Habla a borbotones, como si la impulsara un mensaje urgente que está a punto de llegar tarde. Sus brazos largos, que siempre se mueven poniéndole coreografía a las palabras hoy toman forma de cuna para acurrucar a su hijita de 6 meses que se prende a la teta mientras charlamos. Su discurso corrosivo contrasta con esa cara de chica mansa, de madre joven. Soledad Barruti es una muñeca brava de 37 años, con un libro publicado en 2013 que se convirtió en best seller, otro libro recién salido del horno, un hijo adolescente, una beba dorada como el sol y una cabeza ocupada por datos, cifras, preguntas. La desvela qué comemos, por qué y cómo la comida afecta nuestra salud, nuestro medio ambiente, nuestra cultura.
Malcomidos –éxito editorial que ya lleva 12 ediciones publicadas por Planeta– la hizo viajar durante dos años por el interior del país para visitar agricultores, interpelar a científicos y generar interrogantes incómodos para la industria. Ahora, la periodista y escritora argentina que metió el dedo en la llaga del agro negocio, extendió su territorio de investigación en su nueva obra, Mala Leche. Una publicación que abarca 476 páginas de pesquisa en torno a nuestra comida, con Latinoamérica en el horizonte y el supermercado entendido como emboscada.
La estructura del nuevo libro surgió apenas publicar el anterior y tuvo que ver con una situación que vivía en mi propia casa: la evidencia de que los productos del supermercado entran en los hogares a través de los chicos, que funcionan como un anzuelo perfecto. Yo tengo un hijo de 16 años que cuando empecé el libro tenía 10 y se había vuelto como mi enemigo en casa. Todo tenía que tener marca, todo lo que le gustaba eran los ultra procesados. El otro disparador fue una pregunta que me hacían los lectores:Después de todo lo que investigaste y descubriste en los alimentos, vos, ¿qué comés?, cuenta Barruti.
Creo que no. Justamente la industria alimentaria basa su negocio en el desconocimiento de lo que estamos comiendo y los efectos que tiene sobre nuestra salud y sobre nuestro territorio. Hay crueldad, hay trabajo esclavo, hay agro tóxicos. Entregamos llave en mano el manejo de la comida a un sistema inescrupuloso que tiene como primer objetivo la venta y no la alimentación.
A Soledad se le frunce el ceño cuando habla de la perversión de los métodos extractivistas que derivan en un hacinamiento de pollos, vacas y chanchos. De la sojización del campo que devasta la tierra y ubica en zona de riesgo nuestra salud. De la depredación de nuestros recursos marinos e ictícolas, del sin sentido de una agricultura sin agricultores. La prueba flagrante de que así como detrás de un alimento hay una cultura, detrás de un producto hay sólo un negocio.
El más burdo ejemplo es la góndola del supermercado, donde te encontrás con miles y miles de productos que proponen diversidad desde su paquete pero son todos lo mismo. Están basados en ingredientes baratos y simples: harina, azúcar, aceite, revestidos de aditivos que los hacen parecer diferentes. Colores, aromas, sabores, texturas: son como trucos de magia que te hacen creer que el yogur de frutilla tiene frutilla y es distinto al de durazno, aunque ninguno tiene fruta. Se trata de un juego de seducción que hacen las marcas a través de la maquinaria de una mega industria que adentro tiene mil industrias. La de los aditivos, la de la publicidad y el marketing y la de la nutrición
La industria sabe, por ejemplo, que el azúcar genera adicción y que después de la adicción y de su sobreconsumo aparecen problemas graves, como diabetes tipo 2, hígado graso, cáncer, problemas cardíacos, problemas similares a los que provoca el cigarrillo, negocio que inspiró a la industria alimentaria a ocultar información, defenderse de las acusaciones y seguir expandiendo su territorio comercial
La industria del azúcar logró que a los ocho años un chico haya consumido ya la misma cantidad de azúcar que su abuelo a los 80. El azúcar es un problema. Son muchos, en realidad, uno de ellos es el del sobrepeso. Pero como la industria es experta en ofrecer soluciones a los mismos problemas que genera, en este caso ofrece sustitutos del azúcar. Porque pareciera que no podemos resignarnos a perder dulzor.
Los estudios que se han hecho acerca de los edulcorantes no tranquilizan: ni ayudan a bajar de peso ni parecen inocuos ante, por ejemplo, la microbiota. Los problemas más graves aparecen con los sintéticos, pero todo lo que se sobre consume es problemático. La stevia, sin ir más lejos, es utilizada por nuestros pueblos originarios en fitoterapia. La industria la toma en un hecho de “biopiratería”: hace de cuenta que la descubre y la patenta como propia. La mezcla con algún otro edulcorante o con azúcar (porque la stevia sola no tiene buen sabor) y la incorpora a todo. Pues bien, hay estudios que vinculan el sobreconsumo de stevia con disrupciones endócrinas. ¿Qué sería lo ideal? No buscar sustitutos sino bajar la pretensión de dulzor en la comida.
Muchos nutricionistas famosos que salen en defensa de la industria subrayan esta idea del placer y es un discurso para mí muy siniestro. Te dicen “A la gente le estás quitando el placer si le sacás estos productos”. Y no se trata de placer sino de excitación sensorial, mareo, confusión. Las empresas generan criaturas antojadas de los productos que les venden. Manipulan los sentidos, educan el paladar de las nuevas generaciones en la dirección de lo que pueden brindarles y sostienen una sola identidad alimentaria, la de las marcas.
