Cuando, el año pasado, Soledad Barruti se subió al escenario de Mesa San Pablo, Alex Atala la presentó como “la mujer más valiente del planeta”. El piropo podría sonar exagerado para quien no conoce el trabajo audaz de esta periodista y escritora argentina, dedicada a investigar la problemática del sistema alimentario a través de un recorrido por todo el país que la llevó a incursionar en terrenos pantanosos (literal y metafóricamente). A visitar pequeños y grandes productores. A interpelar a científicos y a empresarios. A veces, a hundir su cabeza en la mismísima boca del lobo para descubrir los hilos que cosen la trama de la industria de la alimentación en la Argentina. Su libro Malcomidos da cuenta de cómo –gracias a este modelo productivo que degrada nuestra tierra, favorece la dependencia, devasta nuestra cultura y afecta nuestra salud– los productos se hicieron lejanos; su origen, indescifrable, mientras sus nutrientes y cualidades organolépticas se empobrecieron.
Curiosamente, el avance de este modelo coincide con un boom gastronómico mundial que, en el caso de Argentina, aparece inmerso en una realidad esquizoide. ¿Cómo se entiende un país donde conviven el sibaritismo y la falta de acceso a la comida; los restaurantes de lujo y las personas que viven de los desperdicios; la obsesión por la delgadez y la nutrición deficiente; la proliferación de escuelas de cocina y el desconocimiento de nuestros productos; la omnipresencia de los supermercados y la escasez de mercados?
En tiempos donde comer se ha vuelto caro y riesgoso, para Soledad Barruti como para tantos otros que comparten su mirada crítica, resulta imprescindible un cambio de rumbo. Un volantazo lanzado a recuperar la soberanía alimentaria que no puede depender de una maniobra individual.
Argentina, una isla en Latinoamérica
Las pistas que abre Malcomidos se deslizan por todo el territorio latinoamericano, dibujado con un trazo que refleja similitudes en sus dificultades, complejidades y esperanzas.
“La gran diferencia entre países como Colombia, México o Brasil y Argentina, es la presencia fuerte de campesinado. Allí encontrás líderes campesinos pensando nuevos sistemas alimentarios, no simplemente sobreviviendo. En Argentina, en cambio, estas iniciativas fueron violentamente desarmadas por la Dictadura militar. Lo cierto es que la figura del productor está desdibujada. Hay un eslabón perdido en esa cadena. Eso y nuestra identidad errática nos diferencian de Latinoamérica. En ese sentido, el rol de los cocineros abarca darle visibilidad a los agricultores: las personas que nos pueden dar de comer alimentos sanos, esos que también ellas consumían y que se perdieron o encarecieron, como la carne pastoril, ahora glamorosa y cara, pero que era un derecho garantizado hace años. Creo que a los chef, que se transformaron en grandes comunicadores, les toca participar de esta tarea de recuperación, casi un trabajo antropológico.”
Lo que Barruti describe como la pérdida de protagonismo del productor no vino sola. La acompañó la ausencia de mercados y su contracara: los supermercados con su discurso de “comida segura” que se multiplicaron como los panes.
Ante este panorama, Soledad hace foco en la cocina como acto de resistencia. “Cocinar es el medio que nos queda para conocer a los alimentos, es un encuentro cercano con los ingredientes. Recuperar ese espacio es bueno para clarificar qué queremos reclamar. Para tomar un rol activo. Por eso los cocineros tomaron tanto protagonismo. Como custodios de un bien alrededor del cual nos construimos como hombres y mujeres, desarrollamos el lenguaje, adquirimos cultura. No hay forma de que la industria emule lo que cocinamos en casa. Y cuando intenta hacerlo, el costo para nuestra salud es enorme.”
De cabo a rabo
En verdad, si supiéramos de dónde viene y cómo fue producido gran parte de lo que comemos, elegiríamos no comerlo. Pero el origen, recorrido y destino de los productos suele plantear un enigma.
