A pesar de haber nacido, prácticamente, en el único restaurante que en los lejanos años 60 conjugaba en el swinging Buenos Aires las ínfulas gastronómicas con actuaciones en directo de notables estrellas de la escena del jazz (el insólito lugar se llamaba Moustache y por allí pasaron, además de la pléyade de grandes músicos locales, Michel Legrand, The Modern Jazz Quartet y todos los artistas que visitaron la capital argentina durante la efímera existencia del establecimiento, respondiendo a la llamada del belga Christian Kellens, chef propietario y también hábil trombonista), quien esto firma siempre ha sido un escéptico acerca de los maridajes entre música y gastronomía, al menos en la sala del restaurante.
Lo dicho no contradice que la pasión por ambos mundos sea análoga. El lector disculpará que siga refiriéndome a mi mismo, pero es el ejemplo que tengo más a mano y, además, música y gastronomía no solo son mis dos grandes pasiones, sino además los territorios que he escogido, desde muy joven, para mi desempeño profesional (puede decirse que es lo más parecido que he encontrado a un trabajo). Considerando el universo del vino y demás bebidas como gastronomía, por supuesto.
En mi ámbito privado, música y gastronomía son perfectamente compatibles: puedo cocinar, comer y beber escuchando música, especialmente si estoy solo. En este caso, el disfrute es pleno. Pero cuando estos placeres se comparten, surge inevitablemente el conflicto. Aunque los comensales no sean más que dos, ¿comparten el gusto por la música que está sonando? ¿Y el volumen agrada a ambos por igual? Incluso si la play list es la adecuada, no se interpone y puede romper el hilo de la conversación?
Estos inconvenientes, proyectados a un comedor repleto de gente que llega al restaurante con diverso estado de ánimo, debe socializar con extraños y escoge unos platos generalmente distintos a los de la mesa de al lado, tienen difícil acuerdo en términos musicales: ¿quién es capaz de acertar con una banda sonora que conforme a espíritus y apetitos tan dispares?
De allí que la mayoría de los programadores musicales para restaurantes tire por la calle del medio: géneros estandarizados, canciones generalmente conocidas –aquellas que se supone no molestan a nadie, lo cual puede ser discutible– y un volumen más bien estridente, para acallar los silencios incómodos.
Mención aparte merece esto último: España es un país con fobia al silencio. Lo comprobé hace 30 años, cuando me afinqué en esta tierra. Me sorprendió entonces entrar en bares vacíos y tener que elevar la voz para entenderme con el camarero porque no solo atronaba el hilo musical, sino además la televisión y las máquinas tragaperras… ¡todo al mismo tiempo!
Luego algunos amigos me confesaron que cuando llegaban a casa encendían rápidamente la televisión para no tener que soportar el silencio… Horror vacui en versión sonora.
Podría decirse que en los restaurantes de España –y en la mayor parte del mundo– impera el horror vacui sonoro, porque no hay comedor alguno en donde se deslice una melodía, aunque sea la más sutil. Y en ese batiburrillo sonoro cabe de todo.
Mi admiradísimo Ryuichi Sakamoto –autor de algunas de las mejores bandas sonoras que se han compuesto en las últimas décadas, como Bienvenido Mr Lawrence o El Último Emperador, entre otras– contó una vez que, viviendo en Nueva York, como buen japonés solía ir a un sushi bar que consideraba el mejor de la ciudad. Pero que el local programaba una música tan nefasta que debió verse obligado a proponerle al propietario un acuerdo al que el otro no pudo negarse: para evitar indigestiones sonoras, Sakamoto se encargaría de elaborar gratuitamente una play list para el restaurante, con la condición de no incluir música de su autoría. Y así todos contentos. Y el famoso compositor ¡trabajando gratis para el sushi bar!
Muchas veces me he visto en la tentación de hacer lo mismo, ante las calamidades que oigo en las play list de los restaurantes. Pero por desgracia ni soy tan famoso como Sakamoto, ni regreso con tanta asiduidad a los locales como para tomarme el trabajo de crear una play list específica para un establecimiento en particular.
En cualquier caso, lo que sí puedo asegurar, es que lo que programaría sería muy distinto a lo que suele abundar por ahí, que puede agruparse en los siguientes géneros:
– Canción latina. Es el peligro cuando te aventuras a alguna cebichería o un local de tacos, por muy buenos que sean: vas a sufrir.
– Chillout discotequero. Como de tienda de ropa. No sabes si comer y quitarte la camisa y pedir que te traigan otra talla.
– Smooth Jazz. Es el género más fácil. No molesta a nadie. Todo va aceitado y hasta parece que los camareros se mueven sobre patines. ¡Hasta los tres dry martinis sientan bien! El problema es cuando sales a la calle…
– New Age. Sirve tanto para un restaurante de cocina bio como para una sala de masajes o un spa. Incluye sonidos de cascadas de agua, arpas y dijeridoos.
– Clásica. Otro caballo de batalla, sin mayores riesgos y generalmente muy recurrente. Suelen caer siempre las mismas obras de piano y obras de cámara muy socorridas, ya se sabe: Schubert, Chopin, Bach, Vivaldi…
– Músicos en directo. Esto es lo más peligroso de todo. Porque su presencia requiere una atención especial y entonces ¡olvídate de lo que estás comiendo! Hace unos años hubo una moda de poner camareros cantantes… ¡Insufrible! No eran buenos en ninguno de los dos oficios. Otra cosa es ir a escuchar jazz mientras te comes una hamburguesa. Estás atento al pianista, pero la hamburguesa te da igual…
En definitiva: para comer y escuchar buena música, mejor solos y en casa…
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