Flan: genealogía de una receta

¿Qué es un flan?

Esta pregunta puede parecer tan ferranadrianesca como aquella de si el tomate era un tomate-tomate de verdad o una realidad imaginaria, pero tiene más intríngulis del que parece. Básicamente porque si vamos a rastrear la historia u orígenes del flan –que es la misión de este artíuclo pinturero y sucesores– hay que tener bien claro qué demonios es. ¿Una palabra? ¿Una lista concreta de ingredientes? ¿Una forma, textura o sabor determinados? Sin meternos en ontologías bullinianas convendremos en que flanes particulares hay muchos mientras que la idea universal de el flan debería ser una o, al menos, un conjunto de características que nos permiten distinguir el flan de las natillas o del bocata de chorizo.

Pongamos por ejemplo que van ustedes a un restaurante y que entre los platos de la carta figura el flan: esperarán que sea dulce, de color amarillento, con cuerpo bamboleante y forma troncocónica además de estar coronado por caramelo líquido. Bien.

No sé si existen taliflanes o guardianes de la pureza de este postre, pero teniendo en cuenta que el flan ha estado a punto de convertirse (¿lo conseguirá al final?) en la nueva tarta de queso o enésima tendencia imprescindible del panorama culinario nacional, es muy posible que haya ya alguien abanderando la ortodoxia flanera.

¿Aceptamos flan si la fórmula incorpora nata? ¿Y si no lleva ni siquiera huevo? Ya ven que la reflexión flanística es justa y necesaria, sobre todo en el caso de echar la vista atrás para otear cuándo y de dónde salió esta genial receta.

 

flan portada (cartel Flan Lyonnais – biblioteca Lyon CC BY)

La pista lingüística

Empezaremos con el nombre, cuestión que suele ser la más sencilla y que nos lleva directamente a tirar de diccionario. Según la RAE, “flan” viene del francés homónimo y éste del alto alemán antiguo flado (torta), voz que dio también pie por ejemplo al inglés flat (plano) y que en realidad proviene del proto-indoeuropeo *plad, igual que el griego πλατύς platýs (ancho, plano) y el latín plattus (plano, aplastado).

Entre platos y flanes etimológicamente todo quedaba en casa. Esa misma raíz léxica dio origen en la Edad Media a diversas recetas estrechamente relacionadas entre sí y caracterizadas por, precisamente, su forma plana y ancha: en el primer recetario alemán por ejemplo encontramos el fladen (Das Buch von guter Speise, ca. 1350), en el inglés The Forme of Cury (1390) aparecen unos flownys para Cuaresma y en el francés Le Viandier de Sion (la versión más antigua de este recetario galo, de finales del s. XIII) directamente unos flans. Todos ellos tenían en común el ser pasteles anchos, no muy altos, llevar una base de masa y cumplir con los antiguos preceptos de abstinencia (sin carne ni lácteos).

El flowny llevaba leche de almendras y harina de arroz, mientras que los flans o flaons galos se hacían con anguilas o “de gusto a queso” con lechaza de pescado, huevos, azafrán, vino blanco y leche de almendra. Hubo flaunes, flatones, flawns, flones y por supuesto flaones, que es el nombre que recibieron en la Península Ibérica.

Repertorio de flaones ibéricos

Ramón Llull mencionaría el flaó en 1283 en su Romanç d’Evast e Blaquerna como un manjar capaz de criar niños golosos, mientras que según la Carta Cibariorum o libro de yantares de la canónica de Santa María de Tortosa (1350) todos los monjes recibían los sábados de Septuagésima y Adviento un flaón que dependiendo del peso podía ser de tres clases.

A finales del siglo XIV, Francesc Eiximenis incluye “flaons e formajades e formatge frit ab mantega” en la tercera parte de Lo Crestiá, donde se habla de las tentaciones del hombre cristiano. Podemos imaginarnos pues que el dicho flaón era lo suficientemente suculento como para ser comida de fiesta y a la vez objeto de pecado.

Lo más probable es que ya entonces se pareciera mucho a los flaons que hoy en día perduran en la cocina mediterránea: un pastel de masa (abierto o cerrado como una empanadilla), normalmente dulce y elaborado con requesón o queso tierno como siguen siendo el flaó de Morella y Chert (Castellón), el de Menorca o el de Ibiza, auténtica reliquia viviente que conserva hasta la hierbabuena que Ruperto de Nola indicó en su receta de 1520.

 

Flaó típico de Ibiza. Foto de descubreibiza.com

 

La receta de Ruperto de Nola

El Mestre Robert o Ruperto de Nola, cocinero del aragonés rey Fernando I de Nápoles, incluyó esos flaons en la primera edición conocida de su famoso Llibre del Coch. También aparecieron en la traducción castellana de 1525 bajo el título de “flaones que es fruta de sartén” (aunque no se hacían fritos) con su requesón, su queso fresco, su hierbabuena, su agua de rosas, su “massa de muy buena harina” y su canesú.

 

Receta de flaones de Ruperto de Nola. Traducción al castellano de 1525.  Biblioteca Nacional de España.

