Treinta y cinco comensales entre familiares y amigos estábamos convocados en torno a una mesa imperial en el Castillo de Canena (Jaén) donde la familia Vañó, Rosa y su hermano Paco, nos habían propuesto celebrar el encuentro. Un año más íbamos a rendir homenaje a la olla podrida, el plato cumbre de la cocina de ebullición española del Siglo de Oro, una cita con la historia. Esta vez en un entorno renacentista, periodo en el que surgió la receta. Cocido monumental, ensalzado por la literatura y recogido en algunos de los mejores recetarios europeos, no solo españoles, cuyo rastro se prolongó en la misma Francia hasta los albores del siglo XX cuando el plato ya había agonizado en España.
Castillo de Canena con luna llena (cortesía de Castillo de Canena)
De acuerdo con lo previsto disfrutamos de los once vuelcos y tres postres en los que se dividió el ágape entre candelabros y piezas de canto gregoriano. Cuatro horas empleamos en dar cuenta de todos los pases que, con la liturgia de las grandes ocasiones, los propios cocineros repartieron, comensal por comensal, a pie de mesa.
Servicio de garbanzos a la rusa, a cargo del cocinero Marcos Reguera
Servicio a la rusa por razones de temperatura y no a la francesa con fuentes en el centro, algo inviable en aquel momento. Platos que surgieron de una gigantesca olla madre de 150 litros atiborrada con decenas de ingredientes cárnicos y vegetales sometida al calor durante 14 horas. En un lento crepitar habían hervido zanahorias, puerros, apios silvestres, nabos, papada de cerdo, cabecero de lomo, morcillos de ternera, caretas, rabos y manitas de cerdo, palomas, gallinas, pies de ternera, tocino ibérico salado, rabos de vaca, tuétanos de ternera, lengua de vaca, huesos de rodilla de vacuno, huesos de jamón, pulardas enteras y por supuesto garbanzos. Una olla de clara influencia jienense, marcada por el territorio, como obligaban los cánones.
1.- Pedrito Sánchez abriendo una cazuela con pularda. 2.- Sopa de fideos. 3.- Garbanzos de Alcalá de los Gazules.
Nos soliviantó la sopa, cristalina, ilustrada con fideos y hojas de mastranzo, una menta silvestre. Caldo desengrasado al límite, de sabor profundo que nos invitaba a repetir sin freno. Entusiasmo compartido por la totalidad de la mesa que aun subió de tono con el salpicón de orejas y corujas silvestres, de rango cervantino. Excelente.
De forma súbita irrumpieron los garbanzos en grandes calderos, sin hollejos, flotando sobre un caldo exiguo, cultivados en Alcalá de los Gazules (Cádiz), viudos, seductoramente tiernos que nos incitaban a repetir en alianza con el aceite virgen picual, reserva de familia Castillo de Canena. «Garbanzos de leche», legumbre cuyo paladar superaba con creces la irregularidad de su apariencia. Antesala de las albóndigas de pularda y cerdo, adictivas, de mordisco liviano que anunciaban el azafrán antes de que llegaran a la boca.
1.- Salpicón de oreja de cerdo. 2.- Embutidos. 3.- Juan Carlos García de Vendelvira sirviendo las verduras
Hasta aquel momento un arranque bastante más prometedor de lo que yo mismo auspiciaba. Y enseguida, en un golpe súbito los embutidos cocidos que asomaron a la mesa en gigantescas cazuelas de barro: morcillas de cebolla picante de Cazorla; morcillas dulces de cebolla del pueblo de Frailes de “La abuela Laura”; morcillas de huevo; butifarras blancas de oreja de Torreperojil, y salchichas frescas de cerdo.
Momento clave de la degustación en la que afronté la pregunta que desde el otro costado de la mesa me planteaba un amigo. “No existe una receta que represente a las ollas podridas”, le respondí. “Hubo tantas como cocineros, mansiones y lugares. En puro despropósito albergaban todo aquello que proliferaba en el entorno, desde vacuno a porcino, cordero y piezas de caza. Solo un factor las unificaba, la ausencia de los ingredientes americanos ajenos a la dieta de los españoles en aquellos siglos. Nada de patatas, ni de alubias, ni de tomates ni de pimientos. Y por supuesto ni un ápice de pimentón en los embutidos, blancos o negros, de perol, además de las morcillas de sangre y de huevo (de antecedentes judíos). De hecho — proseguí– las ollas podridas que con este nombre se elaboran actualmente en la provincia de Burgos, que contienen alubias y chorizo, no guardan ninguna relación con las originales”.
