¿Quien era Juli Soler? Para quienes no le conocieron fue el socio del Adrià, la mitad de elBulli, el cerebro, según dicen. Para los que le conocimos, fue una persona especial, indefinible e inolvidable. Un ser singular, surreal, tal vez.
Primero fue el mentor de Adrià, quien por primera vez se fijó en el talento de aquel chaval de pelo rizado que apareció casi por casualidad por la cocina de cala Montjoi con la cabeza llena de pájaros. Después fue su amigo, su socio, su confidente, su mitad… El jing del jang. O tal vez era al revés. La letra de la canción que revolucionó cocina, los restaurantes. Rock and Roll como diría Xavier Agulló.
Los ojillos grisáceos de Juli, esos que eran capaces de ver lo que nadie veía, se cerraron esta madrugada, después de soportar durante muchos meses una enfermedad degenerativa que le apartó de la vida pública y profesional hace más de dos años.
Sin Soler, elBulli no hubiera existido. Y sin él nada de lo que ha venido después. La hostelería le debe mucho.
Él era quien daba alas a Ferran, quien se creía los sueños que Adrià soñaba y se empeñaba hacer volar los pájaros de su cabeza. El logró, desde ese discreto segundo plano que tan bien manejaba, que la sala fuera los ojos y las manos de la cocina. Que los camareros transmitieran el endiablado ritmo que aquella cabeza culinaria imponía. Sala y cocina unidas sin fisuras. Su equipo le adoraba. El jefe perfecto.
Juli era la alegría, el buen humor. La sonrisa dispuesta, la palabra precisa, anfitrión con mayúsculas. Desde que me conoció me mimó y cuando iba a elBulli se deshacía en detalles. Conmigo y con todas. No soy celosa, amaba su profesión.
Como Ferran, él también andaba en sus mundos. A menudo hilaba frases que parecían inconexas, o a mi, que le observaba entre deslumbrada y estupefacta me lo parecían. El tenía su propia jerga y yo no le entendía. No importaba.
Le recuerdo fumando a escondidas en los rincones de los congresos, diciendo piropos a los camareros por el trabajo bien hecho o metiéndoles caña, bromeando con Ferran, con Luis, con Centelles; angustiado por aquel grupo de americanos que habían equivocado el día de la reserva y se encontraban sin mesa. Había que solucionarlo, pero cómo; feliz viendo que señoras peripuestas que hablaban en francés reían y disfrutaban con el dragon khan, aquel plato que te hacía echar humo por la nariz cuando lo comías; brindando conmigo y achuchándome mientras nos tomaban una fotografía y me hablaba de otra Julia, su hija, su pasión.
Hoy nos queda eso, los recuerdos… Y es mucho. Un tesoro de momentos compartidos, que al final es lo que queda.
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