Una geografía indómita que convierte el acto de comer en un hecho heroico. Este es un paseo por el país del bacalao y las auroras boreales, donde los tomates maduran bajo soles de cristal y el pan se cuece en las entrañas de la tierra. Islandia es el paradigma de los extremos, de la radicalidad. Un territorio en los confines del mundo, donde fuego y nieve conviven en inusual armonía allí donde habita la pureza.
Es difícil imaginar que en este campo de hielo y lava, se coma algo más que pescado seco, raíces y musgos. Durante siglos, el bacalao fue el motor de la economía y el motivo de sus estrechas relaciones con España, su principal mercado desde que los pescadores -y luego los negociantes- vascos aparecieron por allí. Para comprenderlo basta visitar el museo del bacalao de Grindavik.
Contagiados por sus vecinos escandinavos viven con entusiasmo el fenómeno de la Nueva Cocina Nórdica. Cada año en febrero se celebra el festival Food&Fun organizado por el chef Sigi Hall que reúne a cocineros de todo el mundo que compiten preparando recetas con productos locales.
“La dieta tradicional islandesa era muy pobre, pero saludable a pesar de que no era demasiado variada –explica Eirny Sigurdardotty- bloguera y activista gastronómica local, que regenta Burid’s una quesería y tienda de alimentación donde es posible probar el mejor “skyr” (lácteo derivado del yogurt) de Reikiavik. “Desde hace unos años la oferta se ha ampliado y ha crecido el interés por la cocina y los restaurantes. Sin embargo, los productos tradicionales se industrializan y pierden autenticidad. Mi obsesión es preservar. Coordino productores, organizo mercados, defiendo la oferta de producto local”.
Los tomates crecen al abrigo de invernaderos que, alimentados por energía geotérmica, iluminan como soles rastreros las llanuras nevadas. Hacia los años 30, Islandia comenzó a utilizar la energía geotérmica para producir agua caliente y electricidad. Fue entonces cuando surgieron los primeros invernaderos.
Friðheimar es una de las explotaciones agrarias que abastecen un país de escasos recursos agrícolas. “Nuestro invernadero consume la misma energía que una ciudad de 3.000 habitantes –explica Knútur- pero es un regalo de la Naturaleza, surge del interior de nuestros campos. Somos muy respetuosos con el medio ambiente, nuestra electricidad es verde, regamos con agua pura, no usamos pesticidas, polinizamos con abejorros…”.
Las instalaciones cuentan con un restaurante que prepara un menú con hortalizas de la plantación y sugerentes cócteles bien cargaditos de alcohol con un toque picante. Para combatir el frío, se supone. La otra alternativa es meterse en uno de sus lagos termales como el Blue Lagoon, donde el agua puede alcanzar los 70ºC.
Las experiencias gastronómicas en Islandia no abundan, pero son inesperadas y sorprendentes como las auroras boreales que sin previo aviso en invierno tiñen el cielo de verde y fucsia en medio de la noche polar. En Fontana continúan preparando a la vista de todos el pan como lo hacían las abuelas islandesas, colocando la masa dentro de una olla hermética que se entierra en lodo caliente.
El resultado es un pan abizcochado, de color oscuro y masa esponjosa que invita a comer sin parar acompañado de la excelente mantequilla islandesa. A lo largo de la costa del sur de la isla se extienden pequeños locales dedicados a la cocina marinera: suculentas sopas de salmón, deliciosas cigalas que saltean con caparazón en mantequilla y ajo y el omnipresente bacalao, a la brasa, en sartén, guisado… Para un auténtico festín popular merece la pena llegar hasta Fjörubordid una sencilla y encantadora cabaña de pescadores al borde del mar.
Los amantes del diseño deben dirigirse al Hotel ION bajo su ultramoderna silueta que se emerge en un aislado paraje, se esconde un sofisticado spa y uno de los mejores restaurantes del país. El chef Sigurdur Haraldsson (representante islandés en el Bocuse d’Or) está al frente de los fogones. En el menú, productos locales: trucha ahumada con manzanas encurtidas, pepino y eneldo o bacalao con puré de patata, mantequilla noissete y kale, son algunas de sus recetas.
Reikiavik es poco más que una calle. Casas de colores se recortan sobre un fondo majestuoso de nieve, verde y mar. Tiene mucha gracia esta pequeña ciudad con su gran iglesia de hormigón que parece un cohete y su ultramoderno centro de convenciones sobre la bahía humeante. Aquí la oferta gastronómica se multiplica: desde opciones informales a otras de gran calado como la de Dill, el mejor restaurante de Islandia.
Lo más popular es un puesto de perritos calientes que responde al nombre de “Pylsur de Baejarins Beztu” (traducido “el mejor perrito caliente de la ciudad”). Todo el mundo hace cola para comer un perrito en la caseta rojiblanca. No son excepcionales pero están muy buenos. Para una parada a media tarde o una comida rápida Tiu Dropar Café, un local encantador en la calle principal, con un pan y una bollería que sólo con olerlos abren el apetito. Si lo que se busca es marcha y buen ambiente hay que ir al 101, el restaurante del Hotel 101. Gente guapa y comida sabrosa en un ambiente muy fashion.
Pero para disfrutar de verdad con un menú de alta cocina, Dill, comandado por Gunnar Gislason. Un local diminuto y encantador. Un escondite de Elfos donde los panecillos, que simulan piedras se sirven sobre heno seco acompañados de mantequilla, uno de los tesoros gastronómicos de Islandia.
El bacalao es una de las estrellas del menú: Gislason sirve en taco, con crema de apionabo, manzana y espuma de sus espinas tostadas y el cordero, absolutamente delicioso, tierno y de gusto limpio, que tradicionalmente se consume ahumado.
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