“El campo argentino se dio cuenta de que quedó escindido de la producción de alimentos, a tal punto que la gente no relaciona que lo que come proviene de allí. Entonces, las empresas intentan comunicar esa trazabilidad, pero, como todo está configurado en grandes polos productivos sin identidad, no hay forma. ¿Cómo identificar a un huevo que antes estuvo hacinado en un depósito con otros dos millones de huevos que vienen de 50 granjas avícolas distintas?”
Tal vez la carne de vaca –emblema patrio– pueda ser punta de lanza para afinar el concepto de trazabilidad, porque todavía el recorrido que realiza el animal desde el campo hasta el matadero es bastante comprobable.
Soberanía alimentaria
En el camino del rescate de productos regionales, pueden correrse riesgos si no se contempla su desarrollo dentro de su contexto cultural. No es evangelizando, al estilo de los conquistadores, que se logran cambios profundos, sino escuchando el lenguaje de los productores, desde adentro y desprejuiciados de oreja.
“En Bolivia, una charla con mujeres de comunidades indígenas me dio la pauta de cómo un buen intento de revalorización de una materia prima puede llegar a un resultado poco feliz. Primero les dijeron que la quinoa era un superalimento, pero resulta que ellas lo consumían desde siempre. Después, les aclararon que era un alimento indígena (y por lo tanto, menor). Y ahora, está de moda, pero ellas ya no la pueden comer porque es cara. Lo peor es que tampoco pueden dársela a sus hijos.
En Argentina puede pasar lo propio con ciertos animales, como la llama. Con algunos recursos de caza y pesca. Y con todos los ingredientes que aparezcan como alternativas de ciertas comunidades a la dieta industrializada. Si la revalorización de estos productos no se hace con responsabilidad, terminan convirtiéndose en objeto de mercado y desaparecen para las personas que lo consumían tradicionalmente.”
Semilla de maldad
En Mesa Redonda, Soledad y sus compañeros de equipo interdisciplinario abordaron la temática de la cocina como herramienta social, la importancia de recuperar tradiciones y rituales, del rol del cocinero dentro y fuera de su restaurante, la creatividad gastronómica y la defensa de la biodiversidad y la oposición al modelo transgénico. Este último punto se jugó fuerte entre algunos disertantes, como el brasileño David Hertz o el biólogo mexicano Jorge Larson, un propulsor de los modelos tradicionales de producción. “Antes de los avances de la biotecnología, los seres vivos no se patentaban”, sentencia Larson, quien destaca la fuerte oposición –por el momento por vía judicial– del maíz transgénico en México.
A pesar de los alertas sobre la pérdida de especies vegetales, de tradiciones y de salud en la región, el agro negocio pretende que ignoremos que los daños colaterales que generan sus métodos de producción –paquete tecnológico incluido– son en realidad daños estructurales. Pretende que los agroquímicos son “fitosanitarios”. Que las enfermedades que ocasionan son “extemporáneas” y que las consecuencias derivadas de los transgénicos, son meras hipótesis.
Barruti se pone firme cuando sentencia: “En tren de suponer, imaginemos que México se abre al cultivo de maíz transgénico. Supongamos que funcione. Y después supongamos que aparezca una plaga que los liquide. Habríamos perdido entonces el eslabón de salida que costó diez mil años a la humanidad trazar. Ese es el pacto suicida que estamos haciendo en Latinoamérica. Entregarnos a un concepto de “ciencia” elaborado según las necesidades del mercado.
No hay soluciones mágicas a este problema. La agroecología es uno de los planteos importantes pero no basta: se necesita además una distribución equitativa del territorio y de los bienes comunes como lo que son: patrimonio de todos.”
Habrá que impulsar entonces formas de producción y de consumo de alimentos sustentables, saludables, conscientes y justos, para que ni la soberanía alimentaria sea una quimera ni la buena alimentación, privilegio de unos pocos.
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