Estos son ocho cocineros a los que hay que seguir la pista. Su trabajo lo merece. Sus cocinas son como ellos, diferentes, diversas, plurales… Todas buscan la excelencia y tienen un punto de descaro. En medio de un panorama atroz para los jóvenes que buscan salidas profesionales, es esperanzador ver como el esfuerzo, en ocasiones, tiene recompensa.
El proyecto de María Gómez y su marido, el sumiller Adrián de Marco, comenzó siendo un bar para transformarse poco a poco en lo que es hoy, un restaurante de excelentes hechuras. María estudió en la escuela de cocina de Karlos Arguiñano en San Sebastián –donde conoció a Adrián- y después pasó por el master del Basque Culinary Center. Se batió en los primeros fogones a las órdenes de Christophe París (La Bomba Bistró. Madrid), a quien ayudo a dar el punto a los arroces, una de sus grandes bazas culinarias, que no se debe al aprendizaje sino a la herencia familiar.
Apacible, reservada, serena… sus platos muestran el mismo equilibrio que parece gobernar su vida y al mismo tiempo una fuerza interior que su carácter esconde. Tan modosa y discreta cuesta trabajo imaginarla dirigiendo con determinación la cocina, pero lo hace, vaya si lo hace. Sus recetas conjugan las especialidades murcianas con otras que despiertan su interés. “Como a mí, a mis clientes también les gusta probar cosas de fuera, o clásicos como el steak tartar que no falta en la carta”. Los puntos de cocción están medidos y los ingredientes calculados, un prodigio de equilibrio en el que nada destaca y todo se conjuga con una elegancia que parece innata.
Fernando es un abogado que cambió la toga por las sartenes. Renunció a una brillante carrera jurídica para pelear por dirigir su propio restaurante en Marbella, su ciudad natal. Después de un primer intento en la Plaza de los Naranjos, se ha trasladado una zona menos turística y ha conseguido centrar el proyecto como él quería: pocas mesas, clientela asidua, cocina personal. Viajero gourmet y cocinero autodidacta sus platos son un reflejo de su experiencia vital, de sus gustos y pasiones. Aplica a la cocina la misma concentración que a los estudios de derecho. Exhaustivo, meticuloso, obsesionado con el sabor, sus platos son pequeñas filigranas llenas de matices; ahora picante, ahora ácido, amargo también.
Parte del producto local para reinventarlo a su gusto añadiéndole ingredientes de cualquier rincón del mundo, o tratándolo con las técnicas culinarias más diversas. Con estos mimbres compone una cocina muy personal llena de chispa, que no es ajena al riesgo que conlleva deambular por los confines, atreverse a ir más allá para dar luz a algo nuevo. De Perú a Tailandia, de Japón a la India los registros se suceden sin tregua en una carta centrada en una docena de platos todos bien resueltos con no son ajenos al ritmo de las estaciones. Y a pesar de tanto mestizaje nada resulta extraño, solo quedan ganas de volver.
Una manchega y un madrileño han encontrado su sitio en San Sebastián. Allí han desatado una pequeña Galerna, nombre que dieron a su restaurante, con sus mezclas arriesgadas, sus precios suavísimos, su descaro y su pasión. Resulta estimulante ese afán joven de no acomodarse en una ciudad donde las novedades no se aplauden. Recetas mestizas, que se cocinan a cuatro manos y se piensan en paralelo, en las que la tradición vasca se mezcla con la del resto de España y hace guiños al mundo.
Platos contemporáneos que no saben de fronteras, pero sí de sabores reconocibles, definidos, que se integran en armonías que buscan novedad. También inconformismo en el plato, y un punto de atrevimiento. Con salazones, ahumados y marinados componen armonías singulares que aderezan con helados salados, sin renuncian a los fondos, las salsas y las preparaciones clásicas que dominan bien. Propuestas moderadamente técnicas, de estética conseguida, que se acomodan en una carta que cambia al ritmo del mercado.
En Efímero, el restaurante del que Joaquín es jefe de cocina no hay congeladores y las cámaras se llenan y vacían a diario con los productos que ofrece el mercado. Un reto para cualquier profesional, que este joven de 27 años asume sin nerviosismo. Su paso por el Celler de Can Roca, Calima y el Club Allard en época de Diego Guerrero, han dejado poso su poso: mucho oficio, ideas claras y platos bien definidos. La selección de proveedores es el as en la manga para lograr que esta cocina de estacionalidad rabiosa e inmediatez absoluta sea un éxito.
