Tampoco es que nos vayamos a convertir en gurús del vino con leer un solo post, pero con estas claves sobre vino entenderás mejor al sumiller la próxima vez. El que tenga algo de memoria, y pueda acordarse del significado de los términos que resumimos en este breve léxico vinícola, podrá defenderse cuando llegue el sumiller a la mesa o le asalte en una reunión el winelover de turno, que nunca falta. Tras este repaso, lo mejor es poner en práctica los conocimientos en algún bar de culto al vino.
Aunque algún guiri despistado pueda pensar que se trata de un aguacate (avocado) –o, incluso, de un picapleitos– lo cierto es que un vino abocado es aquel ligeramente dulce, con un contenido de azúcar que oscila entre 5 y 15 gramos por litro. Condición por la que entra en boca con facilidad y alegra el espíritu.
Palabro críptico que a menudo suelta algún sumiller estirado para epatar a los menos iniciados. Para no caer en la trampa, hay que saber que los aldehídos son sustancias volátiles –que se huelen, pero no se perciben en la boca– producidas por la fermentación de los alcoholes. Sólo aparecen en los vinos con cierta crianza. En los generosos del Marco de Jerez, por ejemplo, a los que los aldehídos aportan los típicos aromas almendrados. En todo caso, no hay que confundirlos con el acetaldehído, otro componente químico, aunque de aroma más desagradable: recuerda a la laca de uñas.
Otro término peliagudo que se gastan los winelovers resabidillos en los restaurantes. Que no son otra cosa que las moléculas colorantes que se encuentran en la piel de las uvas y dan lugar al color de los vinos tintos. Sensibles a la oxidación, evolucionan, transformando la tonalidad del vino con el paso de los años.
Descriptivo muy recurrente entre los profesionales y aficionados en la cata de vinos, aunque casi siempre se emplea de manera errónea. Porque generalmente se utiliza para referir a los aromas que recuerdan a los bálsamos medicinales (mentol, eucalipto, etc), a ciencia cierta los aromas balsámicos nada tienen que ver con estos bálsamos, sino con la crianza en barrica. Y por tanto se expresan con notas de regaliz, clavo, vainilla, caramelo…
Es el nombre científico, en latín, del hongo de la célebre “podredumbre noble”, el hongo que afecta a los deliciosos vinos dulces blancos de Tokaji, Sauternes y los TBA (Trockenbeerenauslese) alemanes. La botrytis, que únicamente se da naturalmente en circunstancias muy singulares (nieblas matinales que luego se retiran para dar paso a un ambiente seco) provoca que la uva pierda líquidos y concentre azúcares, pasificándose en la propia vid. Los vinos elaborados con uvas afectadas por este hongo tienen un virtuoso equilibro entre dulzor y acidez, además de peculiares rasgos de hidrocarburos cuando maduran. Un regalo de la naturaleza.
Aunque el papel del brettanomyces sea relevante en la elaboración de vinos y cervezas, la presencia de este hongo unicelular a menudo se va de madre, imprimiendo un rasgo organoléptico que se identifica con los aromas a establo. Si bien la mayor parte de los enólogos señalan el exceso de brett como signo de falta de higiene en la bodega de procedencia, hay algunos tintos que han hecho de este defecto todo un seña de personalidad. Algunas viejas bodegas riojanas lo tenían, hasta no hace mucho. Y algunos aficionados bien que lo valoraban.
El latiguillo franchute del que abusan los sumilleres pretenciosos de vieja escuela no tiene, por mucho que nos esforcemos, traslación a nuestra lengua: en castellano no existe una palabra que se refiera al complejo conjunto de sensaciones olfativas de un vino, generalmente agradable y que resulta de un adecuado proceso de elaboración, crianza y reposo en la botella. Hay quien escribe buqué, extraviando así el charme, qué remedio.
Nada que ver con la vestimenta. Cuando hables con el sumiller sobre la capa de un vino, estaréis descifrando la intensidad de su color, uno de los primeros aspectos que se analizan en la cata. Suele apreciarse que la capa es alta, media o baja. Aunque se trata de una opinión subjetiva, ya que se mide a ojo.
Condición que atesoran los mejores vinos, pero que resulta muy difícil de definir porque nace de la combinación de una larga serie de factores, sensaciones y matices aromáticos. La complejidad es compleja, no cabe duda. Un término muy utilizado por los sumilleres al hablar de vino.
Es la carencia del vino fugaz, que tan pronto entra en la boca como desaparece. Visto y no visto.
Que nadie se asuste porque la sangre no correrá al río. El degüelle –o degorgage, en francés– es una técnica que se emplea en el método champenoise –de Champagne, aunque también en todos los otros países que lo han adoptado– para eliminar los residuos de las levaduras que se acumulan en la botella de los espumosos tras la segunda fermentación. Consiste en acumular estos residuos en el cuello de la botella –fijándolos incluso con una congelación de esta parte del envase– y luego extraerlos con la ayuda de unas pinzas o una suerte de sable (lo cual exige cierta pericia). A continuación la botella se rellena con licor de expedición y se vuelve a taponar. Esta acción determina que el vino burbujeante está listo para ser consumido.
