“Sazonamiento más o menos líquido, caliente o frío, que sirve para acompañar un manjar”. Así define el Larousse Gastronómico qué es una salsa, añadiendo que su función es aportarle un sabor armónico.
La importancia que la emblemática obra otorga a las salsas se refleja en las casi doce páginas que las dedica, mencionando hasta 108 diferentes, entre saladas –la gran mayoría- y dulces.
El término salsa procede del latín, salsus, que significa salado. De hecho, los romanos ya las utilizaban, quizá en buena medida para enmascarar alimentos que no estaban en su mejor momento por falta de una adecuada conservación. Los garum y liquamen llegaron a ser muy populares, elaborándose incluso en factorías ad hoc. Pero las salsas también servían como vehículo para emplear costosas especias, símbolo de poderío en la época.
Así se continuó hasta bien entrada la Edad Media, un periodo en el que las salsas eran picantes, agridulces y extremadamente especiadas y quedaban relegadas a las mesas de los nobles. Pero fueron los franceses los que desarrollaron las que hoy se conocen en Occidente.
La revolución salsera llegó con elaboraciones más refinadas como la bechamel o la mayonesa. Un francés, el chef Antoine Carême, las sistematizó a finales del siglo XVIII y principios del XIX, estableciendo una clasificación entre salsas frías y calientes, subdividiéndolas a su vez en las llamadas oscuras y blancas. De esta manera englobaba grandes salsas madre, punto de partida de otras muchas inspiradas en ellas.
En virtud de esta clasificación Carême hablaba de la salsa española, la demi-glace o semi glasa, y de tomate (oscuras) y la bechamel, la velouté (blancas) y las de mantequilla (beaurre blanc). Todas ellas elaboraciones calientes, el grupo más numeroso. En cuanto a las frías, muchas se basan en las vinagretas y mayonesas, dando lugar a múltiples versiones.
Entre el XIX y el XX fue su colega, el también francés August Escoffier –el cocinero más influyente de la historia, según Ferrán Adriá- el que termina de conformar este corpus culinario. Fue quien las aligera, las actualiza, dando lugar a un recetario clásico que aún sigue vigente.
La nouvelle cuisine, ya en 1970, ahondó en ese gusto por desposeer a las salsas de harinas y almidones para hacerlas lo más ligeras posible, dejándolas reducir para que espesaran de forma natural. Por otro lado, aparecieron distintas influencias de otras cocinas del mundo, aportando toques de exotismo y fusión en ingredientes, sabores y conceptos.
Durante unos años las salsas parecen haber estado relegadas de la alta cocina. Influidos por tendencias culinarias que abogaban por los jugos, las infusiones, néctares ligerísimos, se evitaban las grasas, las harinas y todo lo que pudiera disfrazar los platos, perdiendo la esencia del producto. Asimismo, la gastronomía se ha centrado durante mucho tiempo en las novedades, en las técnicas. Obviando en parte ese clasicismo culinario quizás algo denostado y epatado por la vanguardia.
Hoy la cocina –o una parte de la ella- mira hacia atrás sin complejos para revisionar la tradición, el recetario clásico, adaptado y traído a la actualidad. Esa tradición culinaria francesa de las salsas está menos estructurada que antaño. Se superponen estilos e influencias, y coexisten una enorme variedad de salsas saladas y dulces. Ha habido una evidente evolución, desde luego. La bearnesa que hacía en los 80 del pasado
siglo Pierre Gaignaire no tiene nada que ver con la que prepara Juanlu Fernández en Lu Cocina y Alma (Jerez de la Frontera, Cádiz).
Las salsas son un recurso más de la creatividad, en ocasiones hasta el punto de transformar completamente un plato. Sólo hay que acercarse por el restaurante de este cocinero gaditano para percatarse de cómo ha conseguido innovar en elaboraciones que nadie se había atrevido a realizar, llevándolas a su terreno.
“Soy un enamorado de las salsas –nos cuenta- y cuando empiezo a cocinar e investigar veo que es un mundo que se ha tocado poco. Yo me lanzo a trastocar esa receta clásica donde cambio mantequillas por manteca colorá, los vinos franceses por los generosos y hago holandesas [yema de huevo, mantequilla y limón] con otro tipo de grasas y gusto”.
A partir de la holandesa, una conocida salsa madre, surge la chorón (con salsa de tomate), a bearnesa (con estragón), la foyot (con jugo de carne)… mil derivadas. Y hay un mundo infinito para reinventar todas esas recetas, ¿por qué se han quedado ahí? Juanlu opina que el camino es refinarlas. Huir de las harinas y las roux (harina con mantequilla, base de la bechamel que se prepara con leche, o la velouté, con caldo).
