Según me chiva Google, buscar “patatas bravas” produce más de cuatro millones y medio de resultados a lo largo y ancho de internet. Mientras que la búsqueda de “patatas casonas” da solamente trece. Está claro cuáles ganaron la batalla de la fama y la posteridad, pero lo cierto es que sin las casonas no existirían las bravas. Unas llegaron primero y las otras lo único que hicieron fue robarles la idea, la gloria y básicamente todo menos el nombre.
Ésta es la historia de una apropiación más o menos indebida, de un país hambriento y de una receta tan formidable que acabó escapándose de las manos de su inventor. También es la historia de un hombre que no pudo (o no supo) rentabilizar el éxito de una fórmula tan simple como perfecta: patatas fritas cubiertas de salsa picantona. Joaquín Villegas Riancho (Corvera de Toranzo, Cantabria 1896 – Madrid 1979) murió sabiendo que había creado un plato universal. Probablemente, siendo también consciente de que nadie se lo agradecía.
Para entonces, la etiqueta de “bravas” ya había barrido a la de “casonas” con la que él las bautizó. Y no sólo se servían en bares de toda España, sino que figuraban en libros de cocina tanto en castellano (por ejemplo en Las mejores tapas, cenas frías y platos combinados de Gloria Rossi, 1975) como en inglés (véanse las “brave potatoes” de The Six-minute Soufflé and other Culinary Delights, Carol Cutler, 1976).
El cambio en la denominación de la receta hizo que poco a poco fuera olvidándose el papel jugado por Villegas en la creación de las dichosas patatas. Además de que hoy en día no se sepa —o al menos no tanto como debería— que nacieron en la madrileña calle Echegaray, en una taberna-restaurante de estilo montañés llamada La Casona. Su historia es tan desconocida que hasta ahora nadie había tenido en cuenta que durante este 2024 cumplen 75 picantes y redondos años.
Madrid, 1949. La guerra acabó hace una década, pero los españoles siguen viviendo sujetos a la cartilla de racionamiento. Durante esos últimos diez años la población de la capital ha aumentado un 50% —pasando de un millón raspado de habitantes a algo más de millón y medio— y a pesar de las restricciones, de la pobreza y del alto precio de los alimentos, los madrileños se despepitan por gastarse los pocos cuartos que tienen en los bares. A los zarajos, los churros o los callos, grandes éxitos de la cocina popular local, se han unido las raciones de gambitas a la plancha, los bocatas de calamares y casi cualquier cosa comestible que los hosteleros puedan comprar barata y preparar rápidamente. A ser posible, que sea salada o picante para que a pesar de su gratuidad sirva de acicate para que los clientes pidan más bebida.
La capsaicina, vieja conocida de los españoles desde que los chiles o pimientos llegaron de América en el siglo XVI, sirve durante la posguerra de indisimulado chute de endorfinas, fuente de una muy necesitada sensación de saciedad y a la vez de disfraz para enmascarar la mala calidad de la materia prima. Después de un exilio de 30 años, el escritor Max Aub volverá a España en 1969 para percatarse de que todo pica una barbaridad.
En ‘La gallina ciega’ (1971) dejará constancia de esa nueva pasión española por lo picoso. Diciendo que «Ahora todo es picante; le echan guindilla a todas las salsas, y por aquí, seguramente, se deslizará sin ruido el chile a toda Europa. Todo pica: las clóchinas y las gambas, las butifarras y los butifarrones y el all y pebre (que siempre tuvo lo suyo) parece de Puebla o de Oaxaca. Tal vez me equivoque, pero me parece, como el tuteo, el peor resultado de la guerra civil».
Los mejillones pican como diablos y cuando Aub se empeña en pedirlos “como los de antes” en un bar de Valencia le miran extrañados. En ese “antes” no existían las banderillas con alegrías riojanas, la salsa Tabasco —introducida en España en 1967—, los tigres o mejillones con tomate picante —creados en el bilbaíno bar Talento en los 50— y mucho menos las patatas bravas.
Max Aub hace referencia precisamente a esta última receta al dar rienda suelta a su indignación gastronómica en ‘La gallina ciega’: «Ya no bastan las guindillas. Ahora hay “patatas bravas” y los mejillones arden. España ha cambiado hasta de estómago. Tal vez como resultado de la guerra y sus consecuencias tienen estos más resistencia. ¡Y cuidado que tenemos fama de brutos para comer y se sigue comiendo como en ninguna parte!, hablo de cantidad. Pero ahora han añadido a la brutalidad de lo mucho el ardor general del guiso. No creo recordar tan mal. Las angulas, los caracoles, picaban, pero no tanto. Al forrarse las almas también lo hicieron los estómagos».
