Durante semanas hemos charlado con personas clave en el sector de la alimentación y la gastronomía, siempre empezando desde la misma pregunta: ¿Por qué comemos tan mal? Expertos en la materia no titubearon en matizar esta cuestión “No se puede generalizar”, “depende del quién, del dónde”, “depende con quién nos estemos comparando”, etc. Pero en lo que sí estuvimos pronto de acuerdo es en que es un hecho que cada vez comemos peor.
“Hay indicios claros de que cada vez comemos peor, entendiendo por «peor» menos alimentos saludables y más productos que perjudican nuestra salud”, asegura con severidad Mikel Iturriaga -más conocido como El Comidista -, y afirma que van de la mano, pero son cosas diferentes.
Los indicios que comenta Iturriaga son también los “hechos probados” que nos señala Toni Massanés, director de la Fundación Alícia (Alimentación y Ciencia) que apunta a datos tan apabullantes como que 4 de los 5 primeros factores de riesgo de muerte actuales en España están directamente relacionados con la mala alimentación, por supuesto cuando hablamos de enfermedades no transmisibles.
Por ejemplo, si hablamos de cáncer, tanto en su prevención como en su tratamiento, la nutrición es clave y por eso la Fundación Alícia acaba de lanzar “OncoAlicia”, una web destinada a ayudar a los pacientes y a su entorno a obtener información contrastada científicamente y de calidad sobre la alimentación durante un tratamiento oncológico.
Su voz de alarma es clara y constante, y no son los únicos. Nutricionistas y divulgadores como Julio Basulto – entrevistado hace poco por Gastroactitud – no se cansan de denunciar la gravedad de la situación. Sus mensajes y maneras son rotundas, a ojos de algunos puede que alarmistas, pero no nos engañemos: comemos cada vez peor y enfermamos y morimos por ello, nos guste leerlo o no.
Sorprende que teniendo al alcance tantos datos, estudios, evidencias científicas el movimiento para mejorar la calidad de nuestra alimentación sea tan lento, tan silencioso.
Massanés define la degradación de nuestra capacidad de alimentarnos bien como uno de esos “desastres lentos”. “Cuando hay una pandemia o una guerra (desastres inminentes), somos capaces de coordinarnos y hacer grandes cosas que no creíamos, renunciar a cosas impensables. Pero cuando el desastre es lento, parece que no nos demos cuenta, nos cargamos el mar, nos cargamos la tierra, la capacidad de generar CO2, la biodiversidad, vamos engordando, nos faltan nutrientes. En África, partes de Asia, en Latinoamérica y en nuestra sociedad cuando sube la inflación hay gente que tiene problemas para alimentarse. Sin embargo, continuamos con nuestra inercia, aunque experimentemos ciertos momentos de concienciación cuando sale una noticia concreta, pero nos olvidamos rápido”, sentencia Massanés.
Por eso, si les preguntamos sobre cómo se imaginan la sociedad en términos alimentarios en 10 años, no se muestran muy optimistas: “Para mejorar, debería haber transición masiva hacia una dieta basada en los alimentos de origen vegetal. Pero el hombre es un ser bastante estúpido, así que es posible que hagamos lo contrario, aunque eso nos traiga todo tipo de males.”
Sobre las causas que han logrado que degeneremos tanto la calidad de lo que comemos no vamos a hacer un ensayo, pero sí al menos un pequeño resumen: menos cultura culinaria, pérdida de la transmisión familiar de conocimientos de cocina de padres a hijos, menos tiempo para cocinar en casa y más presión por tierra, mar y aire para consumir productos ultraprocesados y malsanos que, encima, son baratos, ultrasabrosos y muy bien pensados para engancharnos.
Entendido, nivel catástrofe (pero de las que pasan desapercibidas). ¿Por dónde empezamos ahora?
En el subtítulo de su libro “Come Mierda”, Julio Basulto lo dice claramente: «No comas mejor, deja de comer peor», como un primer paso. Según el metanálisis de Romain Cadario y Pierre Chandon, las intervenciones dirigidas a realizar cambios alimentarios son más efectivas si se dirigen a reducir la ingesta de productos malsanos que a aumentar el consumo de productos saludables.
A partir de esta base, nos encontramos con tres retos fundamentales:
En primer lugar, reducir drásticamente el consumo de ultraprocesados, que, según Mikel Iturriaga “nos están matando, literalmente, hay estudios que lo demuestran”. En segundo lugar, conseguir que la comida saludable esté al alcance de todos: los productos malsanos y sus consecuencias (obesidad y otras enfermedades) impactan sobre todo en las clases más desfavorecidas porque se trata de productos con precios muy atractivos y asequibles. Y por último, comer menos alimentos de origen animal y más de origen vegetal, lo que repercutirá positivamente en nuestra salud y en el medio ambiente.
