Entiendo la crítica como una actividad necesaria para el avance y el crecimiento de cualquier disciplina; desde la pintura al cine, la música, el teatro o el fútbol. También de la cocina y los restaurantes, que vienen a ser la ventana que la muestra al mundo. La crítica estimula el debate y alimenta la reflexión, imprescindibles para seguir avanzando. La cocina nunca puede ser contemplada como una doctrina estática; vive marcada por un dinamismo y una voluntad de cambio constantes a lo largo del tiempo: lo que hoy parece tradicional fue antes vanguardista, innovador y seguramente tan cuestionado como lo son hoy las cocinas más avanzadas. También desde esta perspectiva la crítica me parece una disciplina alentadora y una práctica sana. Aunque al mismo tiempo sea una fuente de conflictos. Lo comprendí cuando publiqué mis primeras críticas en el diario español El País, hace ya veinticinco años: el crítico nunca podrá ser un tipo popular. Ni siquiera en una sociedad decidida a considerar la gastronomía entre las disciplinas capaces de impulsar el mundo. El crítico se encarga del trabajo sucio; cuenta lo que otros no quieren escuchar. Lo confirmo cada día desde que publiqué mi primera crítica peruana en Cosas, en julio de 2007. Seis años y medio después, cada nota sigue avivando el mismo runrún. Nada nuevo. Unos asienten, otros me tachan de ignorante, algunos de malintencionado y unos pocos –aunque muy persistentes, debo reconocerlo- me niegan el derecho a hacerlo por haber nacido del otro lado del mundo, pero todos comparten algo: están pensando en el contenido de la crítica y ese es el comienzo del debate.
La crítica no es una ciencia, aunque algunos críticos vivan tan pagados de sí mismos que dejarían cortarse un brazo a cambio de convertir su opinión en dogma de fe. El crítico pasa lo que ve por el tamiz de sus gustos y su experiencia personal: el nuestro es el ejercicio más subjetivo que se pueda concebir. Y como tal debe ser contemplado. Aquí no se dictan sentencias; más bien se muestran pareceres. Es lo que iguala al crítico con cualquier ciudadano ¿Quién no opina sobre lo que come? Da igual si es en voz alta o con la boca chica, lo hacemos cada vez que nos sentamos a la mesa o nos levantamos de ella. No hay razones para impedir que un crítico haga lo mismo que los demás repiten cada día. La diferencia está en que nosotros lo hacemos en un medio público y, sobre todo, en que nos pagan por ello. ¿Saben donde se marcan las distancias reales? En el peso que el lector da a nuestra opinión y la confianza de quienes te siguen: la crítica exige credibilidad y esta se nutre del conocimiento.
La crítica de un restaurante no responde a los méritos del pasado sino a las realidades del presente; a la comida sobre la que escribimos. Por eso la fama es un arma de doble filo para quienes la consiguen justo antes de echarse a dormir. El restaurante es como un escenario de teatro: cada función es diferente a la anterior –por poco, pero lo es- y esta a la siguiente. Nuestro trabajo consiste, también, en identificar lo habitual y separarlo de lo circunstancial, en leer el mensaje que lanza el cocinero en cada comida, conseguir interpretarlo y ser capaz de contárselo al lector.
El crítico no disfruta comiendo en restaurantes que no le gustan; preferiría que todos fueran buenos. A la espera de encontrar un universo paralelo en el que todo sea fascinante, seguiremos con lo nuestro. Espero que lo entiendan.
Publicado en el diario El comercio de Lima (Perú)
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