A aquel forrado estomacal habían contribuido enormemente las patatas fritas en salsa picante. Que por entonces ya se habían popularizado con el nombre de “bravas”. Era una denominación mucho más divertida, sugerente y atractiva que la de “patatas casonas” o “a la casona” con la que nacieron. El naming, que se dice ahora, es primordial para el éxito comercial de un producto. Y lo cierto es que ahí Joaquín Villegas metió la pata hasta el fondo.
Ni Casa Pellico, ni Las Bravas del callejón del Gato ni nada. La receta original de las patatas untadas en picante surgió en La Casona. Una taberna de estilo cántabro (o montañés, que se decía entonces) ubicada en el número 3 de la madrileña calle Echegaray. A tiro de piedra se encontraban locales tan populares como Los Gabrieles, Villa Rosa, La Venencia o el restaurante asturiano El Garabatu. Y tanto la abundante presencia de mesones y colmados como la afluencia de público proveniente de los numerosos teatros cercanos (el Español, el Arniches o el de la Comedia) habían hecho que la zona pasase a ser conocida como “el barrio de la humedad”.
Allí se instaló, a finales de los años 40, Joaquín Villegas Riancho, un cántabro nacido en Alceda (municipio de Corvera de Toranzo). Que después de trabajar de joven en Santander como repartidor de prensa, vigilante de parques o aprendiz de farmacia acabó dedicando su vida a la hostelería y el deporte. En 1929 era dueño del Café Victoria, en Reinosa. Además de miembro de la Sociedad Española de Alpinismo y jefe de tropa de los Exploradores de España, antiguo nombre del movimiento boy-scout. El 28 de noviembre de 1931 la revista Estampa dedica una página a una de sus muchas proezas atléticas: recorrer los 160 empinadísimos kilómetros que separan Reinosa de Covadonga en menos de 23 horas.
Su afición al montañismo, el ciclismo o el esquí y su experiencia como monitor infantil fueron aprovechadas por Falange (a la que se afilió poco después del comienzo de la Guerra Civil). Designándole instructor de milicias de sus Organizaciones Juveniles. Integradas luego en el Frente de Juventudes y la OJE.
Joaquín no sólo fue instructor de la OJE hasta los años 70, también formó parte de su Consejo Nacional. Impulsando así, de algunas de sus actividades más famosas. A quien pasara de niño por alguno de aquellos campamentos veraniegos, le sonarán seguro las marchas por etapas, los campamentos volantes, el morral “Celta” o un innovador chubasquero que uniéndose a otros dos podía convertirse en una tienda de campaña. Todo eso salió de la mente de Villegas. Quien para estar más cerca de sus obligaciones como jefe del Servicio de Marchas y Actividades del Frente de Juventudes se trasladó a Madrid. Y abrió allí en 1949 —quizás porque esas anteriores labores no fueran remuneradas— la taberna-restaurante La Casona.
A los mariscos y ginebras compuestas que había servido anteriormente en Reinosa, añadió algo hasta entonces nunca visto en la capital: las patatas fritas con salsa picante. Desconozco si las inventó él personalmente, si las creó con ayuda de sus hermanos Pedro y Manuel —quienes trabajaron con él como cocineros— o si quizás fueron una adaptación de alguna receta ya conocida en Cantabria. Lo que está claro es que en Madrid constituyeron un tremendo éxito. Del cual dan fe autoridades culinarias como Joseín Villanueva (del hotel Joseín de Comillas, quien las probó por primera vez en La Casona en aquel lejano año de 1949) o Raúl Cabrera, propietario del mítico bar madrileño Docamar (donde las hacen desde 1963). Según el cual, la receta que hoy siguen usando, ligeramente modificada, la consiguió su tío Jesús Cabrera de un cuñado que trabajaba en La Casona.
Docamar siempre ha sido considerado guardián de las esencias de las bravas madrileñas tradicionales. Cuya salsa sin pizca de tomate se hace a base de caldo de cocido o jamón, pimentón, cayena, harina y algún otro ingrediente secreto. Así eran las patatas casonas y así se siguen haciendo, elemento arriba o abajo. Las que, inspiradas por ellas, conservan la esencia de aquellas bravas… que aún no se llamaban bravas.
En el próximo capítulo veremos cómo un señor falangista quiso construir un emporio patatero y de qué manera le comieron la tostada cambiando el nombre a su invento. Tanto como para que 75 años después de su creación este artículo aún sea muy necesario.
¡Vivan las patatas casonas!
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