Es el «esqueleto» del vino, formulación intangible que resulta de la conjunción de los taninos y algunos de los otros 600 componentes químicos –alcohol, ácidos, etc.– que hacen a la solidez de esta noble bebida. Cuando un vino tiene un volumen notable en la boca, puede decirse que está bien “estructurado”. Difícil de explicar, hay que sentirlo.
Bien sabe el sumiller que el vino es cosa viva. Evoluciona, madura, envejece y pasa de joviales a otros de esplendor y luego a la patética decrepitud. La evolución es más lenta cuando el vino está envasado; una vez descorchado, el desarrollo de las distintas fases de este proceso es mucho más breve: en cuestión de horas se pasa de la bisoñez a la senectud.
La plaga producida por este maldito bicho –bautizado por los científicos dactylosphaera vitifoliae– arrasó los viñedos del mundo hacia finales del siglo XIX. Su primera víctima fue el viñedo del Château d’Aguillon, en Provenza, y cinco años más tarde ya se había extendido por toda Francia, afectando a las raíces de las vides, que expiraban sin remedio. Y en 1877 llegó a España, avanzando con la misma voracidad (salvo en los terrenos más arenosos, donde la filoxera no puede desarrollarse). La crisis de la filoxera marca un antes y un después en el viñedo de la vieja Europa, ya que para recuperar la producción vinícola hubo que replantar la práctica totalidad de las vides del continente utilizando portainjertos de vid americana, la única capaz de hacerle frente al maldito insecto. Por eso, cuando los expertos se refieren a cepas prefiloxéricas, están hablando se vides más que centenarias, aquellas que sobrevivieron a la famosa plaga de filoxera por encontrarse en terrenos arenosos.
Lo último que se percibe en la degustación de un vinos son unas sensaciones que se prolongan en el paladar, incluso varios segundos después de haber echado el trago. Cuanto más ricos sean estos matices –que pueden recordar a frutas, especias o minerales–, mejor es el vino.
Un vino franco nada tiene que ver con el generalísimo, sino que es aquel que tiene una expresión honesta, con aromas y sabores muy nítidos.
También se lo llama «graso», porque es un vino que tiene una textura suave y untuosa, que evidencia su alto contenido en glicerina.
¡Menudo lío se traen las lías! Tal es el nombre que reciben en el mundo del vino los desperdicios sólidos que se acumulan en el fondo de los depósitos donde el mosto fermenta. Una crianza sobre lías es por tanto el sistema de envejecimiento por el cual el vino se añeja sobre sus propios desperdicios, lo que le aporta un peculiar carácter. Algunos de los mejores blancos del mundo maduran así.
Técnica de elaboración que consiste en fermentar los racimos de uva enteros, lo que da lugar a una fermentación intra-celular enzimática. El nombre asusta, pero es el método tradicional por el que los cosecheros de la Rioja Alavesa obtienen los sabroso y frescos tintos jóvenes. Con este término vinícola sorprenderás al sumiller.
Distinguida condición –y también misteriosa, para los profanos– que ostentan algunos de los vinos más sofisticados, que se expresa en aromas relacionados con la composición mineral de los suelos de origen. Algunos de estos matices recuerdan al granito, al sílex, al yodo, al petróleo, a guijarros calentados por el sol… Un término de vino muy útil para hablar con el sumiller.
Así se denomina a aquellos vinos elaborados con una sola variedad de uva. Su antítesis son los vinos plurivarietales, elaborados con diversas variedades.
Un vino con nervio no es aquel que se encuentre intranquilo o problemas de conducta… Los expertos así lo definen cuando presenta un carácter bien definido, con buena acidez, taninos bien definidos y nítidos apuntes minerales. Al sumiller de cualquier restaurante le encantarán estos vinos.
El contacto con el oxígeno es inevitable en muchas fases de la elaboración vinícola. Y algunos componentes del vino se oxidan por este contacto, provocando una evolución en el perfil organoléptico. Si esta oxidación está controlada, resulta incluso beneficiosa. El problema es cuando al enólogo se le va de las manos: entonces el vino se precipita hacia una muerte segura. A no ser que se trata de un oloroso, un amontillado o cualquier otro gran vino de Jerez, en cuyo caso la crianza es premeditadamente oxidativa. Es el paradójico encanto de estos vinos.
La longitud de las sensaciones que brinda en el final de boca es una de las claves que diferencian un gran vino de otro que no lo es. Un vino excepcional se caracteriza por su gran persistencia.
Carencia propia de los vinos mediocres, faltos de personalidad y cortitos de acidez. Un vino plano es un vino nulo para un sumiller.
