Madre y cocinera. Como tantas mujeres de su generación -y de las siguientes- Marisa Sánchez Echaurren convirtió familia y cocina en su vida, en su razón de ser. Fue un ejemplo que representaba de algún modo a todas aquellas mujeres que sacaban adelante miles de casas de comidas en todo el territorio nacional en los albores de un turismo incipiente. Además fue, por su forma de entender la cocina, una de las pioneras de la cocina moderna en España. Aligeró los guisos, perfeccionó la fritura y convirtió las croquetas del Hostal Echaurren un mito, uno de esos platos por los que merece la pena hacer el viaje. Desde ese pueblecito perdido -y precioso- de la sierra riojana que es Ezcaray, hizo escuela y se ganó el respeto y el cariño de toda la profesión, y de cuantos la conocimos.
Había nacido en 1933 y representaba la cuarta generación de una familia que en 1898 convirtió una pequeña fonda para diligencias en un hotel y restaurante, germen de lo que hoy es el Echaurren Hotel Gastronómico. Marisa dio sus primeros pasos en el oficio a los 15 años, cuando tuvo que servir una boda en ausencia de sus padres. Con décadas de duro trabajo, cariño por sus clientes y la inestimable ayuda de su marido, Félix Paniego, logró convertir el hostal familiar en una referencia de la gastronomía riojana, poniendo la región en el mapa gastronómico de España. Sus recetas, deliciosas y delicadas le valieron el Premio Nacional de Gastronomía al Mejor Jefe de Cocina en 1987. En 2010, ya retirada, recibió la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo y un año después la Medalla de Oro de La Rioja.
En una de mis vistas a Echaurren, Marisa me explicó que para hacer buenas croquetas, sobre todo se necesitaba paciencia y mucho juego de muñeca. «La receta puede ser la que sea, pero si no mueves bien la bechamel no hay nada que hacer -me dijo. Hay que darle y darle con ritmo durante más de una hora, para que quede cremosa, sin desfallecer, sin cansarse». No lo he olvidado y cada vez que hago croquetas es como si ella estuviera a mi lado, vigilando y diciéndome, «sigue, sigue, que todavía le falta. No seas vaga, que puede estar mejor». Consejo de madre.
«Las croquetas de mi madre me perseguirán eternamente» me dijo un día Francis cuando era bastante joven, en ese momento en que los cocineros españoles solo querían innovar y soltar lastre. No podía quitarlas del restaurante que ya se había desdoblado en dos partes: tradición en un comedor e innovación en otro. Incluso en el «Echaurren moderno» todo el mundo las pedía. Lo del menú degustación estaba bien, pero había que comenzarlo con las croquetas de Marisa. Con el paso del tiempo, todos (cocineros y comensales) nos dimos cuenta que no podíamos ignorar recetas monumentales como la de las croquetas. Una preparación popular que constituye un bocado de alta cocina.
Si sus croquetas han hecho historia, también su manera de cocinar la merluza constituyó un hito. Su hijo la rebautizó -bajo la fascinación de las cocciones a baja temperatura que imponía la época- Merluza a la romana confitada 45º y fue uno de los platos más ensalzados y copiados del principio del siglo XXI.
Marisa no freia la merluza a 45 grados, evidentemente, pero había desarrollado una técnica curiosa, fruto de la observación y la intuición, los dos pilares que sustentaban su cocina. Primero, doblaba los lomos sobre sí mismos de forma que los hacía más gruesos. Después los rebozaba y los freía en aceite vivo hasta que quedaban dorados. La novedad consistía en dejarlos reposar en el aceite con la sartén apartada del fuego para que el interior del pescado terminara de cocinarse. Francis perfeccionó la receta, calculando tiempos, pesos, temperaturas… Es decir aplicando la metodología de los cocineros de su tiempo.
El trabajo conjunto de Marisa y Francis es uno de los mejores ejemplos de cómo debe evolucionar la cocina. Adaptarse a su tiempo pero sin olvidar el pasado, con los pies bien puestos en la tierra. Marisa era una mujer de carácter, con mucha personalidad y temperamento. Respetaba el trabajo de su hijo y lo admiraba, pero como madre sabía cuando había que tirarle de la oreja para que echara el freno. ¡Y vaya si lo hacía! Yo he visto a los cocineros de Echaurren ponerse firmes cada vez que ella entraba en la cocina, ya jubilada. Sin quererlo seguía imponiendo su autoridad, esa que emana de una mezcla mágica de cariño y respeto.
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