El impacto de la pandemia en el sector del vino, los cambios de hábitos de consumo y las demandas de una nueva generación de amantes de esta bebida, que exige al conjunto de viticultores, bodegueros y demás profesionales involucrados en el negocio vitivinícola un compromiso tangible con la coyuntura medioambiental del planeta, perfilan las tendencias del vino que beberemos en este 2022.
La apuesta por las técnicas de viticultura sostenible, las botellas de vidrio más ligeras y los vinos menos alcohólicos no son novedad. Como ya hemos anunciado en nuestras predicciones de años anteriores, la sensibilización ecológica es una tendencia en alza en el universo del vino desde hace años. Incluso en las grandes bodegas, tal como especifica el estudio que ha presentado recientemente la consultora Wine Intelligence.
Este análisis señala otros aspectos de interés, como la premiumización del sector (se impone la calidad, así como los precios más elevados), el ready to drink (vinos «listos para beber», en raciones personalizadas, preferentemente), y el negocio exige, también, un modelo de equilibrio más equitativo. Lo cual es una buena noticia.
Por nuestra parte apuntamos, fuera de los análisis sectoriales mercadotécnicos oficiosos, el creciente interés por toda suerte de vinos espumosos, así también como los vinos de pueblo, aquellos de pequeña producción artesanal y las técnicas ancestrales de elaboración.
1- BURBUJAS POR DOQUIER
No todo iba a ser champagne y cava, que ya están bien consolidados en los mercados del mundo. Tampoco prosecco y lambrusco, que también se venden como rosquillas en cualquier rincón del planeta. En nuestras predicciones para el 2021, ya anunciábamos la llegada de los pet-nat como burbujeante tendencia alternativa a los espumosos estandarizados. Sin adición de azúcar, sulfitos ni crianza sobre lías, representan la versión sparkling de los vinos naturales.
Aunque de novedad tienen más bien poco, porque en Francia se elaboran desde hace más de 500 años. Lo mejor es que ahora comenzamos a ver (y probar) vinos de esta suerte, espumosos de estilo ancestral (con segunda fermentación espontánea en la botella), o elaborados con otros métodos y variedades de uva en regiones con escasa o nula tradición en esta tipología –pero no por eso menos atractivos– cada vez más a menudo.
Las burbujas invaden el mundo. Son cada vez mejores y rompen con el el estereotipo del brindis para convertirse en vinos para todos los días. Una tendencia en el vino que se evidenciará este año.
Aunque en la viticultura de calidad, la certeza de que «a pueblo chico, vinos grandes» está suficientemente constatada por figuras como Álvaro Palacios, quien sabiamente ha afirmado, hace ya algunos años, que «cuando más se cierra el círculo geográfico, mejor se define el carácter del vino», la voluntad institucional por aceptar esa realidad es mucho más reciente.
Gracias a la influencia del propio Palacios y otros viticultores influyentes de nueva generación, hoy los Consejos Reguladores de diversas D.O. españolas –como Rioja, Bierzo, Priorat o incluso Cava– han modificado sus reglamentos para poner en valor la singularidad del territorio y su influencia determinante el carácter del vino, instaurando las categorías de vino de pueblo, vino de villa, cava de paraje o viñedo singular, entre otras.
Más allá de la institucionalización de estas clasificaciones, y del criterio que emplean las D.O. para aplicarlas, lo cierto es que la identificación de terruños más precisos favorece a la cultura del vino español y permite al amante de esta bebida construir un mapa más preciso de una geografía mucho más compleja que la que determina el mapa de las denominaciones de origen.
Más allá del interés que puedan suscitar los vinos naturales –especialmente entre los aficionados de nueva generación, que buscan diferenciarse de los referentes que aprecian sus padres y abuelos, entre otras cosas– y las etiquetas bio, con demanda en numerosos mercados, la concienciación del sector vinícola por la coyuntura medioambiental del planeta es tan evidente como la paulatina reconversión de esta industria hacia unos procesos más sostenibles y respetuosos con la ecología. Y eso más que una tendencia en el mundo del vino, es una realidad insoslayable.
