La dieta prehistórica, lejos de basarse exclusivamente en la caza de grandes animales, revela una realidad mucho más compleja y variada de nuestra alimentación ancestral.
¿Cuántas veces has visto el tipo dibujo con una tribu de trogloditas enajenados, cejijuntos, a menudo musculados cual Conan y que curiosamente llevan sus genitales perfectamente tapados —sin un pelillo impúdico—, acosando a un mamut lanudo de dimensiones colosales y colmillos largos como el tobogán de un acuapark suicida? Ese dibujo inevitable en cualquier libro escolar, vaya. ¿Pues sabes qué? Es un poco mentirijilla. Es como la historia de España que nos contaban en las escuelas de crucifijo y ética optativa a los que ya pintamos canas: épica en exceso, escasamente científica.
De la misma forma que la neurología está desmontando lugares comunes sobre el gusto, el sabor y, en general, sobre la percepción cerebral de la comida (basta leer Gastrofísica, de Charles Spence), la arqueología y la paleontología están haciendo lo propio con los orígenes de nuestra alimentación. El progreso científico introdujo la alta tecnología a la restauración durante el siglo XX (del sifón a las deshidrataciones). Ahora, en el siglo XXI, la ciencia está poniendo patas arriba la gastronomía, la reflexión que confiere un significado tanto al puchero como al roner.
Véase Richard Wrangham, autor del monumental En llamas. Cómo la cocina nos hizo humanos, un libro revolucionario que asocia el nacimiento de la cocina en la prehistoria con las transformaciones fisiológicas que nos permitieron destinar más riego sanguíneo a pensar y menos a digerir. La cocina, según la tesis de Wrangham, facilitó la nutrición —masticamos una hora al día, en lugar de las ocho que dedican los mamíferos crudívoros— y prolongó la conservación de los alimentos, propiciando el sedentarismo. En consecuencia, permitió controlar nuestro peso corporal, descansar mejor, aprovechar el entorno, disfrutar de la gente y la conversación aunque fuera a gruñidos y, en general, liberar tiempo de angustia y supervivencia para, simplemente, rezongar. O para pensar.
La cocina nos erigió, en definitiva, como la especie dominante de la Tierra. Porque, según Wrangham, amplió nuestro cerebro. Y porque, en último término, nos asentó como comunidad. “A mi juicio, el momento transformativo que dio origen al género Homo surgió del control del fuego y del advenimiento de los alimentos cocinados. Transformó nuestro cuerpo, nuestro cerebro, muestreo empleo del tiempo y nuestra vida social”. Ese es el resumen de su tesis. Ese es el sustrato de las actuales investigaciones gastro-paleontológicas.
La reflexión culinaria se antoja hoy más imprescindible que nunca, no ya como estupendo entretenimiento, como placer añadido al de la masticación y el brindis, sino precisamente con el antedicho enfoque colectivo, humano, evolutivo: como una urgencia por recuperar la verdadera esencia de nuestra alimentación, toda vez que el alimento ha adquirido tantas formas comerciales y sociales, y tan paradójicas, que nos desconectan progresivamente con la naturaleza y con el propósito social, con la función verdadera de una mesa. ¿De dónde viene lo que comemos? ¿Cómo se produce? ¿Y a qué coste? ¿Por qué conviven el hambre y el desperdicio, la chuchería y lo biológico, las dietas insanas y la militancia vegana? Y en último término, ¿para qué comemos?
A este último interrogante básico, que resume los anteriores, apuntan las conclusiones de Prehgastro, un congreso organizado por el grupo EvoAdapta de la Universidad de Cantabria, un grupo de I+D+i que utiliza un abrumador patrimonio como campo de investigación: 18 cuevas con más de 40.000 años de yacimientos prehistóricos. Prehgastro ya prepara su segunda edición, y sus trabajos nos sirven para reconstruir cómo era la dieta prehistórica, y ver qué pistas nos puede dar para mejorar la nuestra. Para empezar, que la carne no tiene por qué constituir la base de nuestra dieta. Tenemos que regresar al verdadero significado de ser omnívoros. Y, además, de estar conectados con la tierra y el mar.
