Nosotros, que teníamos más bares que nadie en el mundo, uno por cada 175 personas, tanta gente como la que asiste a una boda capaz de acudir en un día a la esquina de una calle de cualquier ciudad. Nosotros y nosotras, que quisimos convertir esa abundancia hostelera, esa imagen de nuestra vida como fiesta urbana, en un aplauso planetario pidiendo la declaración de Patrimonio de la Humanidad. Ahora contemplamos cómo lo que siempre hemos llamado “bar” empieza a mutar, a cambiar de apariencia y, con ello, de significado. Disminuyen los bares, aumentan los restaurantes, aunque a menudo las estadísticas los traten igual. ¿En qué se traduce ese intercambio de palabras? En que, poco a poco, casi sin percatarnos, como sociedad disponemos de menos barras. ¿Es esto importante? Un montón. Más que cualquier escrutinio electoral.
La barra define al bar. Sin barra no hay bar, como sin bragas no hay salvaslip o sin cruz no hay cristiano. Un establecimiento con mesas bonitas y palmeras imposibles y camareros torneados y amabilidad acondicionada es un sitio fantástico para tomarte un café o un cóctel o un poke o una tostada de salmón y rúcula con una infusión fría de yerbas centroamericanas. Pero no es un bar: no hay barra. Es un buen lugar para verte con tu gente y pasarlo bien. Llámalo gastrobar, gastrotaberna, bistró, tabernafood… cualquiera de las denominaciones bajo la que abren negocios de cartas modernas, difusas, chulas misceláneas, con desayunos, copas, raciones, noodles, hamburguesas premiums y cafés de especialidad. Pero sin barra. En la barra de estos nuevos “bares” pides mesa, miras la decoración, eliges la porción de tarta del mostrador y, al final, pagas. Pero eso no es una barra.
El orgullo que nos empujó a pretendernos patrimonio barístico de nuestra cultura sapiens no fue la agrupación de tableros con patas alrededor de los cuales se reúnen conocidos para celebrar sus afectos mediante la comida y la bebida. No, nada de eso nos llevó a la candidatura de la Unesco. Fue la sucesión desordenada de banquetas frente a un frontispicio de metal o de madera o de plástico, gobernado por un camarero o camarera. Un murete anónimo y abierto en el que se aposentan, sin orden ni concierto, personas desconocidas que, solo por ubicarse en esa suerte de lienzo de Leonardo, al instante se convierten en algo intermedio entre el amigo y el ajeno, entre el cliente y el pedigüeño.
Inevitablemente, en la barra has de mirarte, aunque sea de soslayo, aunque te concentres en la soledad de tu cortado con cruasán tieso. De hecho, la Wikipedia define el servicio de barra con más severidad social: “La principal característica es que ni el cliente, ni el camarero se sientan, permaneciendo todo el momento ambos de pie, cara a cara”. A una mesa te tienen que convidar. “Espere aquí a ser atendido”. La barra, por contra, es colectiva por naturaleza. No requiere cartel porque todos la interpretamos como una puerta abierta.
La barra es nuestro auténtico patrimonio social. Nuestra forma española de entender el bar. Nuestra manera de encontrarnos. Nuestro modo de relacionarnos, de huir de la soledad o de refugiarnos de ella rodeándonos de extraños. No es una sociología exclusiva de España, por supuesto, pero aquí la hemos perfeccionado durante milenios, o al menos, le hemos dado un carácter propio. Por eso, y porque además somos más chulos que un ocho, consideramos que el mundo tenía que reconocerlo declarando semejante tesoro como un patrimonio administrativo, de esos que prometen turistas, progreso y divisas, y que luego solo patrocinan folletos. Pero bueno. Lo bonito es que nos lo creamos.
A pesar de la relevancia de las barras, desde la pandemia de la Covid, las barras, que temporalmente fueron prohibidas para no contagiarnos a causa de los alientos, no han regresado del todo. ¿Por qué? ¿Por qué ya no nos gustamos como gente? Qué va.
