En los últimos años, en plena proliferación de los mal llamados ‘super alimentos’, ha llegado a nuestros hogares la moda del kéfir. De aspecto, textura y composición similar a la de un yogur, se ha ido generalizando su consumo y extendiéndose la idea de que es un lácteo especialmente rico en propiedades beneficiosas para la salud. Entre los escépticos, también ha calado la idea de que el kéfir no es sino un yogur pijo, una tendencia alimentada por los gurús de lo ‘saludable’. ¿Quién está en lo cierto?
Una vez más, todos tienen un punto de razón: es verdad que el kéfir es un estupendo probiótico, pero también lo es que sus virtudes no necesariamente superan las del yogur. Puede tener algunas ventajas, como la de que personas con intolerancia a la lactosa lo digieran mejor que un yogur, y algún inconveniente, como es el hecho de que contiene una cantidad -mínima, eso sí-, de alcohol. Por lo tanto, no es el bálsamo de Fierabrás, pero tampoco una chorrada nutricional.
Tanto el yogur como el kéfir son alimentos fermentados, y en esta similitud radica también su diferencia. El yogur debe estar fermentado por ‘Streptococcus thermopilus y ‘Lactobacillus bulgaricus’. En cambio, el kéfir se obtiene a partir de dos fermentaciones: una ácido-láctica (la lactosa se transforma en ácido láctico) y otra alcohólica (se produce anhídrido carbónico y alcohol). Estas fermentaciones se consiguen a partir de lo que se conoce como ‘iniciadores’: levaduras como la ‘Saccharomyces kefir’, y bacterias como la ‘Streptococus caucasicus’.
Aun cuando ahora esté de moda, en realidad, y como tantos otros fermentados, el kéfir es un alimento antiquísimo. Ya encontramos referencias a él desde el siglo VII, y sus orígenes nos llevan a las montañas del Cáucaso, en donde los pastores guardaban la leche de sus rebaños -de cabra, oveja y vaca, principalmente- en odres de cuero hasta que fermentaba. Se cuenta que estos odres nunca se lavaban para permitir que en su interior se fuera formando una capa granulosa que facilitaba las fermentaciones posteriores.
Y es esta capa granulosa la que nos interesa, porque, más de un milenio después, todavía hoy el kéfir artesanal se sigue elaborando a partir de ella. De apariencia similar a la de la coliflor, aunque de textura viscosa y grumosa, estos gránulos o nódulos son el cultivo madre, que se va alimentando con leche fresca cada día (de una manera similar al modo en que la masa madre es un fermento vivo al que vamos añadiendo harina).
Durante siglos, el kéfir se ha elaborado así, al modo tradicional, formando parte de la alimentación diaria de los pueblos fronterizos de Europa y Asia. Con el auge del comercio, las migraciones y la globalización, se ha ido extendiendo su consumo hasta llegar a nosotros y, hoy, esos gránulos van pasando de unas manos a otras. Del mismo modo que los gusanos de seda no se compran sino que se van regalando, también los gránulos de kéfir se intercambian y, aunque se pueden comprar por Internet -de hecho, los tienes en Amazon-, lo más habitual es que pasen de un particular a otro.
Hasta hace muy pocos años, quien quisiera consumir kéfir tenía dos opciones: hacerse con un puñado de gránulos y elaborarlo en casa por el método tradicional, o acudir a tiendas especializadas en productos orgánicos, biológicos y ecológicos en las que, por un precio que doblaba y triplicaba al de cualquier yogur, uno se podía hacer con el lácteo de moda. Pero su auge y popularidad ha hecho que cada vez sean más las marcas que han comenzado a ofrecer kéfir, que hoy encontramos en cualquier supermercado y a un precio similar al del yogur. Así, junto a marcas establecidas -como Pastoret, Casa Xanceda o Casa Letur-, también tenemos ya marca de distribuidor, como Mercadona o Carrefour.
Su consumo está al alza y, así, en el informe de la consultora Lantern “Redescubriendo los fermentados”, vemos que “el sector del kéfir ya supone más de 1, 2 billones de dólares y se espera que alcance en 2023 los 2 billones, con un crecimiento exponencial en el número de lanzamientos”. Eso sí, la consultora también advierte del riesgo de que esta expansión está favoreciendo la comercialización “de kéfires que ya no contienen bacterias vivas o en muy escasa cantidad”. Exactamente igual que con el yogur.
Una vez que tenemos ya el kéfir en el lineal del súper, como una opción más, volvemos a la pregunta del inicio: ¿tiene ventajas consumir kéfir en vez del yogur de toda la vida? En realidad, va en gustos. Desde el punto de vista organoléptico, el kéfir es habitualmente menos denso y más ácido, pudiendo llegar a tener un punto ligeramente carbónico. Su consistencia y sabor del van a depender también de la fermentación alcohólica, que puede hacer que unos sean más fuertes que otros. En cuanto a las virtudes nutricionales, ambos lácteos son probióticos con un aporte similar de microorganismos beneficiosos, y no hay realmente un cuerpo de evidencia científica que favorezca a uno frente a otro.
Sí merece destacarse que el kéfir es un producto generalmente bien admitido por las personas con intolerancia a la lactosa, aunque no para quienes tienen alergia a la proteína de la leche. En este sentido, se ha popularizado también el llamado ‘kéfir de agua’: se trata de añadir las mismas bacterias y levaduras a agua azucarada para impulsar la misma reacción bioquímica.
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