Para Gemma García el lechazo de Mannix, el restaurante familiar de Campaspero (Valladolid) en el que creció y en el que ahora trabaja, es una fuente de inspiración. Hasta hace no mucho, la cara visible de Mannix, que este año cumple su cuarenta aniversario, era su tío Marco Antonio, el rey del lechazo asado. Pero en el asador siempre se cocinaron otras cosas… Gemma pertenece a una saga de mujeres guerreras, -aunque tal vez silenciosas o silenciadas- como ella misma define a su bisabuela Irene, a su abuela Rosaura y a su madre Mari Carmen.
Ella es la cuarta generación y la primera de la que se habla con nombres y apellido en los foros gastronómicos. Cosas de Instagram, quizá, donde exhibe con fruición cómo elabora la bechamel para sus originales croquetas (en agosto hacen más de 3.000 a la semana, el resto del año unas 1.800 semanales) o su deseada tarta de queso, pero también sus ocurrencias, inquietudes y locuras. A pesar de su aparente rol de cocinera influencer, lo suyo no son los filtros.
Y lo sigue siendo, pero Gemma, que volvió a casa en 2016 como un soplo de aire fresco después de formarse y aprender con algunos de los grandes, lleva ya varios años revolucionando el concepto de asador tradicional… y todo lo que se cruza en su camino: hace pequeños bocados gastronómicos dando unas cuantas vueltas de tuerca a productos muy castellanos, como su ninoyaki de chorizo a la sidra, su bollito de pan chino frito relleno de morcilla y pera o su profiterol de rabo guisado con mole y guiso de trompeta negra.
Gemma se fue del pueblo en 2009 para estudiar en la Escuela de Luis Irizar, en San Sebastián. Hizo prácticas en Urepel, Fuego Negro y Zuberoa. Cuando terminó en 2012, y como fue la primera de la promoción, pudo elegir. Y se fue al Celler de Can Roca, claro. “Jordi Roca me cogió para su heladería, Rocambolesc, porque al llegar quise entrar en la pastelería”. Le apasiona el mundo dulce desde que descubrió que le servía para desconectar en una época de mucho estrés, cuando estudiaba Bachillerato. “Por la tarde noche, cuando cerrábamos el restaurante, me ponía a hacer lo mismo que Eva Arguiñano en Hogarmanía: natillas, flan, tarta de queso, mousse de yogur o tiramisú”.
“Me inspiro en el lechazo, pero también en la matanza de Castilla, ya que la he vivido desde niña. Uso todo y lo guiso todo: hago escabeches con lengua de lechazo para las gyozas, con codorniz, níscalos, pata de lechazo, conejo o perdiz”.
Es fan confesa de la casquería, que emplea con regocijo en multitud de platos. También innova con su versión de patatas bravas, que asa primero y fríe después y acompaña con una salsa brava de sobrasada, mayonesa de ajo asado y papada ibérica ahumada a baja temperatura.
Y los torreznos, que aquí tampoco pueden faltar, sirven para coronar unos golosos rebozuelos a la carbonara. “En Mannix se puede comenzar con nuestros clásicos, como mollejas, riñones, nuestras croquetas de jamón o cecina (con leche fresca de vaca) o los pimientos con ventresca pero además tenemos unos 25 entrantes fuera de carta, que muchos comensales me encargan previamente por Instagram”. Ella dice, entre risas, que son afrodisíacos.
Pero en Mannix el protagonista continúa siendo el mismo que ya lo era hace cuarenta años y Gemma lo tiene tan claro como todo lo demás: “El lechazo es el alma máter y el pilar básico del restaurante, sin él nada sería posible”.
Muchos expertos dicen que no hay lechazo como el de Mannix. Su secreto no es solo el producto (lechazo de oveja churra). “Los hornos donde asamos son de barro y paja, de adobe. En cada uno caben unos cuarenta cuartos, salvo en el pequeño que caben treinta. Estos tienen 20 años, porque fue entonces cuando hicimos una ampliación en la cocina”.
Asan con leña de encina, con palos grandes y gruesos. “Los metemos a las 10 de la mañana en el horno de leña, en el centro. Se combustionan y cuando quedan las ascuas y se ha consumido toda la leña se pasa al lado derecho para asar.
En el lado izquierdo se meten las cazuelas de barro con el lechazo, agua y sal durante unas tres horas o tres y media”. Aquí es todo un ritual. “Siempre asamos sobre cazuelas de barro viejas de Portillo (un pueblo de Valladolid).