El primer mito de los dibujos escolares es que, como especie, no siempre hemos sido omnívoros. Hasta hace 2,5 millones de años, nuestra dieta fue fundamentalmente vegetariana, sin proteína animal. Hasta que desarrollamos las herramientas líticas, no pudimos acceder “a carcasas de cadáveres de animales muertos, en un primer momento, cadáveres dejados por grandes depredadores, donde quedaban carnes, grasas y médula”. Nuestra historia carnívora empezó como carroñeros, explica Ana B. Marín-Arroyo, Profesora Titular de Prehistoria en la Universidad de Cantabria, responsable del grupo EvoAdapta.
De aquella no habíamos descubierto todavía el fuego, cuya utilidad “nos hizo humanos”. “La carne cocinada es más saludable, porque matas bacterias y hongos de la carne cruda. Como ser vivo, adquieres más nutrientes y más energía. Aquellas poblaciones, con la cocina, necesitaban menos alimento para vivir y podían dedicarse a otras funciones, como el desarrollo de la industria tecnológica. Su sistema digestivo, por contra, se hacía más pequeño”. ¿Cómo lo saben los científicos? Por el análisis de los restos: “En los yacimientos paleolíticos encontramos una especie de papilla de huesos, trozos. Pero podemos identificar qué hueso anatómico es cada uno y a qué animal corresponde. Trabajamos un mes de campo y once meses en el laboratorio. En los huesos quedan registradas multitud de marcas. Huellas de carnicería o huellas de cocinado”.
¿Y había muchos mamuts? Sí, pero no. Realmente, el clima es el motor determinante del tipo de fauna que hay en cada momento. El plato principal de la dieta cantábrica fue el ciervo y la cabra. Cazaban a las hembras crías en su momento más débil. En la zona más montañosa, más proporción de cabra. Al fondo del valle o la llanura, más ciervo”. Tiene su lógica. Cazar a la especie asequible, y entre sus ejemplares, a los fallecidos o a los más débiles. Acosar a un mamut requiere una organización y una tecnología para la que primero hay que superar muchos estados y adquirir una gran experiencia, amén de una colaboración extremadamente inteligente. Y, aun así, no deja de ser un episodio excepcional en una dieta diaria que siempre estaba encabezada por los vegetales.
De la que empezamos a cazar, también aprendimos a pescar. Se desconoce todavía en qué proporción, pero Alexandre Lefebvre, investigador Marie Skłodowska-Curie en EvoAdapta-UC, coincide igualmente en que “la imagen clásica de los cazadores continentales se está reconsiderando”, mientras que las evidencias del consumo de pescados y mariscos se remontan ya a los neandertales.
Durante el paleolítico superior (42.000-10.000 años) aparecen moluscos, algas, equinodermos, aves, peces y mamíferos acuáticos. Lapas y caracolillos. Mejillones, cangrejos, erizos de mar. Percebes. Bacalao común, jurel. Gaviotas y patos buceadores. El homo aprende a fabricar anzuelos y arpones con materiales óseos. El uso de redes surge a finales del paleolítico superior. El agua también aguza nuestro ingenio.
En la cueva de Fuente del Salín, situada en Val de San Vicente, se han encontrado y analizado restos primigenios de peces marinos cocinados al fuego. Sorprendentemente, los métodos de cocción son diversos: exposición directa al fuego, piedras calientes, hervir, ahumar. Con el fuego, de nuevo, se dispara la imaginación y se amplía la dieta: focas y cetáceos. En cada zona, también, su fauna marina: delfines en Nerja, restos de ballena rorcual en Santa Catalina. Ballenas: los mamuts del mar también aparecen en la mesa prehistórica. Pero igualmente, como cadáveres muchas veces, y de forma excepcional.
