En un salón contiguo a la piscina del hotel las especialidades del brunch de La Mamounia (Marrakech) nos tentaban con su aparatoso despliegue. Sobre grandes mesas expositoras me encontré con bandejas de ahumados, ensaladas, ostras y crustáceos, quesos, sándwiches en miniatura, y zumos de naranja y pomelo recién exprimidos. A un lado y otro, vasitos de frutas cortadas, fiambres, panes y un sinfín de sugerencias más o menos previsibles, incluidos surtidos de sushi.
Al fondo de la sala numerosos comensales aguardaban turno en espera de platos que varios cocineros ultimaban bajo pedido. Y entre la efervescencia de aquel ajetreo un equipo de profesionales que se desvivía para reponer los contenidos.
Nada diferente, en apariencia, a los bufés de lujo de las grandes cadenas. Nada distinto ni llamativo a excepción de algunas cazuelas y bandejas que descubrí desperdigadas cuando comenzaba a echarlas de menos entre la copiosa oferta de este brunch que solo se organiza los domingos y en ocasiones señaladas. Guisos y ensaladas con los platos más representativos de la cocina marroquí. Panecillos de origen bereber, cous cous con hortalizas, los clásicos tagines de cordero y pollo y, de forma determinante, un cromático surtido de verduras tratadas con aderezos afines a la cocina andaluza, cominos, cilantro, canela y ajonjolí, además de azafrán y agua de azahar. Aromas que se percibían desde la distancia. En pocos metros cuadrados había localizado lo que buscaba, el alma de unos sabores que me entusiasman.
Con la parsimonia que la ocasión merecía comenzamos a compartir platos. Apacible el cous cous con siete hortalizas y aceitunas, receta habitual en la España del XVI que con el tiempo desaparecería de nuestro recetario. Rotundo el jarrete de cordero makfoul con canela, jenjibre, azafrán, alcachofas, judías verdes y coliflor. No menos convincente que el tagine de cordero bereber con verduras y abundante ajonjolí. O el tagine de pollo con aceitunas al limón confitado.
Estofados apetitosos a la vez que ligeros, de aromas intrigantes. Platos que acompañamos con el pan batbout, típico bereber, elaborado con harina de trigo, sémola y levadura. Y con los tafarnout, de harina blanca de trigo rociados con hilos de aceite que un panadero horneaba en el exterior sobre piedras calientes. Panecillos muy esponjosos, testimonio adicional de la inabarcable cultura del pan en Marruecos.
Tras los guisos, un breve inciso para disfrutar del taboulé libanés, ajeno al guion marroquí, abundante en perejil, con bulgur (granos de trigo cocidos y machados), menta fresca picada, tomates, cebollitas y zumo de limón en abundancia.
De más a menos, cuando el paladar nos pedía descanso pasamos a la degustación de verduras donde la cocina marroquí atesora una variedad de registros inagotable. Suave la calabaza confitada; inesperado el pepino con agua de azahar; potentes las zanahorias con cominos, tan habituales en los bares sevillanos; agradable el calabacín aliñado a las especias; deliciosas las berenjenas Zaalouk (caviar de berenjenas según el habla popular) pisto frío con tomate, cilantro, comino y la famosa mezcla de especias ras-el-hanout. Y en otro cuenco aparte, la ensalada de tomates y pimientos morrones, taktouka, tan popular en Marruecos.
¿Quién había elaborado aquellos platos?, pregunté al paso a uno de los jefes de sala. Busqué en vano a las dada, cocineras tradicionales marroquíes cuyas recetas pasan de madres a hijas de forma verbal sin dejar rastros escritos. Una y otra vez, todas las respuestas me llevaban al cocinero Rachid Agouray, sous- chef del hotel, especialista en cocina marroquí, con quien sostuve una conversación apasionante. Me habló de la cocina familiar de su país, de la cultura culinaria bereber, de la afinidad con otras cocinas del Magreb, de las huellas moriscas y sefardíes, y de la convivencia de lo dulce y lo salado en recetas como la bastela. sabores ajenos a la influencia turca debido a que el imperio otomano nunca penetró en sus territorios.
La explosión final de este brunch, los dulces del famoso pastelero parisiense Pierre Hermé, aguardaba agazapada. En un habitáculo acondicionado para albergar las pequeñas golosinas, se exponían tentadoras piezas de la dulcería marroquí reinterpretada junto a algunos dulces icónicos del maestro. No faltaban sus famosos macarrons con el sabor Ispahán, exótica y sutil combinación de rosas, frambuesas y lichi; ni tampoco su tarta Infiniment con pistachos de Irán.
Y a su lado parte del repertorio marroquí tradicional incluidas pequeñas pastas, briuates de distintos sabores y los llamados cuernos de gazela de mazapán rellenos de pastas aromatizadas de almendras. Antesala del té marroquí, complemento obligado de semejante experiencia gastronómica (150 euros por comensal). Bastante más que un simple brunch, un testimonio de la gran cultura gastronómica que atesora un rincón del Mediterráneo.
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