Gonzalo Aramburu “mi corazón está puesto en la alta cocina”

Los días sin tregua, las noches de inspiración, los ajustes del servicio, los aciertos y los tropiezos gastronómicos, la creatividad al palo, los palos de la realidad. Hace 16 años que Gonzalo Aramburu juega el partido del fine dining en Buenos Aires. Y muchos más dándole rienda suelta a este oficio. Sus primeras incursiones en los fuegos fueron en su casa, junto a su hermana. La mejor aliada durante su infancia marcada por la muy temprana pérdida de su mamá. Gonzalo cuenta que el refugio de ambos eran las ollas y las sartenes, objetos lúdicos y también cobijo. «Creo que todo viene de ahí», aclara.

No siempre quiso ser cocinero. Hizo un pase veloz por la carrera de abogacía en la Facultad de Derecho, pero rápidamente abandonó el mundo de las leyes para anotarse en una escuela de cocina. «Me fue fácil adaptarme al esquema de ese instituto. Porque yo había sido muy mal alumno en el colegio, muy disperso, y necesitaba algo de disciplina. Entonces allí hacía “buena letra”, todo lo quería resolver en tiempo y forma«, explica. Su pasión, perseverancia y conciencia de un destino que se le presentaba claro, le valió trabajar bajo el ala de Martín Berasategui en San Sebastián, de Daniel Boulud en New York y Charlie Trotter en Chicago. El chico rebelde había descubierto su oficio.

 

Gonzalu Aramburu en el espacio de la chef table

Es probable que si Gonzalo reencarnara sería en cocinero. Uno que sigue al pie del fogón, dándole máquina a la cabeza y poniéndole el cuerpo al día a día de su restaurante. Como un piñón fijo que persiste y resiste con la misma línea, el mismo amor, el mismo fuego. Su restaurante –Relais & Chateaux y flamante dos estrellas Michelin– está inmerso en el Paseo del Correo, en el corazón del coqueto barrio de Recoleta. La arquitectura de principios del Siglo XX tiene una ambientación sobria de colores oscuros. Mesas impecables, luz tenue, cocina a la vista que permite observar el ritmo sostenido pero sin cortocircuitos de la brigada, y una chef table codiciada por muchos.

El sueño del pibe

Aramburu, de hecho, fue uno de los pioneros en la constelación de restaurantes que alguna vez integraron Tarquino, Tegui, Chila, La Vinería de Gualterio Bolívar… De la magra lista hoy solo él perdura junto con El Baqueano, de Fernando Rivarola y Gabriela Lafuente (ahora en la capital de Salta); Mercado de Liniers (de Dante Liporace), y el más nuevo Trescha (del jovencísimo Tomás Treschansky).

Su menú hace pie en excelentes productos nacionales y de temporada, el dominio de técnicas contemporáneas y sazones poco obvias. Son dieciocho pasos que se acompañan con grandes vinos de Argentina y pueden comenzar con snacks vegetarianos –belleza y sabor de la mano–. Como la hoja de papa y lima crocante; las “olivas” heladas con cubierta de manteca de cacao e interior prensado de aceitunas, o las tarteletitas de puerro y arvejas, de masa etérea y relleno de varias texturas. «Cambiamos el menú cuatro veces al año, pero como todo el tiempo, hay rotación de ingredientes vamos incorporando nuevas guarniciones o pequeños platos», explica Gonzalo. En sus fueros, la calidad de la materia prima no se negocia. Las verduras provienen de una pequeña huerta en Cardales, la centolla llega viva a su local, las ostras frescas son de Pocitos y el cochinillo está alimentado con granos orgánicos.

 

1- Ensalada de rabanitos con agua de tomate y aceite verde. 2- Tartaletita de puerro, flores y arvejas.

3- Molleja pincelada con melaza de naranja, más apio nabo y mareada a la parrilla. 4- Disco de jugo de pomelo.

Hay riesgo y conocimiento de causa, hay producto y talento argentino. También hay frescura y acierto en el tartar de ciervo y sandía secada en cámara de frío; el risotto de pulpo y papa andina (cortada del tamaño de un grano de arroz); o la molleja pincelada con melaza de naranja con trufa más apio nabo y “mareada” en la parrilla («¿una concesión al turista que busca en las brasas el gen de la argentinidad?»). De cabo a rabo, se percibe un hilo conductor: coherencia y solidez. Cero storytelling.

Gonzalo Aramburu habla bajito, como esos actores de la nouvelle vague que se mueven en la austeridad del blanco y negro, y le huye al autobombo. En un reino gastronómico proclive a la inflación del yo, resulta el prototipo del antimarketing que no se lleva bien con los laureles ni las coronas. No obstante, se alegra con el reconocimiento de Michelin. Y en eso, el servicio en su restaurante corre a favor: funciona como relojito –no suizo sino latinoamericano– y completa la experiencia.

 

1- Patata de centolla, peras y eneldo; y navajas con melón y yogurt ahumado. 2- Langostinos patagónicos salvajes, cocidos a la piedra en la mesa. 

3- Ostras de pocitos con caviar Beluga, calamares en brunoise, quenelle de espumante y aceite de hiervas.

4- Molleja pincelada con melaza de naranja, más apio nabo y mareada a la parrilla.

«Este tipo de propuesta no abarca solo cocina, sino que contempla un todo. Es el runner, el comis, el que abre la puerta, es lo que implica ofrecer al comensal un momento grato. Siempre entendí mi cocina desde esa mirada. Soy fiel a un estilo. Es lo que aprendí. No hago otra cosa. Tengo mi bistró (Aramburu Bis) donde muestro otra faceta. Pero mi corazón está puesto en la alta cocina«, confiesa y delata su obsesión por no “estancarse”. «Con Tatiana (mi jefa en el departamento creativo) trabajamos desde la mañana haciendo anotaciones de ideas, probamos platos, buscamos combinaciones diferentes», dice el cocinero que nunca persiguió la fama.

Aramburu (cocinero y restaurante unidos por el nombre y la insistencia), no figura en el ranking de los 50 mejores de América Latina –ninguna lista es inocente– pero sí en la de favoritos de la ciudad.

 

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