“Cada vez que oigo a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia”, bromeaba Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan. Algo parecido debieron pensar, en 1830, los asistentes a la representación de la ópera Masaniello, o La muda de Portici en la Monnaie, en Bruselas: al finalizar la obra, el público asaltó el Palacio de Justicia al grito de ¡vive la liberté!
Estos hechos desembocaron primero en la Revolución de Septiembre y, finalmente, en la independencia belga en 1831. Fue en este contexto histórico en el que, según cuenta la leyenda, una serie de casualidades llevaron a la creación de algo realmente inesperado: las endibias. Jan Lammers, un granjero de Schaerbeek, se vio obligado por el clima bélico a guardar unas raíces de achicoria en su bodega. Algunos dicen que para proteger su cosecha durante el conflicto. Otros, que el motivo fue que tuvo que marchar para servir en la guerra.
En cualquier caso, cuando Lammers bajó a recogerlas los meses que las raíces pasaron en la oscuridad y la humedad de la bodega habían producido algo completamente inesperado. De ellas habían brotado unas hojas blancas, crujientes y de un sabor sutilmente amargo, completamente distintas a cualquier otra verdura conocida hasta entonces. Jan para su sorpresa, acababa de hacer historia al unir el nacimiento de una nación con el de uno de sus productos más emblemáticos.
Sea cual sea la verdadera historia, la creación de las endibias belga no sólo marcó el inicio de su travesía culinaria sino que también revolucionó la agricultura local. Para mejorar la calidad del producto, se desarrolló el proceso de «forzado». La achicoria, tras ser cosechada, es sometida a condiciones específicas. Como oscuridad, temperatura y humedad controladas, durante un período determinado de tiempo. Este tratamiento inhibe la fotosíntesis y promueve el alargamiento de los tallos y la formación de hojas más tiernas y de un color más claro. Este proceso meticuloso, casi ceremonial, subraya la dedicación a la calidad y a la tradición, pilares de la agricultura belga. El descubrimiento de este método, innovador y radical para su época, demostró el ingenio y la resiliencia de los agricultores belgas. Quienes rápidamente adoptaron y perfeccionaron la técnica, asegurando así un lugar en el mercado para este nuevo y exquisito vegetal.
La endibia blanca, desde entonces, no sólo ha sido un alimento sino también un símbolo de la rica tradición culinaria belga. Su descubrimiento accidental es una anécdota recordada en la historia agrícola del país. A día de hoy se celebra, no sólo por su peculiar proceso de cultivo, sino también por su contribución a la diversidad gastronómica mundial. A partir de este comienzo, a la vez curioso y casual, esta hortaliza ha progresado desde las modestas bodegas de un agricultor visionario hasta los platos de la alta cocina internacional. Su importancia en la cultura belga sobrepasa los límites estrictamente culinarios.
Como no podía ser de otra manera, tratándose de Bélgica, la endibia ha encontrado su pequeño hueco en la cerveza. Una cervecera ha adoptado el nombre común de la endibia de Bruselas, Witloof, que significa “hoja blanca” en flamenco. Mientras que otra, Hof ten Dormaal, usa raíces de achicoria para resaltar el amargor de su cerveza Witgoud, “oro blanco”. Llegó a existir incluso un museo dedicado a este vegetal en Kampenhout. Un festival de la endibia en Haren hasta 2020 y una competición anual de Miss Witloof hasta 1977.
Sin embargo, su importancia en la agricultura belga en épocas más recientes está en claro retroceso. Mientras que hace 50 años la producción de Witloof representaba un cuarto de la totalidad de verduras en Bélgica, en los últimos diez esa proporción se ha reducido hasta un escaso 2%. Pese a ello, para los belgas las endibias no son simplemente verduras; son emblemas de identidad y celebración que han trascendido fronteras, encontrando un lugar en las mesas de todo el mundo. Su singularidad ha inspirado a chefs internacionales a integrarla en platos que hablan el lenguaje universal de la gastronomía, demostrando que la cocina no conoce de límites geográficos.
Una parte importante del mérito en el ascenso de este ingrediente, hasta llegar a la alta cocina, hay que atribuirlo a su asombrosa versatilidad. Crudas, mantienen una textura crujiente y un matiz amargo que complementa perfectamente los sabores dulces de, por ejemplo, una ensalada. Cuando se cocinan, se transforman completamente, ya sea estofadas, asadas a la parrilla o gratinadas.
Entre las joyas de la cocina belga se encuentran las ‘chicons au gratin’. Que son endibias envueltas en lonchas de jamón, cubiertas con salsa bechamel y espolvoreadas con queso rallado. El plato se hornea hasta que la superficie se dora y el queso se funde, creando una capa crujiente en la superficie. Este gratinado combina la dulzura de las endibias cocidas con el sabor salado del jamón y la cremosidad de la bechamel, resultando en un equilibrado contraste de sabores y texturas. O las ‘chicons à la brabançonne’, típicas de la región de Brabante. Las endibias se cocinan en mantequilla, a menudo acompañadas de otros ingredientes como jamón, queso, salsa bechamel o caldo, y normalmente se sirven como acompañamiento para un plato principal.
Esta hortaliza destaca no solo por su sabor, sino también por su perfil nutricional beneficioso. Baja en calorías, es una fuente excelente de fibra, necesaria para la salud digestiva. Además aporta una variedad de vitaminas, incluyendo vitamina K, esencial para la coagulación de la sangre y la salud ósea, y ácido fólico, importante para la formación de células sanguíneas. Los minerales presentes, como el potasio, ayudan a regular la presión arterial, haciendo de las endibias un componente valioso en una alimentación equilibrada y saludable.
Pese a todo, el futuro está lleno de desafíos. Desde la necesidad de condiciones específicas para su cultivo hasta los cambios en la agricultura y las preferencias de los consumidores. Estos obstáculos reflejan la complejidad de mantener vivas las tradiciones en un mundo en constante cambio. Contra viento y marea, la pasión por las chicon y su lugar en el patrimonio culinario belga permanecen inquebrantables, un recordatorio de que incluso en la simplicidad de una verdura puede residir una riqueza inmensurable de historia y cultura.
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