“Semillas, maderas y hongos son algunos de los elementos vegetales que formaban parte del día a día en la dieta prehistórica”. Esta frase de Leonor Peña-Chocarro, Arqueobotánica y Profesora de Investigación del CSIC, desmitifica más que ninguna nuestra épica de dominación faunística a través del alanceamiento de mamíferos colosales como rutina diaria de los trogloditas. Conseguimos domeñar la naturaleza gracias a que dominamos, mucho antes que a los pequeños animales, a su flora, adaptándola hasta que solo ella nos permitiera sobrevivir.
¿Qué vegetales preferían los cazadores recolectores? “Las plantas abundantes, predecibles, fáciles de recolectar, almacenables y con valor nutritivo. Cereales silvestres (trigo, cebada, avena). Avellanas, bellotas, piñones, moras, cornejo, manzanas / serbas, ortiga, bledos, tubérculos, helecho, carrizo, juncos, celidonia, espadaña, cola de caballo… Muchas especies que han desaparecido de la dieta humana”. En Ohalo II, un yacimiento de Israel de 23.000 años, “se han hallado 150.000 restos de plantas de 140 especies diferentes”.
¿Cómo las comían? “Los cereales los trituraban con un molino de mano, por los restos de almidón que hemos encontrado. Hacían masas amorfas de semillas”. O sea, gachas. Las leguminosas, gramíneas o mostaza, por ejemplo, las ponían a remojo, para eliminar taninos y alcaloides, pelaban las semillas, para eliminar las semillas, y luego las majaban. “De las plantas, usaban sobre todo plantas muy astringentes, muy amargas. Eran poblaciones habituadas a esos sabores amargos”.
Y hace 15.000 años, aparece el primer pan. Leonor Peña-Chocarro explica que “el descubrimiento de migas de pan en un yacimiento de Jordania ha abierto vías de estudio importantísimas. Son minúsculos fragmentos de dos o tres milímetros de longitud”. Aquellas hogazas milenarias mezclaban trigo, cebada, avena, e incluso con un tubérculo de la familia de las chufas, pero también panificable como harina.
Hacia el 11.600, surge la agricultura en Oriente próximo. Cuando llega a la Península Ibérica, aquellos campesinos prehistóricos “nos enseñan a cultivar olivos y vides”.
“Los seres humanos hemos sido cazadores recolectores durante al menos 350.000 generaciones. Como agricultores, solo 600. Como agricultores industrializados, solo tres o cuatro generaciones. Esto revela la importancia de las plantas y lo poco que sabemos de ellas. Porque, además, una dieta exclusiva de carne acaba intoxicando por nitrógeno. Es necesario compensar con plantas, incluso en dietas como la de los esquimales. En esta fase de la prehistoria, un 60% serían vegetales en la dieta, y un 40% carne”, concluye Leonor Peña-Chocarro.
Qué pocos vegetales reales comemos hoy en día. ¿Son vegetales los que compramos embolsados en el hipermercado, las lechugas de plástico, las ensaladas ya troceadas? ¿Cuánto ha descendido el consumo de legumbres? ¿Cuánto cereal lleva un pan de oferta? ¿Cuánta leche lleva un brick de leche desnatada? ¿Qué es la margarina? ¿Se puede considerar huevo algo salido de un animal hacinado que jamás en su vida ha visto el cielo?
Los investigadores estudian también la importancia de los lácteos, de los hongos, del análisis de las dentaduras y los hábitos de cocina que están revelando. Aplican nuevos métodos, que desmontan teorías, que fascinan por cuanto revelan de nuestra identidad y de nuestra relación con el alimento. Para empezar, recordándonos que más que cazadores recolectores, fuimos recolectores cazadores. Un cambio de orden que trastoca muchos debates. Precisamente lo que necesitamos: replantearnos discusiones, hablar, y en ese intercambio, aprovechar la mesa para lo que de verdad la inventamos: acercarnos juntos a un fuego.
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