Pero no debemos olvidar otros puntos como, por ejemplo, tratar de comer más sano sin renunciar al disfrute, a lo que nos apetece y es rico (es posible, solo es cuestión de elegir mejor) y no dejar nunca de estar atentos a la sabiduría alimentaria local, la de tu entorno, que no puede ni debe ser la misma en todas partes, pero que es clave para que comer mejor en nuestro día a día, en nuestro lugar y nuestro ahora sea factible.
Y puestos a pedir, sería ideal que “la alimentación volviese a colocarse más en el centro de nuestras culturas, como pasaba antes. No para que vivamos para comer, que es una tontería, sino para que no dejemos de comer para continuar viviendo”, asegura Massanés.
Está claro por dónde empezamos nosotros, pero esto no se trata solo de millones de responsabilidades individuales unidas: los gobiernos, las administraciones, las instituciones, los fabricantes, los distribuidores lo tienen todo bien medido para que comer mejor sea la nueva y más realista secuela de “Misión Imposible”.
Es decir, esto no es solo cuestión de voluntades de buenos ciudadanos. Y no lo decimos nosotros, lo denuncia entre otros y con palabras poco o nada ambiguas Julio Basulto en “Come Mierda”, un libro que tiene un capítulo entero de bibliografía citando los estudios que avalan lo que él cuenta para que lo entendamos todos. Ideal para sacudir conciencias, pero tratando de que a nivel individual no nos machaquemos a reproches, y sentimientos de culpa. Solos no podemos hacerlo.
“Nos rodea un cóctel explosivo formado por combustibles como una enorme oferta de productos malsanos, un márketing depredador, el desconocimiento generalizado sobre aspectos nutricionales por parte de la población, el manejo de conceptos obsoletos por parte de las administraciones, el desinterés de los tribunales y un incumplimiento masivo de las normas de publicidad de alimentos, a pesar de estar hechas por la propia industria”, sentencia Basulto en su libro.
“Creo que sólo cambiarán las cosas en el momento en que los gobernantes se convenzan de que, en cuestiones de salud pública, las decisiones se deben tomar al margen de la gran industria alimentaria. Hablar de salud con la industria de los ultraprocesados es como discutir el cáncer de pulmón con las tabaqueras”, comenta Iturriaga sobre el asunto.
Los grandes fabricantes alimentarios “no es que sean gente maligna o perversa, es que simplemente quieren ganar más dinero. Para sacar más beneficios tienen que lanzar productos muy sabrosos y adictivos (es decir, con dosis generosas de azúcar o edulcorantes, grasa y sal), lo más baratos posible, y que estén en todas partes para que los compremos a todas horas. Les importa un higo que esos productos desplacen a los alimentos saludables en nuestra dieta, y que sus estridentes sabores hagan que la comida de verdad no sepa a nada a, por ejemplo, los niños o los adolescentes”. Sin más.
No sabemos si un día las regulaciones alimentarias se aliarán con los datos que demuestran que la mala alimentación mata, pero lo que sí sabemos es que cuanto más conocimiento haya sobre todo esto, a todos los niveles, más libres seremos a la hora de elegir lo que comemos – aunque el tema del precio elevado siga siendo por el momento una barrera para las clases más desfavorecidas-.
Y para esto la educación es clave. Massanés es un acérrimo defensor de que se incluya a nivel curricular y adaptada para todas las edades, una asignatura de alimentación que incluya conocimientos sobre cómo comprar, cómo cocinar y qué pedir cuando vamos a un restaurante.
“No obstante no debemos perder de vista que a comer se aprende comiendo y que es también fundamental educar al gusto”, añade. Y si es desde pequeños y con conciencia de lo que comemos y lo que debemos comer, mejor.
“Enseñar a los niños qué alimentos están bien y qué comestibles deberían evitar a toda costa sería algo positivo. Un cursillito para los padres sobre cómo alimentar a sus hijos tampoco estaría mal”, añade con ironía Iturriaga, y es que la alimentación que hoy en día proponemos a nuestros hijos, deja también que desear.
En definitiva, sin ser catastrofistas, pero como decía Pau Donés “vivir es urgente”. Así que: educación, más proteína vegetal, menos procesados, más cocina en casa o “como en casa”, más exigencias a los gobiernos y suerte.
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