Destapar un frasco de kimchi puede ser toda una aventura para la nariz occidental y una auténtica prueba de amistad si se liberan sus vahos en compañía. La verdura fermentada –hakusai, para más datos– con salsa de pescado, jengibre, ajo y chiles, más cebolla, nabo y zanahoria reducidos a su mínima expresión, tiene un olor difícil para el olfato de este lado del mapa.
El sabor no se queda atrás. Picante, ácido y rotundo, puede hacer lagrimear a algún paladar sensible. ¿Qué pasaría si se invirtiera la ecuación y se le ofreciera a un coreano un Camembert en estado de pudrición avanzada? Al final, todo es cuestión de gustos y de ascos. Opuestos, adquiridos, producto de una cultura y sus circunstancias. Cada país con su tema, el kimchi es a Corea lo que la pasta a Italia y el queso a Francia. Un estandarte gastronómico.
Los porteños recién comenzamos a interesarnos en este exotismo que empieza a tener adeptos entre cocineros y comensales. Varios restaurantes lo ofrecen en sus cartas. El barrio coreano está de moda. Y hasta existe un Club de Fermentadores, integrado por cocineros y periodistas donde el kimchi es rey.
Más allá de este plato asiático, en Buenos Aires la pasión por el fermento crece como la levadura fresca, no sólo porque la podredumbre puede ser deliciosa. La clave está en que el mundo de los microbios puede espantar o fascinar con la misma intensidad y por la misma razón: es un universo sin certezas. Sabemos poco de las bacterias, menos de su intercambio de genes y casi nada de esa identidad parecida a un caos. Por eso no existe una manera precisa de fermentar alimentos: en el camino de la fermentación, los pasos nunca siguen la misma huella. Se trata de un dominio fallido.
Al cocinero Javier Urondo, muy poco dado a los dogmas, el tema lo atrapa, a tal punto que en su restaurante –Urondo Bar– el kimchi es todo un éxito. Huevo o gallina, no se sabe qué empezó primero. Si fue el boca en boca o la proximidad geográfica pero parte de su público fiel pertenece a la comunidad coreana. “No hay dos kimchis iguales en Corea. La salsa es el secreto de cada familia. Y también depende del clima y de la región del país. Por eso me gusta cuando los coreanos que vienen aquí se sorprenden al no identificar cierto sabor”, dice Urondo mientras apura un yogurt hecho a base de chile.
Otro que sigue este rumbo es Máximo Cabrera, alma mater de Kensho. En su cocina, vegana, orgánica (y súper sabrosa), apuesta a los germinados y a los cultivos probióticos que pueden hacerse en casa. Sus pickles no llevan vinagre, la acidez la aportan los lactobacilos que actúan durante la fermentación, garantizando digestibilidad y un alto nivel de vitaminas. “El costo que pagamos por consumir alimentos industrializados, sobrados de conservantes y antibióticos y faltos de nutrientes debido a la pasteurización, es altísimo”, sentencia este chef dedicado a preparar maravillas nutritivas y duraderas.
No es el único cocinero argentino que levanta la bandera de los probióticos para plantear un cambio de paradigma a favor del regreso a la comida “real” desde una persectiva moderna. Antonio Soriano (restaurante Astor) desarrolla una línea de vinagres caseros. Lo propio hace Mariana Muller (Cassis, en Bariloche) desde hace años con sus sofisticados dressings a base de cassis, frambuesa, corinto.
En Buenos Aires proliferan los panes elaborados con masa madre –en esto, los franceses Bruno Gillot y Olivier Hanocq, desde su panadería L’epi fueron precursores–; las cervezas de corte artesanal –algunas, muy logradas– y las conservas de vegetales.
Hay muchos tipos de fermentos naturales y todos avanzan junto con sus argumentos. Además de la intensidad de sabor que logran, está su capacidad de refuerzo del sistema inmunológico: no está mal recordar que combatimos el 99 por ciento de nuestros microbios, cuando sólo el uno por ciento amenaza nuestra salud.
Y está la perspectiva social: lo que empezó siendo un método para conservar comida se convirtió en una técnica para potenciarla y también para reconstruir nuestras estructuras alimentarias básicas, al permitirnos comer productos locales todo el año.
El fuego frío de la fermentación transforma materias primas crudas a través de microrganismos que se generan en un ecosistema determinado, donde bulle una manera de independencia culinaria. Y apunta a un tipo de rescate cultural.
Hacer kimchi, una masa madre a partir de yogur, quesos a base de fermento de tamarindo, o pan con la espuma sobrante de un chucrut es una rutina-juego de metamorfosis que combina experiencia, conocimiento e intuición. Y Urondo y Cabrera saben jugarlo muy bien.
No están solos. Parece que la hora de los alimentos vivos llegó a esta ciudad.
Donde ir a probarlo:
Beauchef 1204, CABA. Tel.: 4922-9671. www.urondobar.com.ar
Sólo con reservas al Tel.: 56618130 o a través de www.kenshococina.com.
Av. Carabobo 1549, CABA. Tel.: 4631-8852.Lunes a domingos de 12 a 15. Lunes a sábados de 18 a 21. Reservas. Sólo efectivo.
Para saber más:
Pura fermentación. Sandor Ellix Katz
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