No existen excusas que puedan revertir el auge con el que se están extendiendo los métodos de cultivo ecológico en los viñedos globales. El interés por los principios de la biodinámica y la voluntad de reducir el empleo de sulfuroso hasta dosis mínimas son principios que han impulsado ya no solo aquellos pequeños viticultores que seducen a los enómanos más frikis, sino también bodegas tradicionales, grupos e incluso multinacionales de producción voluminosa.
Todos ellos se han convencido de la necesidad de apostar por la viticultura sostenible. Porque en el futuro, el vino será sostenible o no será. Una tendencia de futuro en el vino. Y el futuro es ahora.
Puede resultar paradójico, pero algunos de los vinos más apreciados por los grandes gurús de la crítica vinícola contemporánea se elaboran con técnicas rescatadas del pasado, que la industrialización parecía haber condenado al olvido, como el arado con animales de tiro, la vinificación en tinajas de barro, el pisado de la uva a pie o el desgranado de la uva a mano, grano a grano.
En algunas zonas vinícolas de España, para recuperar los procesos de vinificación de antaño, se han recuperado incluso lagares de piedra construidos por los vendimiadores en tiempos remotos –cuando el traslado de la uva a bodega resultaba muy dificultoso, y optaban por vinificar la uva a pie de viña–, para experimentar la técnica de prensar y fermentar los racimos en esas rústicas instalaciones.
Desde luego, bien es sabido que ninguna cuvée excepcional se elabora con uvas vendimiadas con máquinas: la mano del hombre sigue siendo el instrumento idóneo para seleccionar las mejores uvas en las parcelas privilegiadas. La industrialización nunca ha podido ganar la batalla del vino. Al menos, en cierto tipo de vinos.
La creciente demanda de vinos que refrescan el gaznate y apagan la sed, con menos carga alcohólica, también había sido advertida en las predicciones de tendencias en el mundo del vino de Gastroactitud en años anteriores.
Acorde al último informe de la consultora Wine Intelligence, no estábamos equivocados: los consumidores exigen placer rehuyendo del grado alcohólico, incluso en países como España, donde el sol impone su rigor y nos ha acostumbrado a vinos tradicionalmente suculentos, cálidos y generosos en volumen alcohólico.
Afortunadamente, en los últimos años hemos descubierto que, más allá de los márgenes atlánticos, y algunas zonas más frías donde naturalmente los vinos ofrecen menos grado, los enólogos de la nueva generación conocen las técnicas para vinificar de tal modo que el alcohol resulte moderado, sin romper el equilibrio organoléptico ni el potencial del vino.
Eso sí: los talibanes que demandan vinos exentos de alcohol, deben ir a buscarlos a otro sitio. Haberlos, haylos. Pero ya no son vinos, deberían recibir otro nombre.
Otra clave evidente en lo que se refiere a las tendencias del vino en 2022 es que ya podemos ir olvidándonos de tener que soportar el peso de aquellas botellas que –para justificar en buena parte su precio– pesaban casi el doble que las de un sencillo vino de mesa.
Aquellos pretenciosos envases super-heavies –que nunca sabíamos si estaban vacíos o llenos, malditos sean– han muerto por su propio peso (nunca mejor dicho). Y no por cuestiones estéticas, sino por razones de mayor peso –con perdón, sigo con la broma–; es decir, por asuntos sostenibles: hay mercados que ya no las admiten por el impacto medioambiental que supone su fabricación, así como las consecuencias que desde una perspectiva ecológica acarrea su transporte en el contexto de un mercado globalizado.
La huella de carbono que genera la producción de una botella de vino es de 2.2±1.3 kg CO2. Aunque este índice recoge todos los procesos de elaboración, comercialización y consumo –desde la implantación del viñedo hasta el embotellado y consumo, incluyendo la gestión de los residuos generados en cada etapa–, la incidencia de la fabricación y manipulación de la botella tiene gran relevancia en la emisión de gases que provocan el efecto invernadero, un factor determinante en el deterioro medioambiental.
Actualmente, el peso promedio de una botella estándar de vino (vacía) de 0,75 litros es de 350-450 g, que en el campo de los espumosos llega hasta 800 g, por tratarse de un formato específico, concebido para poder realizar la segunda fermentación en el propia botella (la presión del gas carbónico exige el empleo de un vidrio con mayor grosor).
