El 10 de marzo de 2016 parecía un jueves como cualquier otro, hasta que me abofeteó una mala noticia: Ha muerto Fernando del Diego.
Quizás muchos de los que se han detenido en este post no tuvieron la suerte de conocerlo, puede también que no llegaran a percibir la figura de este maestro coctelero –incluso si se han acodado alguna vez en la barra de Del Diego–, porque, como buen bartender, Fernando tenía la virtud de la discreción: era capaz de hacerse invisible, o bien resultar cercano, según requiriera la situación.
El sabio alquimista espirituoso que anteayer se nos fue tenía muchos otros méritos. Era, desde luego, un gran conocedor del recetario clásico de la coctelería, que sabía interpretar con tanto rigor como sensibilidad. Fernando del Diego era, también, un profesional bien formado, con una trayectoria sin parangón: fue discípulo del mismísimo Perico Chicote, y trabajó durante 32 años en mítico Museo Chicote antes de lanzarse a su propia aventura, el cocktail-bar Del Diego, inaugurado en 1992 (en la calle Reina de Madrid, en la misma manzana donde aún funciona el famoso Chicote).
Si no hago mal las cuentas, Fernando pasó 56 años de su vida tras la barra del bar. Y puede decirse que fue tan tenaz como audaz, porque en los primeros '90, cuando de abrió su propio negocio, la coctelería no tenía el reclamo trendy que hoy impulsa a tantos chavales a coger el shaker: era más bien un arte olvidado, que sólo atraía a unos cuantos chalados (entre los que me cuento).
Hete aquí, justamente, la importancia del papel de Fernando del Diego en esta historia: fue el único bartender de Madrid que consiguió mantener vivo el interés por la coctelería, en los años más difíciles: cuando aquello no le importaba a (casi) nadie.
No quiero cerrar esta despedida sin una pincelada personal: conocí a Fernando en el año 1989, cuando aún trabajaba en la barra del Museo Chicote. Llevaba yo apenas unas semanas en Madrid y no era más que eso: un recién llegado, demasiado joven, pobre y cargado de curiosidad e ilusiones. No tenía, desde luego, el perfil (ni la cartera) de los clientes del Chicote, pero el museo me gustó tanto que Fernando y los viejos camareros me adoptaron como una suerte de exótica mascota. Cuando el bartender abrió Del Diego, le seguí y fui uno de sus clientes habituales durante cierto tiempo. En los últimos años, vaya a saber por qué, le visité mucho menos. Pero Fernando jamás me lo reprochó. Aunque no me hubiera visto el pelo en tres años, siempre me extendía la mano, se interesaba por la suerte de mi familia (recordado cada nombre, aunque no les conociera) y me servía un dry martini impecable.
Por eso, ahora mismo me estoy enjugando las lágrimas. Lágrimas de dry martini.
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