En el momento en que iban a anunciar su premio, Pía Salazar estaba distraída y se encaminaba al baño. El anuncio la tomó por sorpresa: a pesar de que el año pasado había sido nombrada Mejor Pastelera de Latinoamérica, en su cabeza no cabía ni por asomo la idea de que ella, Pía Salazar fuera la mejor del mundo. “La gala del 50 Best en Valencia era muy impresionante, había popes gastronómicos de tantos países, nunca imaginé que me iba a tocar a mí este reconocimiento que recibí con emoción y que representa el reto de indagar más sobre nuestro territorio, viajar, recabar y mostrar productos que no conocemos.”
El plural involucra a su pareja Alejandro Chamorro y partenaire en Nuema, montado en una construcción de la década del 60, a la que renovaron por completo: descubrieron los materiales crudos, la madera, el tejuelo, y vistieron las paredes con cuadros de artistas contemporáneos de Ecuador. El detalle no es casual: la dupla fue pionera en búsqueda de identidad. “Desde que abrimos, en 2014, quisimos servir un menú que mostrara la riqueza, la biodiversidad, los colores y sabores de nuestra tierra.” Nueve años después, lograron lo que antes les resultaba inimaginable. La cocina ecuatoriana siempre había estado ahí, pero como esos tesoros que la ignorancia o el ninguneo mantiene ocultos, recién empezaba a figurar en el radar de los que viajan para comer y engrosar los rankings creadores de estrellas. Hoy atrae la mirada del planeta.
“Ya explotan las reservas en Nuema, es evidente que la lista da visibilidad, aporta mucho a nivel económico y regala una cuota de autoestima. Pero para nosotros no es un punto de llegada, sino apenas el comienzo de un camino que hay que recorrer sin olvidarse de quiénes somos, de dónde venimos. Recordando que nuestro proyecto no existiría sin el equipo –parte de nuestra familia– y con la felicidad de que por fin la gastronomía de nuestra patria suene a nivel mundial. Más que nunca estoy orgullosa de ser ecuatoriana.
“Cuando tenía ocho años, mi mamá me llevaba a un curso que daban las monjas en un claustro. A mí me encantaba acompañarla porque aprendía a preparar galletas de nata, profiteroles, envueltos de hojaldre, caracoles con crema, bocadillos de obleas con manjar de arroz, un postre típico que se llama “quesitos”. Me concentraba tanto que una vez, una monjita le dijo: ‘tu hija puede ser una buena novicia’. Pero Pía no fue monja, en ese convento empezó a delinear su destino en otra religión: la de los fogones. Su vocación está atada con un hilo invisible a esta y a otras memorias de su infancia.
“Las fiestas de febrero, los carnavales, eran especiales para mí porque mi abuela buscaba los mejores duraznos y los mejores higos y nos reunía para pelar y cortar esa fruta madura y perfumada. Eso es lo que me inspira a la hora de cocinar. Los recuerdos de mis ancestras, la reunión de mujeres que se juntaban a preparar comidas para la familia y al final nos sentaban a todos a compartir delicias, como una sopa de arveja tierna que siempre tengo presente. Hoy yo introduzco esos ingredientes que antes comía en platos salados, en el terreno dulce.” Un ejemplo: el postre de texturas de arvejas, vainas de tres colores –blanca, verde y morada– impregnadas de hierba Luisa y un helado levemente ahumado, de una sutileza absoluta.
Su desafío en la pastelería, básicamente vegetal, explica, es equilibrar sabores intensos, y con dos o tres ingredientes armar un postre complejo. “Algunos comensales todavía no me entienden, ‘¿cómo puedes introducir cosas tan fuertes como un ajo o una cebolla?’, me preguntan, porque esperan el chocolate al final del menú, o algo super dulce. Si yo tuviera que definir cuál es mi sello pastelero diría que está basado en los sabores difíciles de entender. Y también en la expresión de emociones a través de los postres, como en el de coco, ajo negro, algas y levadura. Ese es muy especial porque lo preparé por primera vez cuando mi papá murió. Resulta que venían a cocinar a Nuema Álvaro Clavijo y Enrique Olvera. Yo estaba devastada, pero algo tenía que hacer y me puse a trabajar. Elegí el coco, la fruta favorita de papá; y el ajo, su ingrediente detestado: yo estaba enojada, no aceptaba su partida y además la potencia del ajo me recordaba su carácter.”
Un carácter que no pudo con la desobediencia de esta pastelera ni con su afición al riesgo. Su padre, médico, dirigía un hospital en un edificio de siete pisos y su madre lo ayudaba. Mientras ellos trabajaban, la chica inquieta se quedaba en la planta baja con una empleada a la que llevaba de la nariz. Y había consecuencias. “Una vuelta le propuse que me vendara para jugar a la gallinita ciega recorriendo ese lugar que era peligroso, que tenía una lavandería, escaleras y huecos. Terminé cayendo de un quinto piso, y no fue la única vez. Tengo tres fracturas y vivo de milagro.” A estos accidentes se sumó uno automovilístico que pudo ser fatal. Pía y sus siete vidas.