Vino recién elaborado, extraído directamente desde el barrica y sin filtrar. Es una práctica habitual entre los vinos del Marco de Jerez, así como en Montilla-Moriles.
Hay jamones rancios y también personas muy rancias. Pero en el mundo del vino el término «rancio» no tiene esas connotaciones peyorativas; se utiliza sobre todo para definir un tipo de vino licoroso, de crianza oxidativa, provocada por la exposición de las barricas al sol, durante un largo período de tiempo. Es una técnica que en España se ha extendido especialmente por el litoral mediterráneo, dando lugar a vinos rancios tan notables como los de Alicante, Montsant o Alella.
Es una acción química opuesta a la oxidación, y tiene lugar en los vinos que han estado durante un largo período sin contacto con el aire, lo que se expresa en aromas desagradables (como de agua estancada). ¡Pero que nadie se alarme! Porque estos tufos desaparecen tras una generosa aireación, si el sumiller lo sabe hacer bien.
El anhídrido sulfuroso es una solución de la que tira la mayoría de los enólogos para salvaguardar sus vinos de unos cuantos males, ya que realiza funciones antisépticas, desinfectantes y antioxidantes, además de depurar el color. Cuando se emplea en las dosis adecuadas, el sulfuroso resulta imperceptible en la cata. Pero, si al enólogo se le va la mano, aparecen aromas desagradables, picantes y agresivos. Para los amantes de los vinos naturales, el sulfuroso es el mismísimo Satanás…
Los mentadísimos taninos no son otra cosa que sustancias del grupo de los flovanoles que aparecen en el vino por distintas vías. Algunos son propios de la uva –están presentes en el hollejo y en las semillas– y se hacen evidentes durante el proceso de vinificación; otros aparecen más tarde, cuando el vino evoluciona, y tienen que ver con la madera de la barrica, que también contiene estas sustancias. En la boca, los famosos taninos se perciben como un matiz astringente y, en ocasiones, secante. Pero contribuyen a que el vino evolucione largos años.
Es la pesadilla de los bodegueros, cualquier sumiller y amantes del vino. Acecha en un 10% de las botellas, atacando por sorpresa: tras la ceremonia del descorche y luego de echar en la copa el preciado líquido, se acerca el vino a la nariz y… algo va mal, ese aroma no es el del vino… ¡huele a corcho, a humedad! Y sabe peor: no sirve ni para cocinar. La culpa no es del tendero, que nos dio una botella en mal estado, ni del bodeguero, que se ha olvidado de higienizar sus instalaciones. Tampoco del tapón de corcho. La mala de la película es la molécula 2, 4, 6, Tricloroanisol (TCA), que tiene su origen en la degradación bioquímica de algunos pesticidas y permanece latente en el alcornoque, “contagiando” al vino a través del corcho. La lucha contra el TCA ha llevado a muchos bodegueros a cambiar el corcho por otro tipo de tapones: silicona, tapón de rosca, etc. La batalla continúa…
Aunque el sumiller estirado o el winelover esnob esgriman la palabreja cuando quieren referirse a la pertenencia de un vino a un lugar geográfico determinado, una característica que sin duda determina su carácter, su verdadero significado es en realidad mucho más amplio. Para explicarlo de manera concisa citamos aquí la definición de terroir incluida en la Guía Hachette de los Vinos de Francia: “ecosistema que resulta de la asociación, en un lugar dado, de un tipo de tierra, una topografía, un suelo, un clima, una planta y las personas que allí trabajan”. Los franceses lo tienen claro. Los españoles, no tanto: no es raro que se intente castellanizar el término, refiriéndose a “terruño”, que no es exactamente lo mismo, porque sólo contempla las características del suelo y el clima, obviando una parte fundamental del concepto de terroir: los humanos que labran la tierra y elaboran los vinos.
Principio clave para la comprensión del origen como determinante del carácter de un vino. Pero no por eso menos peliagudo, porque por lo visto cada cual interpreta el significado de la tipicidad según le viene en gana. Así, en el discurso vinícola algunos expertos mencionan la tipicidad para referirse al conjunto de características propias de los vinos elaborados con una variedad de uva determinada. Otros, en cambio, poseen un concepto más amplio del término, en el que la tipicidad no sólo representa el perfil organoléptico de una uva, sino también del resto de los factores que determinan la producción de una región vinícola: el suelo, el clima, la orografía, etc. En fin, para gustos, los colores…
En la cata de vinos, así se denomina a la acidez volátil, una parte de la acidez total del vino, que se percibe en la fase olfativa gracias al acetato de etilo. Si aparece en exceso, es un defecto grave, ya que el vino acabará avinagrándose.
Descriptivo que se emplea tanto para definir un matiz de color en el ribete de ciertos vinos, como un aroma de los llamados empireumáticos, que puede recordar a las algas o las rocas del mar.
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