1.-Tuétanos rellenos de carrueca (calabaza). 2.- Ochios con morcilla. 3.- Pastela de aves y especias morunas
En compañía de los vinos tintos Abadía de Retuerta, el desfile prosiguió con tuétanos gigantes rellenos de calabaza (carrueco) pochada con aceite, ajo y guindilla; continuó con la papada, temblorosa, y la careta de cerdo que a tropezones untamos generosamente en la excelente hogaza de pan del obrador Horno de Torrequebradilla. Seguimos con la lengua de vacuno estofada a la salsa de caracoles, y con los ochíos (panecillos jienenses) rellenos de morcilla en caldera de Baeza.
Y, como era de rigor, concluimos con la caza, unas pastelas hojaldradas propias de la época, de influencia morisca, rellenas de carne de paloma con especias árabes y vino rancio. Ya al final, en los lindes de la renuncia, Pedrito Sánchez dispuso sobre la mesa tres pulardas excepcionales que disfrutamos más por curiosidad que por la capacidad de nuestros estómagos.
Siguieron el helado de apio silvestre con cortezas de cerdo, las castañas cocidas con una crema láctea de jamón ibérico y los famosos virolos de Jaén que pusieron punto final a semejante desmesura, la gula del Siglo de Oro escrita con mayúsculas.
1.- Hogazas de Torrequebradilla. 2.- Helado de apio y corteza de cerdo. 3.- Virolos de Baeza. 4.- Champagne Bollinger
Nada habría resultado posible sin el concurso de los tres cocineros que de forma entusiasta asumieron el desafío. Junto a Pedrito Sánchez, del restaurante Bagá, el cocinero Juan Carlos García de Vandelvira Restaurante, y Marcos Reguera, experto en aromas. Si el aprovisionamiento de ingredientes había exigido un colosal ejercicio de intendencia, su elaboración no resultó menos comprometida.
A falta de instalaciones suficientes los oficiantes tuvieron que recurrir a hornos móviles, rejillas de gas y recipientes de campaña habilitados en estancias improvisadas. Complejidad que acentuaron las adversidades climatológicas de un día lluvioso con temperaturas próximas a los 6ºC.
Hasta tal punto que, para el aperitivo, previsto en el patio renacentista del Castillo —champagne Bollinger Special Cuvée, con jamón ibérico de Arturo Sánchez campaña 2020 — tuvimos que buscar refugio en un lugar cerrado. Dos productos excelentes que daban la espalda a la historia, pero que nos han acompañado en ediciones anteriores.
Tres cocineros jienenses: Pedrito Sánchez (Bagá), Juan Carlos García (Vandelvira), Marcos Reguera (Cerro Puerta)
Sea como fuere, no deja de resultar paradójico que tuviera que ser el cocinero y humanista italiano Bartolomeo Platina quien en su obra “De honesta voluptate et valetudine” editado en Venecia en 1475 quien aludiera por vez primera a la olla podrida española antes de que los hicieran los cocineros de los austrias. Luego seguirían otros como Diego Granado quien en su Libro del arte de cocina (1599) con numerosas recetas copiadas de la obra de Platina publicó una receta detallada. Con mayor seriedad lo haría Domingo Hernández de Maceras, cocinero del Colegio Mayor de Oviedo en Salamanca en cuya obra Libro del arte de cozina (1607) recoge a su vez su olla podrida. En todos los casos sin indicar proporciones ni orden en el servicio de los platos.
1.- Mesa en el Castillo de Canena. 2.- Cortador de jamón. 3.- Patio renacentista del castillo
A la olla podrida española (po-de-ri-da, de poder, propia de los poderosos) aludieron numerosos literatos del Siglo de Oro, Cervantes en El Quijote, Quevedo, Lope de Vega y Calderón de la Barca. Incluso alcanzó al glamour de la cocina francesa donde, cosa extraña, mereció múltiples alabanzas. La citó Alexandre Dumas en su Grand Dictionnaire de Cuisine (1873), y hasta incluyó una receta el gran maestro Auguste Escoffier en su Guide Culinaire (1903). Con anterioridad ya lo había hecho Pierre Marie Jean Cousin en su Dictionnaire de la Cuisine Française (1858) quien se atrevió a reconocer que las ollas podridas españolas habían sido la semilla del famoso “pot au feu” de los franceses. Un monumento culinario de los cristianos viejos por la adición de cerdo, del que surgirían los clásicos cocidos españoles, escudellas, berzas y pucheros. Uno de los mayores patrimonios de la cocina española, tradicional y contemporánea.
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