“Yo me formé en la Universidad Equinoccial de Quito, luego hice un postgrado en México, más tarde trabajé en un restaurante con unos suizos pasteleros y de ahí pasé a Astrid y Gastón. Ellos (Astrid Gutsche y Gastón Acurio) fueron mis maestros. Esa fue una bonita escuela, aprendí de ellos, siempre orgullosos de su patria, a sentir orgullo por la mía. Me di cuenta de que nosotros también teníamos productos y tradiciones gastronómicas y que había que ponerlas en valor.”
De Astrid y Gastón también ella y Alejandro –Alejo– Chamorro, aprendieron la importancia de la estética asociada al sabor. “Justo en este momento estamos cambiando el menú de Nuema con Alejo, que para mí en materia estética es un artista. Sus platos son cuadros, cocina como si pintara. Pero ni él ni yo no apelamos a ningún artificio, usamos los colores que el mismo ingrediente –orgánico y fresco– nos da.” Parte de sus mandamientos: la naturaleza en el plato. Las técnicas básicas de la pastelería siempre a mano. Y la experimentación con fermentos, “que ayudan a mantener los productos y conservarlos o utilizarlos al máximo.”
“En el jardín de infantes había un chico que me jalaba los cachos que me hacía mi mamá cada mañana y yo sufría, pero no sabía qué hacer. ‘Tienes que aprender a defenderte, porque ninguna persona te va a defender cuando no esté yo’, me decía ella. En ese entonces, las loncheras eran de metal, y cuando este chico me volvió a jalar el pelo le di un loncherazo que le abrió la ceja: yo lloraba porque veía que él sangraba, pero nunca más me volvió a molestar.”
Después, a Pía le tocaría defenderse en la jungla de las cocinas, un reino antes masculino, vertical y cruel, sin loncheras y con sartenes candentes. “Cuando empecé a trabajar en Astrid y Gastón, en el equipo había solo hombres y yo era la única mujer. Ellos creían que yo no podía hacer mucho, así que me esforzaba en ser seria, pensando ‘si me comienzo a reír este man va a pensar que yo quiero algo o no me va a dar mi lugar.’”
Pero no bastaba su seriedad para ganarse el derecho de piso. En uno de esos servicios en los que no la brigada no da abasto, un cocinero que la tenía entre ceja y ceja le quemó intencionalmente el brazo: Salazar no salió del turno, aguantó, aunque el dolor era insoportable. “Nunca había sido violenta, pero pensé: ´hoy le pego´. Al terminar la jornada salí y le dije: ‘Con vos quiero hablar. Me duele el brazo, pero esto te va a doler más. Es la última vez que me tocas.’ Además de mi cachetazo se ganó que lo echaran, y a partir de ese instante la gente me empezó a respetar. Después me nombraron jefa –Gastón fue pionero en poner mujeres de líderes–, mandaba en pastelería a 15 hombres y eso me ayudó a forjar mi carácter, a equilibrar mis emociones, a no llorar y a tomar conciencia de mis capacidades. ‘Chicas, podemos, tenemos fuerza, no somos inválidas,’ les digo a mis colegas y me digo a mí misma.’”
Al lado de Nuema hay un local al que Pía le había echado el ojo para abrir un restaurante más casual y decidió comentárselo a Alejandro. “Al poco tiempo vino a verme un señor sin previo aviso: ‘soy el dueño de al lado. Me enteré de que tú estás interesada en mi bar. Confío en ti, toma,’ dijo, y me dejó la llave. Con la boca tú llamas, creo mucho en eso, la boca es poderosa.”
El proyecto nuevo abarca un lugar asequible, donde la gente pueda asistir a diario con toda la familia. ¿El nombre? “Estelma, en honor a mi abuela a la que yo llamaba ‘mamá Estela.’ A ella le encantaba el color azul, usaba vestidos con bolitas blancas y azules, y así serán las servilletas del restaurante. Habrá sopa de arvejas y muchos detalles que le evoquen. Quiero sentir que ella está ahí.” Dice y aclara que el fine dining los ayuda a innovar, a ser creativos, perfeccionistas, pulcros, exactos, pero que son cocineros muy emocionales y cada tanto necesitan generar ámbitos donde sentirse y sentarse como en casa. Donde “mancharse el delantal” y recrear la comida y el calor de hogar. La emoción de disfrutar un buen locro de papa. El recuerdo de las fiestas de febrero. Los higos y los duraznos. El carnaval de la vida alrededor de una mesa.
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