El maíz de hace mil años que recuperó Elías Gudín

El 30% de la cosecha de maíz de Elías Gudín se la comen aves y alimañas. Los hurones, los tejones, las urracas o los jabalíes saquean con entusiasmo las semillas, que logran desenterrar cuando apenas han germinado, y también las mazorcas, que saben abrir con pericia para zamparse el grano. Les gusta mucho ese maíz genuino de Ranón (concejo de Valdés). Casi imposible de encontrar en el resto de Asturias que Elías, trabajador de una empresa de servicios y agricultor doméstico, mima como a una mascota desde que brota. Ha recuperado localizando variedades milenarias “llegando hasta sitios remotos para encontrarlas. He echado mucho tiempo buscando, y luego haciendo pruebas”. 

 

El maíz que gusta a los hurones

El denominado “maíz del país” agrupa cinco variedades: blanca, amarilla, roja, morada y negra. Con sabores y particularidades diferentes, que la homogeneización agropecuaria industrial ha olvidado. “Los animales salvajes no le meten el diente al maíz normal, al híbrido, el habitual en esta zona, que se dedica a fabricar pienso. Pero a este maíz sí le meten el diente, ya lo creo”, dice riendo, más orgulloso que resignado.

 

 

Elías asume el peaje de sus comensales silvestres como una condición natural. Sin enfadarse. Comprende que alguna memoria dormida en el tejón o la urraca despierta cuando avistan un cultivo desaparecido, un maíz que quizá ese bicho concreto nunca haya probado. Pero que está registrado en los tuétanos de su especie, y que, al zarandear su instinto, les empuja a esquilmar. Qué gusto ser ese tejón, ese cuervo que flipa al probar por un maíz nuevo, cuya memoria portaba silente dentro, almacenada en sus genes. Apetece experimentar un retroceso de la sangre de ese calibre, como el que zarandea al crítico gastronómico Anton Ego en Ratatouille al probar el guiso de hortalizas del fantabuloso cocinero Remy.

 

Granos llenos de antioxidantes

Memoria, de eso va esto: la memoria del cuervo y la del hurón, pero también la memoria de la planta que, una vez recuperada, despliega su propio saber oculto como si nunca se hubiera detenido su ciclo biológico, como si el agricultor del siglo XXI no la hubiera despreciado por su bajo rendimiento: “Estas variedades aguantan mucho mejor a las plagas, tienen una resistencia natural. Y además, el grano está lleno de antioxidantes, son mucho más sanas”, subraya Elías. También es un grano más duro, por lo que utiliza los dos molinos de agua que quedan en Pravia y Coaña. Solo recurre al molino eléctrico para la harina que necesita conservar más meses, y que luego tuesta en casa. 

 

 

Elías produce para autoconsumo, aunque desde hace poco, conforme se ha corrido el boca oreja, también envía muestras a cocineros que se van interesando por su insólito experimento (caso de Diego Fernández, cocinero del restaurante Regueiro, en Villapedre, concejo de Navia). Cultiva pequeñas parcelas de apenas una o dos hectáreas, tan cercanas entre ellas que es imposible impedir que las variedades se polinicen, dejándole mazorcas mulatas. Tampoco le importa demasiado. Lo relevante es el proceso. 

Si tratas bien al maíz viejo, “haciendo todo manual, sin sulfatos ni herbicidas, solo cuidándolo, como hacían nuestros antepasados”, no necesitas vanagloriarte con ninguna etiqueta administrativa que reconozca el resultado como un “producto ecológico”. No hace falta. Cada grano contiene naturaleza, un ciclo de sol, agua, tierra, persona y mesa que se reinicia con la siguiente estación. ¿En qué momento creamos cultivos que no merecen llamarse “ecológicos”? ¿Cómo hemos tolerado comerlos?

 

Una historia personal

La recuperación de Elías nace igualmente de un amor hacia su memoria personal, entendida en el sentido más amplio; es decir, en el sentido colectivo. Además de husmear fincas y de investigar en bibliotecas, este licenciado en Geografía e Historia ha escudriñado los archivos de su familia, las herencias, cartas y documentos de una genealogía campesina. Para ver cómo se alimentaron sus abuelas y tatarabuelos, y recuperar lo mejor de su sabiduría humilde. El maíz sustituyó al mijo y al panizo como alimento del pobre después de la invasión de América, y llegó a ocupar el 70% del campo occidental asturiano. Su historia es la de millones de seres humanos.

 

 

Hoy, junto a los aparejos de la granja, Elías amontona carpetas con legajos que se remontan hasta el siglo XVII y que revelan la importancia, no solo del maíz (que alimentaba a las personas y al ganado), sino de la escanda, del castaño, del centeno, de la berza… De lo poco que había para el puchero. De lo mucho que se faenaba. Listas de fanegas, pagos de tributos, trueques, cosechas, sequías, granizos y silos. Páginas que hablan del diezmo, del comercio, del hambre, de los banquetes con diez curas invitados, de pollos gordos y de vacas muertas. Los papeles familiares cuentan la historia de miles de estómagos apurados, que formaban parte de su paisaje porque sin él, no existían.

 

Recuperar el campo y recuperar al hombre

Hoy, como mucho, lo paseamos. ¿Cómo recuperar la comunión con el campo? Pues cultivando, pero también juntándonos.  Para cosechar con el vecino, para esfoyar las panoyas (deshojar las mazorcas), enrestrarlas (trenzarlas) y para secarlas en la panera, labores todas que las familias hacían juntas. 

En esta época individualista, algunos insumisos de la popularidad prefieren encontrar su identidad prolongando la identidad de quienes le precedieron. Por eso, cuando hablas con Elías de su maíz, inevitablemente acaba escurriendo la conversación hacia su familia, su pueblo, hacia Asturias. Saca el móvil y te enseña fotos de las muchas actividades que organizan cada, charlas, marchas. También, de otra memoria inmediata más lamentable: los incendios que este invierno arrasaron su valle. 

 

 

Pero nada baja el ánimo. Como no entiende la tierra sin celebración, nos prepara con su propia harina uno de los platos más ancestrales de esta zona: la rapa (o rapón, según el pueblo), una masa de harina de maíz con agua, montada sobre una hoja de berza, a la que en su casa añadían solamente cebolla y tocino blanco. Mete cada hoja con su emplasto en un horno de 1895, que encontraron tras una pared tapiada, y que recuperaron junto a un aljibe igual de veterano. Mientras Elías y su mujer cocinan la rapa, su madre cuenta anécdotas, sirve bebidas, atiende con una hospitalidad cálida. Y cuando sale la rapa del horno ya cocida, entiendes perfectamente la emoción del hurón, de la urraca, del cuervo, del jabalí y del tejón que esquilman. Qué cosa tan rica, por dios.

Quizá nunca sepamos para qué estamos aquí, pero, desde luego, todos sabemos gracias a quién estamos aquí: a la gente del cementerio. A Elías le gusta recuperar el maíz genuino, pero también mantener recetas, plantar castaños en lugar de eucaliptos, y organizar fiestas con sus vecinos para celebrar lo que antiguamente reunía a toda esa gente del cementerio: la vida, la muerte, la estación, los días. Porque entiende que el pasado también puede reunir a los vivos. Ojo: el pasado del vulgo, hilado con lo colectivo, no el pasado épico del héroe, el obispo, el prócer o el señorito. Un pasado de mantel, acaso de mandil, y no tanto de bandera. 

 

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