Por más que los gurús vinícolas pretendan vendernos la cata como una sacrosanta ceremonia en la que solo pueden comulgar expertos bendecidos por una capacidad de percepción sobrehumana, lo cierto es que la evaluación sensorial del vino es una experiencia mucho más terrenal –y gozosa– que cualquiera puede ejercitar con solo echarse a la boca un trago de vino. Sólo es preciso echar un ojo al líquido que está en la copa, afinar la pituitaria, abrir la boca, poner en guardia los sentidos e interpretar las sensaciones de la manera más objetiva posible.
Salvo excepciones –como aquellas narices que suelen trabajar para la industria de los perfumes y que tienen la capacidad de detectar una buena parte de los 10.000 aromas de los que los humanos somos capaces– los catadores de vino sólo se diferencian del común de los mortales porque saben ponerle nombre a las sensaciones que perciben.
En todo caso, para lanzarse a catar sin complejos, tampoco vienen mal ciertas nociones acerca de cómo funciona el aparato sensorial cuando nos echamos al gaznate un trago de vino. Empezando por la boca, donde suele estar la lengua –cuando no vociferamos más de la cuenta–, órgano dotado con las papilas que permiten distinguir y apreciar (y también despreciar, qué remedio) los sabores de lo que comemos y bebemos.
Valga esta ilustración con sus respectivas leyendas, para empezar a entender por dónde van los tiros… ¡O los sabores y las sensaciones táctiles, mejor dicho!
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