Más allá del volumen, el diseño también influye en el peso de la botella. Así lo constatan aquellos vinos que, para subrayar su condición de producto Premium –o justificar su elevado precio–, se presentan en botellas de 0,75 litros de modelos específicos que superan con creces los 800 g. La tendencia de las botellas sumamente pesadas tuvo su origen cuando algunas bodegas del Nuevo Mundo vinícola, para diferenciarse de sus competidores europeos, decidieron embotellar sus cuvées de alta gama en envases más voluminosos.
La operación de marketing fue tan efectiva que la moda de las botellas pesadas cundió por todo el viñedo global. Hasta que algunos mercados las han vedado, por ser ecológicamente inconvenientes. Hoy, el sobrepeso está mal visto en las buenas mesas.
Uno de los aspectos más interesantes que menciona Wine Intelligence al referirse a las últimas tendencias del universo vinícola tienen que ver, curiosamente, con asuntos gremiales.
La consultora considera que el sector del vino demanda un gran número de puestos de trabajo, con un amplio abanico de especialidades: enólogos, viticultores, expertos en marketing, comerciales… También reconoce que se trata de un ámbito muy atractivo para que las nuevas generaciones inicien su desarrollo profesional, así como para que las compañías realicen inversiones económicas.
Pero al mismo tiempo advierte que es preciso sentar las bases para que relaciones laborales estén regidas por salarios dignos, horarios decentes y acuerdos adecuados con los proveedores. En otras palabras, no hay buen vino sin justicia social ni comercio justo.
En el ámbito de las tendencias en el mundo del vino en 2022, la revolución que viene es la de los RTD, el ready-to-drink, un invento formulado en los Estados Unidos y que ya ha comenzado a andar: vino en formato portátil, de ración individual, baja graduación alcohólica y con gas carbónico añadido.
Se trata de una subcategoría que no merece siquiera el nombre de «vino», puesto que el producto está sometido a una serie de manipulaciones (reducción de grado alcohólico, añadido de gas carbónico, modificación de acidez, etc), que lo convierten en una bebida mucho más artificial que el vino propiamente dicho.
Pero ello no eso no desalienta a los consumidores, que se vuelcan cada vez con mayor entusiasmo en los RTD, ni en las compañías que se suman en producirlo, que por lo visto van a multiplicar su ofertar durante este 2022. Que el dios Baco nos pille confesados.
El proceso de premiumización es también irreversible. Así como cada vez bebemos menos, los vinos, siempre serán más caros pero también mejores.
La caída del sector HORECA durante la pandemia ha provocado que los consumidores destinen más dinero al gasto del vino que consumen a diario en casa, lo cual favorece a las referencias de mayor calidad.
Esto debería perjudicar a las etiquetas de precio más significativo de venta en restauración, que sin embargo siguen vendiéndose bien. Porque en la calle, donde la gente ya consume poco, cuando lo hace prefiere hacerlo tomando un buen vino. Lo cual hay que celebrarlo, brindando con el mejor vino posible, claro.
Los avances tecnológicos continúan llegando al universo vinícola, y el poder económico no es ajeno al sector bodeguero, que continuamente se ve seducido por la tentación de los grandes capitales.
Pero en 2022 ni pobres ni millonarios dejarán de rendir pleitesía a los vinos artesanales, aquellos que elaboran los pequeños viticultores con sus propias manos, siempre en contacto íntimo con la esencia más pura de su territorio.
Hoy, los valores que definen la riqueza del vino –singularidad, fidelidad a un paisaje, tradición, innovación, pasión, riesgo, inspiración, locura…– sólo perviven en el trabajo que realizan aquellos viticultores que nadan a contracorriente de la globalización del gusto, las imposiciones del mercado y la proliferación de los vinos fotocopia. Por eso, en un momento en el que la calidad ha dejado de ser un argumento de diferenciación y la uniformidad amenaza con devastar la diversidad que atesora el viñedo global, quien busque la emoción en una copa de vino, lo más probable es que la encuentre en un vino artesanal: un pequeño productor, un viticultor marginal, un vino radical, auténtico o como queramos llamarle.
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