Propuestas de inspiración clásica, con regusto francés, moderadamente creativas que se adaptan a los ingredientes como si de hacer un puzle con ellos se tratara. Una forma diferente y seductora de entender la cocina de producto. Técnica siempre adaptada al producto y al servicio del sabor. Ausencia total de efectismos en un repertorio que se centra en lo próximo, europeo o español, y se aleja de las tentaciones orientalizantes, tal vez porque apostar a la contra es otra forma de rebeldía.
Nada es convencional en este local. Tampoco lo es la cocina de Jorge Moreno. Primero descoloca, después convence. Si se repite acaba por entusiasmar a fuerza de golpes de pasión, de ímpetu, de ganas. Jorge es cocinero a muerte, no podría ser otra cosa. Ni sabría, ni querría. Él solito es capaz de ventilarse el servicio con treinta comensales en la sala y un ayudante en los fogones. Se ha ganado los galones con Albert Adrià en Tickets, Dani Frías en La Ereta y Marcus Wareing en el restaurante que lleva su nombre en el hotel The Berkeley de Londres.
Jorge es voraz, por eso no pudo encontrar mejor nombre para su local. Su descaro, su desparpajo, su chulería (bien entendida) recuerdan a Dabiz Muñoz. Es como si dijera “aquí estoy yo para darte de comer lo que no te imaginas, voy a hacerte alucinar porque cocinar es lo que más me gusta del mundo”. A veces se pierde con juegos, le atrapan las formas, pero nunca olvida el fondo. Y el fondo de la cocina es el sabor. Enormemente técnico, recurre sin complejos a las fórmulas de vanguardia y sale airoso. Lo mismo borda un guiso que una sferificación. Propuestas complejas, a veces inverosímiles, que en la boca funcionan. Platos arriesgados que se mueven en el filo de lo imposible, sorteando la delgada línea que separa el gozo del horror.
El joven coreano Luke Jang durmió durante varios días en una tienda de campaña en cala Montjoi hasta que Ferran Adrià le admitió como stager en elBulli. Esta anécdota que marcó su vida dice mucho de su determinación, de su testarudez. Hace apenas un año abrió un pequeño local en Madrid: Soma de Arrando. Los primeros meses fueron complicados, pero después todo empezó a marchar, tanto que ha tenido que cambiarse de local. Ahora Soma (ya sin Arrando) está en lo que fue Le Cabrera, allí pone a punto sus platos de alma coreana, estética contemporánea e ingredientes españoles. Una mezcla singular que causa primero sorpresa y después admiración.
Cocina minimalista de picante punzantes y matices especiados con texturas delicadas y registros que se apartan de lo convencional. Oriente y Occidente unidos por técnicas que se mezclan, ingredientes que se arropan y sabores que se complementan para componer un único menú degustación. Una propuesta singular, arriesgada y valiente, perfecta para una ciudad mestiza como Madrid.
Este joven peruano, hijo de una conocida hostelera peruana afincada en Madrid, Maribel Morales –quien le ayuda en la sala- estudió en la prestigiosa escuela Le Cordon Bleu de Lima, antes de poner en marcha su restaurante madrileño. Formación clásica y sabores latinos. Se mueve entre lo nikkei y lo criollo con algún guiño chifa. Sus platos son elegantes y sabrosos, los mejores de Madrid en opinión del cocinero peruano más influyente de la capital, Omar Malpartida. Entre sus logros haber ganado la Perú Food World Cup, un concurso organizado por la Oficina Comercial del país en España en el que se enfrentó a los cocineros de Terrat by Gastón Acurio (Barcelona), Raíces (Toledo) y Tiradito Pisco Bar (Madrid). La selva amazónica, el altiplano, la costa, los diferentes paisajes y sabores de Peru recorren su carta y toman forma en platos contemporáneos que esconden sabores antiguos. Los ingredientes se mezclan y las técnicas también. Dulce o salado le tientan por igual y los resuelve con idéntica soltura. Un mestizaje natural que nace de la vida y el aprendizaje. Lo de aquí se vuelve de allá y viceversa.
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