En primer lugar, porque la hostelería, como decimos, está cambiando. Explora otras ofertas en las que la barra sobra. Y si lo hace, refleja una sociedad postvírica, esta que andamos reedificando entre ansiolíticos, Reels y panzadas de Netflix.
Hemos consultado a un buen puñado de hosteleros, de toda ralea y condición, y de sus contestaciones hemos sintetizado algunas causas sobre la desaparición de las barras:
1. Las empresas pequeñas y medianas tradicionales han disminuido en el último lustro, arrinconadas por esta economía de fondos de inversión, plataformas online y escalados. Y, con ellas, han desaparecido muchas oficinas, los edificios bulliciosos de empleados.
Por contra, los autónomos —o emprendedores, si prefieres los eufemismos—, han aumentado.
Asalariados o no, todas hemos trasvasado buena parte de nuestras horas al teletrabajo, alejándonos de los espacios colectivos. El bar, lógicamente, sirve de nexo entre la oficina y la casa. Parada durante la jornada y descanso al terminarla. Si no vas a la oficina, si no sales de casa, no pasas por una barra. No bajas a tomar el cortado para despellejar al jefe con las compañeras. Lo haces por WhatsApp mientras te preparas un “latte” de cápsula.
2. Además, en casa, si queremos picar algo, lo pedimos a domicilio. Glovo es la nueva cocina doméstica. Cocina de una abuela que nació en una incubadora.
3. Y cuando nos escapamos del trabajo, a una vivienda de uso turístico —las mismas que nos molestan porque gentrifican nuestros barrios— también pedimos a domicilio, para ahorrar el coste total de las vacaciones. O directamente, bajamos al supermercado, aprovechando que hay cocina. Nos damos algún capricho hostelero, claro, pero no para ir de tapas por las calles del casco viejo: solemos guglear cuál es el gastrobar de moda del lugar.
4. A las barras llega menos gente, menos currantes y menos turistas. Y los parroquianos habituales disminuyen, porque, al menos en los bares de barrio (o sea, los auténticos bares), son todos jubilados que, por pura estadística, van menguando.
Ahora, mirémoslo desde el punto de vista del hostelero. Una barra se mantiene a volumen: si vendes muchos cafés, muchas cañas y muchos refrescos; si, además, cierta proporción va acompañada de bollería o pinchos; si, además, otra proporción menor te proporciona comensales de menú del día; y si, además, también generas cenas. Pero toda la cadena de valor depende del volumen diario del café, la caña y el refresco. Precisamente, el que ha bajado.
Los costes, por contra, han subido, lo sabemos de sobra: desde el aceite a la luz. Por no hablar de la dificultad de encontrar profesionales de barra. Por no hablar de que, a causa de Glovo y demás mutaciones, también salimos menos a cenar y comer.
Después nos extrañamos de que sean los españoles de origen chino quienes sostienen la hostelería pequeña.
Todo lo recogido para este artículo se resume perfectamente en este entrecomillado de uno de los participantes, Manuel Sánchez, del restaurante ovetense Eseteveinte, quien pelea cada día por mantener una barra de calidad: “La gente se ha acostumbrado a consumir en mesa lo que antes consumía en barra. Mantener a un empleado para una barra donde ahora estamos vendiendo la mitad que antes de la pandemia, es otro motivo para que el hostelero no apueste por la barra. Muchos locales han arrimado mesas a las barras para así ganar mesas en el local, algo que empezó en la pandemia y ya se ha quedado así porque una mesa te renta más que la barra. Y, por último, creo que hay algo de postureo. ‘Como en la barra no hay gente, yo tampoco me pongo’”.
Pues no, amiga, amigo. Si hay una barra, has de entrar, has de sentarte, has de colocarte; máxime, si está vacía, si todavía nadie la ha inaugurado ese día. Porque esa disposición hacia el espacio común es nuestra forma de hacer sociedad: juntándonos, sin tener por qué estar juntos. Acercándonos, sin tener por qué hablar. Hablando, entre el murmullo de los demás. Eso es una barra. Eso es un país tranquilo, que sabe a fiesta tranquila, que sabe lo que es un bar. Que cuida su patrimonio, porque no necesita títulos.
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