Cada año compramos unas 20 nuevas y las utilizamos para asar otros productos durante 3 años para que la cazuela envejezca. Nunca asamos sobre nuevo, siempre sobre viejo, porque la cazuela nueva te consume mucho el producto”.
Cuando el lechazo llega a la mesa en esa cazuela añeja, Marco Antonio lo trincha con dos cucharas. Es tan tierno que parece mantequilla, pero con la piel crujiente.
Mannix está en Campaspero, un pueblo vallisoletano conocido por su piedra, que poco a poco se ha ido convirtiendo en lugar de peregrinación para amantes del lechazo asado castellano. Fue la abuela de Gemma, Rosaura, la que lo fundó en 1981 junto con su madre (Irene, la bisabuela de Gemma) y su marido Eusebio, el abuelo.
Todo empezó como un restaurante asador para eventos: bodas, bautizos y comuniones. Su gran salón diáfano (ahora profusamente decorado con retratos de toda la estirpe) era una referencia en la zona, pero gracias al boca-oreja cada vez se fue haciendo más famoso: la culpa la tuvo el lechazo.
Y pronto empezaron a aparecer en las guías. “Uno de los primeros críticos gastronómicos que vino fue Rafael García Santos de Lo Mejor de la Gastronomía. En 2002 nos entregaron el Blasón de Oro y en 2015 José Carlos Capel también nos dio el premio a Mejor Asador dentro de los 100 mejores de la gastronomía de España en Madrid Fusión”.
Este año 2020, Mannix ha sido elegido por Opinionated About Dining (OAD) segundo mejor restaurante en la categoría “Casual” justo después de Elkano, que encabeza el ranking. Ahora viene gente de toda Europa “y hasta en Estados Unidos o Turquía, porque hace poco nos visitó un Instagrammer muy conocido allí”.
Ahora Gemma se confiesa repostera por encima de todo: reinterpreta los postres clásicos, como la tarta de queso payoyo, el arroz con leche fresca de vaca, con sal Maldon y mantequilla, la crème brûlée al horno de leña o el flan con yemas de ganso.
Es lo primero a lo que metió mano cuando regresó a casa después de estar en El Celler de Can Roca. Pero lo suyo, con lo que se divierte, son los trampantojos, a lo Cédric Grolet (del que se considera discípula): sus favoritos son el limón (como homenaje a su bisabuela), la lima, la piña, la manzana, la avellana, el tiesto (en honor a su abuela Rosaura) o la trufa (su autobiografía dulce con toque cítrico, en la que narra su resurgir cual ave fénix de las cenizas, rellena de maracuyá).
Nos dice que tiene pendiente crear uno para su madre. En total tienen 17 postres, entre los fijos y los fuera de carta, aunque su intención es reducir a poco más de una decena. Aviso para amantes de la tarta de queso: solo la hace por encargo. Cuando reserves, tendrás que indicar cuántas raciones de tarta quieres, porque solo hace una (a diario) o dos (los fines de semana), a lo Zuberoa. Y vuelan, claro.
Antes de volver a casa para renovarlo (casi) todo, pasó un tiempo en La Terraza del Casino de Paco Roncero y después estudió sumillería en la Cámara de Comercio de Valladolid. Por eso, al llegar, creó la cava de vinos, en la que ahora atesoran unas 580 referencias, de Rioja a Somontano, Priorato o Ribeira Sacra, pasando por Oporto o Tokaji pero por supuesto con un gran porcentaje de Ribera del Duero, ya que el corazón de la Denominación de Origen está muy cerca de Campaspero. “Compro muchos vinos de pequeños productores y bodegueros, aunque no siempre están en la carta”.
Aquí también hay cosas que afortunadamente son inamovibles: dan muchísima importancia al producto de base, ese que puede arruinar una comida… o que sea recordada para siempre. Aquí es fundamental el (buen) pan, el aceite o los tomates, esos básicos que algunos asadores hace tiempo decidieron descuidar con desatino. “El pan es de la panadera de Campaspero. Los tomates, en verano, son de Eduardo, un agricultor de Piñel, pueblo vecino, que planta muchas variedades. El resto del año los traemos de Almería porque no hay en la zona. El aceite es de la almazara malagueña Cortijo el Solano o de la vallisoletana Pago de Valdecuevas. Y el vinagre es de cosecha propia, lo hacemos nosotros. Tenemos una cuba de una madre de vinagre que nos dio un viticultor”.
En Mannix todo va cambiando para que todo siga igual. Aquí continúan al pie del horno tres generaciones: la abuela, el hermano, la hermana, el tío, la madre y el padre. Y la milicia gastronómica la capitanea, claro está, la joven Gemma con su pericia y prometedor desparpajo.
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