“En Lu refinamos todo. No utilizamos harinas o espesantes que no tengan que ver con el plato. Si voy a hacer una salsa verde –una velouté con caldo de pescado y perejil picado-, elimino la harina y con el colágeno de los pescados doy la textura y el brillo que necesito, y con un resultado mucho mejor que sí uso harina. O si pretendo hacer una foyot y no quiero emplear huevo lo que hago es reducir un demi-glace para que me soporte la grasa de la salsa. Al final la ecuación siempre es la misma: proteína, grasa, acidez y sabor; todas las salsas responde a este parámetro”, explica.
Son indispensables, a pesar de que por un tiempo las salsas estuvieron desplazadas por determinadas tendencias, entre ellas las del finger food y los snacks. Para el jerezano “hay productos y cocinas donde no entiendo el plato sin la salsa, y otros donde el producto no necesita nada más. Soy un amante absoluto de las sopas y salsas frías. El gazpachuelo malagueño es un claro ejemplo de una salsa derivada sin catalogar, porque es una mayonesa con caldo de pescado”.
El éxito pasa por el equilibrio y el dominio de la técnica, no siempre sencilla. El chef Romain Fornell, francés radicado desde hace muchos años en la Ciudad Condal, ha publicado recientemente un libro sobre el tema. ¡Salsa! (Planeta Gastro) es un compendio de elaboraciones pero vistas de una forma muy personal. Propietario y jefe de cocina de Caelis (hotel Ohla, Barcelona) desde hace 20 años, tiene 15 restaurantes más en la ciudad y otro en París.
En la obra ha recopilado las salsas que más le gustan, tanto francesas como españolas. “Al final todas las salsas son lo mismo, apunta, una concentración de sabores; una carne, un pescado o una verdura mojado con un caldo en que se van desprendiendo los sabores”, explica.
Desde su punto de vista el mundo de las salsas ha evolucionado. Y si antes muchas, sobre todo las de carne, se elaboraban a partir de una común como la española, ahora se parte de los jugos del producto en sí mismo, huesos, cartílagos, elementos que den consistencia a la salsa partiendo del mismo ingrediente. “Se ha ido afinando con los años. No sólo la reducción del colágeno y la proteína, que espesa la salsa, sino también eliminando la harina, la maicena, porque la idea es la concentración de sabores”.
Romain parte de la idea de que una salsa no es un complemento, sino un plato en sí mismo y que es una técnica que supone entender cómo se comportan los elementos que la componen. Por ejemplo, la beurre blanc, una salsa que está de moda. “Se necesita saber cómo al emulsionar la mantequilla se produce un equilibrio muy inestable. Y la textura puede pasar de ser grasienta y desagradable a algo muy elegante. Se necesita sensibilidad y práctica”, apunta. Juanlu Fernández considera que el hecho de que ahora se vea más en distintos platos es debido a las múltiples variaciones que puedes hacer con ella, cambios muy sencillos, “sustituyendo el caldo de pescado por uno de ternera, de pollo, y la mantequilla por manteca colorá o aceite de oliva”.
No es la única en las que triunfa la mantequilla. Primas hermanas de ésta son habituales en las cocinas contemporáneas como la holandesa (lleva limón), la bearnesa (con vinagre y estragón) o la conocida como mantequilla avellana (beurre noisette) o salsa oscura de mantequilla (de ella deriva la llamada salsa a la mantequilla negra, con limón, alcaparras y perejil).
Otra salsa que está en el candelero culinario es la café de París que, lejos de lo que puede pensarse, no es francesa en absoluto. Proviene de Ginebra, en Suiza, y se atribuye a un restaurante que se hizo célebre por su receta de entrecot con salsa café de París tras la II Guerra Mundial. Es una preparación muy especiada, que lleva muchos ingredientes, hierbas, salsa inglesa, anchoas, cognac, vino, cayena y por descontado mantequilla. “Es muy potente, se ama o se odia. Me gusta, pero enmascara mucho el producto. Hay que utilizarla de forma muy medida, un punto en un steak tartar, por ejemplo”, opina el artífice de Lu”.
Del mismo modo que alguna de estas elaboraciones encandilan a los cocineros, otras parecen haber pasado al ostracismo. Como la bechamel, que “cada vez se usa menos porque hay otras técnicas que permiten no tener que emplear harina, con reducciones o utilizando ciertas algas espesantes”, aclara Romain Fornell.
Los franceses son los artífices de la mayoría de las grandes salsas que existen en el mundo. Al menos desde su perspectiva más clásica. ¿Qué está ocurriendo en la actualidad, cómo se tratan, se han sometido a la creatividad de los chefs? Juanlu Fernández viaja a menudo al país vecino y en su opinión se abordan desde la ortodoxia total. “No conozco a cocineros que hagan lo que yo, somos los únicos que hemos trasteado con las salsas hasta el fondo”.
Fornell, que para más inri es francés y tiene un restaurante en París, cree que “la cocina española es mucho mejor que la francesa. Lo es porque hay una generación nueva de cocineros, un gusto y una relación calidad-precio mucho mejor que la francesa”. Más claro, agua.
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