Alrededor de la nutrición y de la ciencia que se construye en torno a nuestras recomendaciones nutricionales hay gente abrazada a la idea de que el mundo está sostenido por tortugas y una de las grandes tortugas es la leche. La leche es una conquista cultural y como tal, es parte de la cultura alimentaria de algunos pueblos, no de todos. Sin embargo, producto del reduccionismo de nuestra época, se la volvió sinónimo de calcio y como tal alimento obligado.
En muchos alimentos, si no el ser humano antes de las vacas no hubiera podido con su esqueleto. Ahora bien, las recomendaciones hacen de cuenta que eso no ocurre, que no hay calcio en la acelga, la espinaca, los frijoles. Un delirio. Es como si sólo quisiéramos extraer la vitamina C de las naranjas. O las proteínas de los huevos: ¡imagínense comiendo 15 huevos por día! Con la leche se hace lo mismo y hasta ahora sin buenos resultados: los países más lecheros son lo que más osteoporosis tienen. Los que no consumen leche, en cambio, están bastante mejor.
Como en el mundo son cada vez más personas y hay que llegar a todas, se empezó a distorsionar el sistema productivo. Ahora las vacas están hacinadas en un espacio mínimo, preñadas todo el tiempo, inyectadas con hormonas para regular sus ciclos. La industria piensa en los animales como en engranajes de una fábrica que da leche. Esos animales viven de una manera horrorosa, de allí no puede salir nada bueno.
Hay países que mantienen las producciones tradicionales y otros, como el nuestro, donde la industria está exaltada. Nuestras leches ya no son las mismas. Pero la gente no toma conciencia de que esa exaltación hormonal te llega. Que darle de comer harinas a una vaca no es lo mismo que darle de comer pasto. Y lo peor es que las personas no toman demasiada leche sino postrecitos azucarados, yogures. Hasta a los bebés se les da yogur –que además tienen un porcentaje de azúcar alto, más almidón y aditivos– cuando las guías de pediatría indican que el consumo de lácteos de vaca no es aconsejable antes del año.
En todo esto hay una alianza público privada, la leche aparece como un parche social. Puede faltar todo menos leche. Las últimas investigaciones hablan de limitar su consumo. Harvard habla de un máximo de dos porciones. Y de consumir otros alimentos baratos que también contienen calcio. Por otra parte, tengamos en cuenta que el 60% de la población es intolerante a la lactosa. Nuestra alimentación está regulada por un gran conflicto de intereses que te disfraza de ciencia cualquier cosa. Se sostiene gracias a recomendaciones basadas en negocios maravillosos.
Los ingredientes se leen de mayor a menor. Lo que tenés que chequear es que lo que creés que estás comprando es lo que realmente es. Eso lo delatan los ingredientes. Si querés una barra de cereal y el primer ingrediente es glucosa o azúcar estás llevando algo más parecido a un caramelo que a una barra de cereal. Luego, si tienen ingredientes que vos no reconoces o que vos no podés tener en tu alacena, como el jarabe de maíz de alta fructosa, los saborizantes, conservantes, etc., se trata de un producto ultra procesado. Y la Organización Panamericana de la Salud dice que es mejor no comerlos.
Apuntemos a un menú justo para toda la sociedad porque sino se puede caer en una dieta que esté destinada a una élite. Debemos pensar en términos de diversidad, accesibilidad, gusto, de regiones y territorios. O sea de culturas gastronómicas. Como consumidores debemos comprar más en el mercado y menos en el supermercado. Comer muchos alimentos variados, estacionales, plantas, volver a las recetas que se hacían en las casas. ¡Cocinar!
Debe haber regulaciones antes que educación alimentaria. Como dice Carlos Monteiro, la educación alimentaria es hasta reaccionaria. Las personas sabemos comer, sólo que estamos confundidas porque nos hemos rodeado de comestibles en vez de alimentos y la comida real se ha vuelto carísima y está un poco escondida. Pero con la legislación correcta para volver a encauzar el sistema podemos reparar el sistema que hoy está roto. Y es algo urgente. No olvidemos que en esta carrera del mercado los que primero pierden son los niños.
El desafío es darle información, cuidarla. Y no meter en casa comestibles. Pero sé que una cosa son las decisiones individuales y otra la alimentación en tanto hecho colectivo, social, donde hay acuerdos y donde lamentablemente un día va a salir a un mundo donde puede que los chicos sigan comiendo esta comida de alienígenas. Ojalá que no. Ojalá que cuando le llegue ese momento tengamos las leyes correctas. Que pase como pasó con el cigarrillo. Que deje de ser normal que un niño tome gaseosas como si fueran agua.
Viajé por América y llegué a la conclusión de que esa esperanza está en las personas, en los alimentos verdaderos, los mejores que ha producido la humanidad. Y en los saberes que son los que todavía sustentan nuestra alimentación. El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos dice “Si nosotros queremos explorar el espacio está bueno que contratemos científicos, astrónomos. Si queremos producir alimentos apelemos a nuestros campesinos que tienen saberes, tecnología, conocimiento, todo eso que la ciencia de ninguna manera puede sustituir”.
La fe y la esperanza están ahí. En la buena leche.
Artículo: Sólo Por Gusto
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