la boca y sal en las patatas que potencia todos los sabores… ¡no fue tan difícil!
Además, el golpe de sabor que recibimos cuando le damos un bocado a esta comida satura las papilas gustativas instantáneamente, consiguiendo así una explosión de sabor que no somos capaces de encontrar en otros alimentos (tampoco la necesitábamos antes, pero ahora no queremos vivir sin ella).
A esto le añadimos un término más, la “dispersión de densidad calórica” que es la sensación de comer menos calorías de las que en realidad estamos ingiriendo. Con este tipo de alimentos comemos muy rápido, a eso vamos, ¿no? No son fáciles de comer, se nos escurren, debemos dar grandes bocados y además se deshacen fácilmente en nuestra boca siendo sencillos de tragar. Así no nos damos cuenta de que ya hemos comido lo que necesitamos, y se convierte en un acto automático. ¿ Hay más pizza?, pues me como otro trozo.
Este combo brutal crea en nuestra mente una sensación de “bienestar” ficticia que consigue que “necesitemos más”. Como una droga, como una verdadera droga. De hecho se comprobó que al tomar estos productos se libera un neurotransmisor llamado dopamina que aparece en otras situaciones que nos producen bienestar … o como cuando se toma una dosis de droga. La misma.
Literalmente se genera en nosotros una sensación de felicidad que nos impulsa a querer más, se libera dopamina de golpe. Pero la comida se termina y esa felicidad se va (muy pronto, además). Y queremos volverlo a sentir. Pero cuanto más lo hacemos, menos dopamina se libera porque nos acostumbramos a esa situación y con más frecuencia necesitamos obtenerla.
Si ya les digo que se comprobó que haciendo uso de este tipo de alimentos durante mucho tiempo se puede llegar a tener una síndrome de abstinencia tal que lleva al punto de no querer otro tipo de comida, generando una verdadera aversión por la comida “normal”, podrán asemejar esas circunstancias a las de cualquier tipo de droga que imaginen. ¿Les suena lo de: “mi hijo sólo come nuggets y cuando le pongo ensalada no la quiere”? Enhorabuena (o no), ha creado un adicto.
En ratas se observó que los circuitos de placer se habían vuelto tan locos, (comían tan compulsivamente) que preferían recibir descargas eléctricas mientras comían que no obtener su “dosis” diaria.
Si a toda la parte biológica, le añadimos la componente social, el precio, los regalitos a los niños, la comodidad y vistosidad de los locales y la rapidez en comer y salir, estaremos fomentando esa adicción a este tipo de alimentación peligrosa e innecesaria.
En sus manos está lograr esa liberación de neurotransmisores con este tipo de comida… o hacerlo con todo lo demás que la libera. Puede conseguir esa misma “dosis” de dopamina aprendiendo cosas nuevas, riendo… o incluso con el sexo. Y ninguna de ellas se tiene por qué hacer en un restaurante de comida rápida (sobre todo la última).
Por cierto, la dopamina también se libera cuando tomamos decisiones, así que, ahora que lo sabe, decida.
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