Cualquier cena debe ser motivo de alegría, sin embargo, cada vez con más frecuencia el aburrimiento se apodera de nosotros cuando nos sentamos en la mesa de esos restaurantes al uso que los anglosajones etiquetan como fine dining. Nos amenaza una insufrible monotonía.
Parece como si el universo se hubiera confabulado contra los comensales. Es decir, contra nosotros mismos. Con los primeros platos del menú comienza la retahíla de instrucciones que los camareros recitan a ritmo de letanía difíciles de asimilar en tan poco tiempo. “Primero han de tomar la espuma de bígaros de arriba hacia abajo, después la tartaleta de jengibre con caramelo de rosas, y enseguida el atún rojo a las especias sichimi togarashi con destilado de algas”. Una más de las mil recomendaciones que los clientes del universo fine dining soportan a lo largo de una cena.
Sin apenas tiempo para el respiro surge otro miembro del equipo de sala explicando las diferencias entre los panes, los aceites y las mantequillas. Y poco después, el sumiller de turno con historias infinitas sobre las uvas, los pagos, los tipos de barricas utilizados, las características de la añada y los entresijos de la familia de bodegueros de la que procede cada vino.
La extensión de los menús fine dining varía, pero su concepto se repite de manera cansina, meros estereotipos. A los inevitables snacks o pequeños bocados (término que arraigó como novedad con Ferran Adrià en El Bulli), sucesiones inacabables de mini porciones, suelen seguir los denominados entrantes, que apenas se diferencian de los anteriores. En cualquier caso, aperitivos en su gran mayoría aprisionados entre tartaletas, rollitos, empanadillas, buñuelos, o panecillos chinos, formatos rutinarios, ideales para potenciar la idea del finger food y la supuesta sensualidad de comer con las manos. Una falta de imaginación recurrente. Siguen los platos principales casi siempre aferrados a irritantes formatos mínimos.
Priva el objetivo de los menús largos, de pases extenuantes a costa de reducir el tamaño de las raciones con el lucimiento de los cocineros como objetivo prioritario. Lo que nació como un signo de rebeldía y singularidad de la cocina de vanguardia española, se ha transformado con el paso del tiempo en el mayor corsé de la alta cocina.
No faltan productos que, sea cual fuere el país y las circunstancias, se cuelan de refilón en alguna parte de los menús como señuelos de lo fashion. Algo así como células espejo de las modas imperantes. La carne de wagyu, las trufas negras de cualquier hemisferio fuera de temporada, el caviar y por supuesto las vieiras y los insufribles y omnipresentes pichones de castigo destinados a contentar a los inspectores de la guía Michelin se repiten de forma agotadora. Todo con la recurrencia a muletillas estéticas como las florecillas y la asoladora plaga de las rejillas comestibles elaboradas en moldes de silicona con harina y clara de huevo que adquieren cientos de formas distintas y se repiten hasta la saciedad como embellecedores de los platos. Menús correctos — estaría bueno–, cada vez mejor elaborados –faltaría más–, que en un porcentaje elevado se unifican en el fondo y adoptan formas patéticamente parecidas.
No hablamos solo de España, en absoluto. Con una naturalidad preocupante, la monotonía tiende a adueñarse de una parte importante del escenario de la alta cocina con mayúsculas. En hoteles y restaurantes del mundo occidental la mayoría de los menús se uniformizan, mientras algunos fingen una creatividad de la que carecen. Da lo mismo hablar de países o de continentes, el fine dining se ha convertido en una etiqueta ambigua que define estilos de cocina que se repiten hasta el hastío. O lo que es igual, una globalización asumida de técnicas, formas y conceptos.
El modelo que abarca la “buena cena”, traducción literal de la frase, agrupa restaurantes con puestas en escena cuidadas, que se regodean en representaciones teatrales atrapadas por la rutina, incluidos los agotadores paseos por las instalaciones del restaurante de turno, los extensos y pretenciosos menús que calcan otros ya vistos, a los que se añaden cócteles y armonías de vinos que en ocasiones tienen difícil justificación y cuyo precio no está en consonancia con su valor gastronómico.
Si lo trasladamos al universo de la guía Michelin, por aludir a una referencia entre países, agrupa locales orgullosamente galardonados con estrellas, con independencia de su número y de las circunstancias que los rodean. A la monotonía gastronómica del fine dining no escapan ni los restaurantes que lucen los rutilantes tres macarrones de la guía roja ni los locales encumbrados a la cima por algunas de las listas internacionales. Pocos se apartan de la uniformidad y el espíritu clónico. La mayoría henchidos de loables aspiraciones y deseos sin límite. La copia convertida en icono de lo moderno.
Hablamos de restaurantes que ofrecen menús cortados por patrones idénticos y que, excepciones al margen, que las hay y merecen toda suerte de alabanzas, se repiten fieles al mismo esquema con agotadoras coletillas: ingredientes de proximidad; tradición y memoria; cocina de cercanía; huerto propio; productos de pequeños artesanos; aprovechamiento de los desperdicios, eficiencia energética y la sostenibilidad como enésima bandera. Eso por enumerar tan solo los argumentos más frecuentes. La mayoría de las veces mera palabrería despojada de contenido.
Instagram, espejo universal de infinitas copias, se desparrama por la alta cocina con una tiranía demoledora. Algunos hasta se atreven a calificar de vanguardia lo que no son otra cosa que ejercicios de emulación ramplones. Entre tanto “corta y pega” se salvan algunos restaurantes con alma en los que cocineros con sensibilidad y sin complejos son capaces de seguir modelos propios, ajenos al adocenamiento que domina el mundillo. Verdaderos unicornios que lideran la evolución y el progreso de la cocina moderna.
La teatralidad es consustancial al fine dining, un mundo de códigos y apariencias estudiados a conciencia. Los relatos incoherentes que se convierten en discursos de jefes de sala, camareros y cocineros son otra de las maniobras de rutina. En el mundillo gastronómico circulan decenas de historias forzadas al margen de los platos. Prosa novelada convertida en fantasía culinaria que no convence ni a sus propios artífices, pero que despierta entusiasmo entre sus adictos. Un juego de pompa y artificio con el que se tejen justificaciones innecesarias para encumbrar algo que por sí solo debe ser excepcional: una buena cena.
Poco importa. El artificio lo impregna todo. La nube que protege el concepto parece equivaler a un salvoconducto de calidad y de éxito en el mundo de la alta cocina. La revista digital Fine Dining Lovers, es un ejemplo. Un medio dinámico de comunicación en varios idiomas dirigido a la galaxia de chefs internacionales donde se habla de tendencias, de protagonistas, restaurantes y eventos. Contiene trucos y técnicas de cocina, entrevistas a cocineros con estrellas Michelin, recomendaciones para evitar los desperdicios alimentarios además de reglas para manejar el chat GPT y la inteligencia artificial como el mejor amigo de la alta cocina del futuro.
¿Quedarán restaurantes y cocineros en el porvenir capaces de escapar al poderoso influjo del concepto fine dining? Las incógnitas dibujan un futuro incierto.
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