 

Mientras que una parte de los flaones siguieron fieles a su espíritu medieval, otros muchos evolucionaron dando pie a lo que hoy en día identificaríamos como un flan pâtissier o, simplemente, una tarta de crema con base de masa rígida, y de ahí al flan moderno. El mismo derrotero siguió la croustade, un pastel abierto relleno de un cuajado de leche y huevo que por el camino fue perdiendo la costra que lo caracterizaba y en Gran Bretaña se acabó identificando únicamente con lo de dentro: custard (natillas). 

 

Martínez Montiño: la evolución

La lenta pero segura transformación del antiguo flaón semi-salado en un dulce postre lácteo ocurrió a la vez en diversos lugares. En la vecina Francia por ejemplo el flan de lait (flan de leche) ya apareció en 1635 definido en los diccionarios como “tarta de nata y huevos mezclados” o “especie de tortilla de nata y huevo, cocida entre dos platos o dentro de una terrina”.

Y 24 años antes se había publicado en España el monumental recetario ‘Arte de cozina, pasteleria, vizcocheria y conserveria’ de Francisco Martínez Montiño, cocinero de los Felipes: en su obra aparecen numerosos postres hechos con lácteos como los “pasteles flaones” (yemas, azúcar, leche y un poco de harina cuajados en una masa precocida), “otros flaones” (mismo batido, pero sin base y cuajado con calor arriba y abajo en un molde engrasado) y unos interesantísimos “pasteles de leche” en cuya composición entraban también claras de huevo y que se podían hacer en cazuela o “en unas escudilletas muy chicas o cazuelitas de barro o de plata, meterlas has en el horno y harás que se tuesten un poco encima […] y se llaman éstas tigeladas”.

 

Receta de flaones en el ‘Arte de Cozina’ de Montiño, 1611. Biblioteca Nacional de España.

 

Montiño, que había trabajado en Portugal para la infanta Juana de Austria y pudo ser él mismo de origen luso, introdujo aquí un postre que con el mismo nombre (tigelada viene de “tigela”, cuenco) sigue haciendo las delicias de nuestros vecinos y que se considera precursor de los célebres pastéis de nata.

El primer flaón del cocinero real entraría en la categoría de flanes pasteleros y los otros dos en un gran cajón desastre dentro del cual cabrían todo tipo de cremas más o menos cuajadas como las natillas, la crema pastelera, la crema inglesa, la catalana, su prima la crème brûlée y tantas y tantas otras.

De la tiropatina al flan con leche

Me imagino a algunos de ustedes tirándose de los pelos y pensando que me olvido de la romana tiropatina, el más antiguo antepasado del flan. No sufran, trataremos esa fórmula de Apicio (leche, huevos, miel y pimienta) en el capítulo correspondiente a las “recetas de flan que no se llamaron flan” porque, en realidad, es prácticamente casualidad que hoy en día usemos ese término. Durante muchísimo tiempo hubo conceptos muy parecidos con nombres tan variados como cuajado, leche asada, cazuela de leche, queso asado, quesillo, jericaya o crema volteada, y lo realmente curioso es que sólo a partir de mediados del XIX se acabara imponiendo lo de “flan”. ¿Cómo ocurrió eso?

Si acudimos a los diccionarios antiguos veremos -¡oh, sorpresa!– que “flan” no fue recogido por la RAE hasta el año 1843 y entonces únicamente apuntando a la definición de flaón, “especie de manjar compuesto de harina, leche, huevos y azúcar, todo cuajado y tostado por todas partes”. Casi casi era lo mismo que cuando en 1732 apareció el flaón por primera en el Diccionario de la lengua castellana como un “plato regalado que se hace con hiemas de huevos, azucar molido y harina, tostado todo por encima, el qual se forma en un vaso de masa o en un plato untado con manteca de vacas, con lumbre debaxo y encima para que se cuaje y tueste” (sic).

La inspiración, obviamente, venía de los flaones de Montiño: no sólo su criterio seguía vigente tantos años después, sino que hasta 1831 en España no apareció ninguna mención (en literatura, prensa ni recetarios) a nada llamado flan. El flan plenamente moderno, con su baño de caramelo y su desmoldado al revés, tardaría incluso más en asomar la cabeza por estos lares.

Y por fín se llamó flan, al flan

Nos quedaremos por el momento con la primera definición que de él se dio con más o menos el mismo sentido que ahora tiene. Se la debemos al lexicógrafo orensano Ramón Joaquín Domínguez, quien explicó en su Diccionario Nacional de 1846 que el flan consistía en una “especie de crema tostada en figura de torta u objeto análogo, o bien en forma de cubilete, etc. Es una preparación o combinación dulcemente artística que se hace con huevos, leche, manteca, azúcar y canela”. Después de tanto rollo como les he metido, por fin nos topamos con ese postre “dulcemente artístico” y sin rastro de harina que acabaría conquistando España, Hispanoamérica y Filipinas. El flan ya era flan y pronto veremos de dónde vino la idea y cómo acabó suplantando a sus muchos hermanos castizos.

PD: como desentrañar los misterios flaneros no puede ser tarea sólo de una persona, espero que bibliófilos y cocinillas aficionados a la historia desempolven sus libros y busquen referencias flanísticas a tutiplén. ¡Bienvenidos sean los comentarios!

 

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