En Las Jarillas, cada estación del año tiene su argumento: en verano están los asados interminables, los chivitos al horno de barro bajo los árboles, el mate con bizcochitos al lado de la piscina. El invierno se calienta con el hogar a leña, las canastas de panes caseros y las empanadas, copa de vino en mano. Y durante todo el año la música acompaña, porque músico es también el dueño de esta casa enclavada en un paisaje que bien podría encontrarse en La Toscana.
La nostalgia trajo a Nicolás de vuelta en 2001, exactamente a esta otra Toscana cordobesa, un lugar que se presentaba ideal para plantar vides. Gran amplitud térmica, suelos graníticos con manchones de calcáreo y de fácil drenaje; la altura –900 metros–; posibilidad de cultivos en pendiente que impide la concentración de agua; clima semidesértico –un promedio anual de 500 mm de lluvia– y un sol de la tarde que le hace tan bien a las uvas como al panorama. A los 12 meses, él y Soledad, su mujer, ya tenían el proyecto en marcha. “En 2002 plantamos Cabernet Sauvignon y en 2004, Malbec. Después seguimos con Merlot y Syrah, en Yacanto. Cultivamos tres hectáreas de viñedos y en 2008 habíamos hecho la primera vendimia”.
Vinificar no fue tan difícil como diluir el prejuicio de que aquí se podía hacer buen vino. Aunque la provincia de Córdoba tiene una historia antigua de viñedos que llegaron a ocupar una superficie de 500 hectáreas, la producción entró en declive en los años 30, cuando se sancionó una ley que obligaba a concentrar la elaboración de vinos en Cuyo. El ocaso terminó en caída libre en los 80, con la interrupción de las redes ferroviarias. A pesar de este golpe de gracia, desde hace un corto tiempo, todos los caminos parecieran conducir a una recuperación saludable de esta industria en Traslasierra. Otras dos bodegas, además de San Javier, empiezan a reflotar sus proyectos en un valle que siempre fue productivo y que “de no ser por su historia podría haberse convertido en otro Valle de Uco”, arriesga Nicolás.
“Este es un lugar orgánico de por sí y resultaba lógico continuar con lo que la naturaleza me ofrecía”. Y por si no quedara claro subraya: “los principios biodinámicos me guían, pero no solamente como productor de vinos: forman parte de una filosofía y de un compromiso de vida”.
Para Jascalevich, la finca es un ser vivo integrado por animales y plantas. Por la tierra y las personas que la trabajan. De lo que se trata entonces es de mantener la armonía y el equilibrio de los elementos que la componen. Como en otras formas de agricultura ecológica, fertilizantes artificiales, pesticidas y herbicidas tóxicos brillan por su ausencia. En cambio son bienvenidos los preparados de compost y el uso de un calendario de siembra basado en el movimiento de los astros.
Con una producción de 16000 botellas al año y una mínima intervención humana en el proceso de vinificación, que no admite enzimas ni estabilizantes, las siete etiquetas que integran la línea Noble de San Javier se enmarcan en la categoría de “vinos naturales”.
“Los varietales sin paso por madera tienen una expresión marcada de fruta, tipicidad y buena acidez. También alcohol (14 º). Son destacables el rosado –de Malbec– y los dos Reserva –Malbec y Cabernet Sauvignon–, que evolucionan en barricas de roble francés y americano. Pero lejos, mi preferido es el blend: 50% Malbec, 20% Merlot, 20% Syrah y 10% Cabernet Sauvignon”. Un vino con personalidad que habla del terroir. De aires serranos, hierbas aromáticas, frambuesas y frutillas. Mañanas luminosas y tardes rojas. Un tinto brioso, floral, intenso pero nada agobiante, que cuenta un paisaje y una historia. Que anticipa futuro. Larga vida a Noble de San Javier.
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