José Carlos Capel @jccapel

Creador y presidente de Madrid Fusión. Crítico gastronómico de El País durante 35 años. Ha escrito más de 50 libros de literatura gastronómica. Cocina por afición, sobre todo a la hora del desayuno.

Publicado 17/10/2024

VALORACIÓN 8.5/10

Los platos que componen el menú degustación de El Molino de Urdániz (Navarra) cumplen con un compromiso irrenunciable. En las interpretaciones que el cocinero David Yarnoz realiza de sus recetas juegan al mismo nivel el sabor, la técnica y la belleza.

Dos propuestas en un mismo espacio

En realidad, el viejo caserón rural al pie de la carretera entre Pamplona y Roncesvalles donde se encuentra alberga dos restaurantes en uno, tan distantes en sus planteamientos como relacionados en su esencia. En la taberna Origen que ocupa la planta baja y dirige su esposa, espacio informal y siempre concurrido que llena en varios turnos los fines de semana, Yarnoz enarbola la bandera de la tradición con recetas de la cocina popular (callos, patorrillo, carrilleras) que resuelve a conciencia. Menús al precio de 32 euros,  soporte de las finanzas de la casa. 

Exterior del Molino de Urdaniz

Tras ascender algunos escalones, como si se traspasara una barrera invisible, se alcanzan los modernos comedores de la planta alta donde entre grandes ventanales se modifica la escenografía.  El refugio de este gran cocinero, profesional que ha hecho de la discreción una forma de vida, lugar donde da rienda suelta a su creatividad para componer platos cromáticos que termina frente a los comensales. El campo y el mar, las huertas y el bosque desfilan en su menú con tanta vistosidad como conocimientos. 

El comedor con la cocina vista

Un mundo de matices

Lo demuestra con los frágiles canutillos de caramelo al pimentón rellenos de espuma de chistorra. Y con el pepino encurtido a la crema de ostras, queso del Roncal en esferas diminutas y brotes de pimpinela. O con la carne de buey de mar sobre un fondo de almendras y espuma de caldo dashi. Una y otra vez el mundo vegetal y el marino en el entramado de sus creaciones. Sigue una royal de sardinas ahumadas y anchoas como soporte de tirabeques y chirivías. Y continúa con un aro al Jerez con almendras y manzanas encurtidas. 

Yarnoz  entrelaza matices. Contrapone los puntos ácidos a las notas dulzonas y salinas como sucede con la trucha del valle del Baztán sobre espuma de jamón y hojas de trébol, ácidas y cítricas. Fracasa con la cola de cigala del Mediterráneo curada sobre un caldo vegetal, conjunto  que desmerece, y vuelve a entusiasmar con el carpaccio del cerdo euskal txerri, de Maskarada denda, a la salsa beurre blanc con manzanilla de Sanlúcar.

Se concluye con tres propuestas que suben de pulsaciones: la piel de bacalao con su propia espuma; la merluza con una etérea salsa meunier, y la pintada en su jugo.

Los postres como prolongación del menú

En contra de lo habitual el momento dulce alcanza una intensidad que incluso supera al discurso salado. En la transición de sabores propone una delicadísima crema helada de piñones con maíz morado, polvo de alga wakame, caviar y brote de pino. Excelente. Y como último recuerdo un etéreo bocado espumoso de chocolate sobre vinagre de manzanilla con helado de miel y lúpulo. Conjunción de acidez, dulzor y amargor de la que sale airoso. La sala, necesita mejorar en determinados aspectos. El pan decepciona pero el café especialidad, extraído por infusión resulta magnífico.  

Después de más de veinte años de trayectoria, David Yarnoz, el cocinero de las cuatro estrellas Michelin (dos en España y otras tantas en su restaurante en Taiwan) trasmite la sensación de no haber dicho su última palabra. 

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