Incluso aquellos que, afectados por el entusiasmo que despiertan filias extremas y pasiones a veces incomprendidas por el resto de los mortales, siempre nos hemos sentido en la misma frontera de lo excéntrico –o lo decididamente friki, por qué no confesarlo– observamos perplejos como, en los últimos tiempos, nuestros gustos raros y singularidades palidecen frente a la chaladura maniática que han acabado por imponer los intolerantes en el condumio cotidiano. Vivimos bajo la sospecha de que muchas alegaciones no son más que falsas intolerancias.
Hay quien dirá que para conformar los caprichos están los colores. Y los sabores, claro. Con buena razón. Pero existe una diferencia sustancial entre los morros finos –o paladares sin prejuicios, sin más– que se atreven a probarlo todo y rechazan lo que no vale la pena repetir, y aquellos que se escudan en argumentos relacionados con patologías digestivas para justificar sus fobias y complejos. Mientras los primeros suelen comer prácticamente todo lo que se les presente en el plato –o al menos lo prueban–, los segundos presentan «intolerancias» a los alimentos que no les gustan: desde pescados y mariscos hasta vino y harina de trigo. Según cada caso, la relación de estas supuestas intolerancias pude ser tan larga como imprevisible, y la mayor parte de las veces no está contrastada por profesionales de la medicina. Se basan en intuiciones, tests poco fiables o en el mero capricho.
Aún cuando no parezca responsable declararse intolerante sin ton ni son, desde que la Ley de Alérgenos ha impuesto amoldar en España la restauración pública para proteger a las personas que sufren alergias e intolerancias a ciertos alimentos, el fenómeno de los impostores alimentarios se ha extendido por doquier. Lo que obliga a los profesionales de la cocina a hacer auténticos malabares para satisfacer las necesidades de estos nuevos talibanes de la nutrición selectiva. Porque en un catering para 30 personas, puede que solo 2 coman de todo y 28 presenten intolerancias. Y cada uno de ellos a diferentes alimentos. Todo un puzzle cada vez más difícil de resolver.
El verano pasado, el chef Nacho Solana, del restaurante Solana de Ampuero (Cantabria), generó una sonada polémica por compartir en redes una lista con los requerimientos especiales de los comensales con intolerancias y alergias, que debía servir para una boda. Citaba las siguientes: «gluten, dos de pescado y marisco, lácteos y gluten, cerdo, setas, cuatro ni pescado ni carne cruda, dieta sin sal, melocotón y manzana, carne, carne y pescado, nada que venga del mar, pimiento y bacalao, dos embarazadas (no jamón, queso sin pasteurizar, ni hechos) y dos alérgicos al marisco». Su tuit fue muy criticado por los usuarios que le acusaron de no tener empatía con la población que requiere una alimentación especial. Aunque tampoco faltó quien percibió que la situación no era normal, y que el servicio se antojaba complicado, evitando las contaminaciones cruzadas.
El desafío profesional de Solana y otros tantos cocineros no desmerece que las leyes que han impuesto esta nueva realidad sean necesarias para proteger la salud de una buena parte de la población (estimada en un 30% de los adultos), que efectivamente padece alergias e intolerancias a ciertos alimentos. El problema es que, ante el auge de las singularidades alimenticias, resulta imposible distinguir entre quien sufre realmente un trastorno digestivo que merezca la atención de un menú individualizado y quien se aprovecha de la normativa vigente para exigir un menú a pedir de boca.
La confusión actual es tan grande que expertos como Miguel Herrero, investigador del Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación del CSIC y autor del libro Los falsos mitos de la alimentación (Ed La Catarata, 2018) ya ha advertido que «se ha puesto de moda ser intolerante a los alimentos». «Tal es así que existe una mayoría de gente que asegura ser intolerante a algo, o afirma incluso ser alérgica, pero no ha ido al médico para comprobarlo». Valga como ejemplo los autodiagnosticados intolerantes a la lactosa «que no consumen leche, pero continúan consumiendo otros productos lácteos que también contienen lactosa, como quesos frescos y poco curados, mantequilla, yogures, y helados. Por supuesto que ello no les produce ningún síntoma. Lo cual no deja de ser una gran contradicción».
La paradoja de estos falsos intolerantes pone en relieve la tendencia que se ha instalado en el escenario de la restauración, donde la anomalía se ha impuesto a la cordura. Veganos, abstemios y celiacos vocacionales han implantado su ley y ya no tienen que buscar establecimientos especializados acordes a sus principios: cualquier local debe satisfacer sus necesidades. También los caprichos de aquellos otros que se abstengan de echarse al cuerpo un molusco o un brócoli. Solo es necesario observar en la carta del restaurante, la extensa relación de productos a la que obliga la Ley de Alérgenos, rechazando aquello que les dé asquito.
El progreso tiene estas cosas: el desarrollo de la humanidad implica la creación de instrumentos bien intencionados, pero que a la larga se tornan perversos porque los individuos les otorgan un uso inadecuado.
Si hasta hace poco, en el ámbito social –un restaurante, un bar o en cualquier evento donde se compartan alimentos– cada cual comía lo que quería o buenamente podía, sin más, hoy la ecuación es compleja. Los talibanes de la intolerancia nos han llevado a este punto, que quizás no tenga retorno.
Una situación lacerante si se considera que 735 millones de personas pasan hambre en el mundo, según el último informe de Naciones Unidas. Desde luego, tratándose de alimentos, no estamos para caprichos ni mucho menos para falsas intolerancias.
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