¿Cómo es la matanza del cerdo en Argentina?
La Matanza, una tradición rural que año a año practican Pablo Rivero, dueño de la parrilla Don Julio, y el cocinero Guido Tassi.
En Gastroactitud compartimos el artículo de Sólo por gusto
En un campo de los Cardales, participamos con ellos en una matanza del cerdo en Argentina, desde el sacrificio del animal hasta la elaboración de embutidos. Al final, asado y vino para celebrar al cerdo y su generosidad gastronómica.
No hay ruido de pájaros ni silbido de viento. Ningún ladrido. La nada envuelve al campo con una calma filosa como el cuchillo que brilla al sol sobre la mesa de madera. Adentro del establo, un chancho duerme sobre la tierra. Baqueanos se meten en el corral y el animal se inquieta. Le atan las patas. El chancho grita. Sacude sus 170 kilos de furia o miedo y amaga a morder. ¿Sabrá lo que le espera? Los gritos duelen, nunca escuchamos unos iguales, nunca vimos nada igual.
Pero a esto vinimos. A la matanza del cerdo, esa costumbre ancestral que llegó con los inmigrantes y desde hace siglos convoca a familias enteras a trabajar durante días en una secuencia de sacrificio, faena, comida, celebración. Matar para comer. Pero también aprovechar todo, guardar para cuando no haya comida, respetar al animal antes, durante y después de su muerte, compartir la tarea y su resultado.
Un lógica como de otro planeta para los que vivimos en la ciudad, acostumbrados a esas bandejitas higiénicas y termo selladas en las que se presentan los trozos de carne en el supermercado. El packaging que esconde la naturaleza de cada corte y convierte el alimento en producto separado de su origen.
A descorrer ese velo vinimos. A la carneada, el punto cero de la cocina.
En carne propia
Es invierno. Época libre de calor y bichos, perfecta para esta faena tanto como para la de la yerra. Estamos en un campo en Los Cardales, con su horizonte verde, una huerta donde los repollos se azulan y un taller en el que el artista plástico Federico Colletta, dueño de casa, cuelga sus telas enormes. Colletta no las pinta. Solo las dobla, las entierra y deja que el tiempo haga su trabajo. Cuando después de meses salen a la luz, ya son obras de arte.
Federico se crió en el campo y presta su lugar para que desde hace varios años Pablo Rivero, dueño de la parrilla Don Julio y del bodegón porteño El Preferido, organice la carneada con Guido Tassi, el cocinero que elabora los embutidos para ambos locales con obsesión renacentista.
No vienen solos, los acompaña todo su equipo de trabajo. Y esta vez nos sumamos nosotros, un grupo de periodistas latinoamericanos –Paola Miglio (Perú), Pedro Reyes (México), Carola Silva (Chile, Josemar Melo (Brasil) y yo–, más el cocinero Gabby Oggero del restaurante Crizia y el enólogo Matías Riccitelli.
Algunos nos preguntamos si después de esta experiencia nos convertiremos en veganos. La respuesta no llega. Los baqueanos, fuertes como titanes, logran poner a la chancha sobre la mesa. Uno de ellos, con precisión de cirujano hunde el cuchillo en la arteria y el rojo cae sobre un balde en el que Guido coloca sal para evitar que la sangre coagule.
Nadie dice palabra. El animal ya empieza a recorrer el camino que lo transformará en comida.
“La elección del perfil aromático que transmiten especias y demás ingredientes permite que el embutido exprese el momento y el lugar de su elaboración. Y también el criterio de quien lo elabora”.
Para pelar chanchos
Somos lo que comemos y lo que el chancho –o la chancha– come. Su crianza es fundamental. “Esta es una hembra alimentada con verduras y maíz, a campo libre, nada de feed lot ni harina de pescado”, dice Guido. Eso garantiza su calidad y reduce los riesgos de la triquinosis. “Si el estudio de la carne ubicada detrás de la lengua y de la entraña del animal que hace el Servicio Nacional de Sanidad Agroalimentaria (SENASA), delata enfermedad, hay que descartar la producción. Además, se mandan matar a los animales que tengas en tu campo, no sólo a los cerdos. Y quemar todo como medida de prevención. Así nomás”, dice Tassi.
Mientras tanto, dos tambores gigantes apoyados sobre una estructura de hierro se calientan al fuego y el agua humea desde hace rato. Dos hombres con cuchillas y un jarro de agua caliente se encargan de pelar a la chancha. La calidad de los embutidos se juega entera en este punto: un solo pelo arruina todo el esfuerzo. Recién ahora, con el cuero liso y blancuzco, el chancho –la chancha– se parece un poco a la imagen de los cuentos o de los dibujos animados. Pero no provoca sonrisas. Mucho menos cuando en unos minutos pierde la cabeza, de la que se aprovecha todo.
Después de eviscerar al animal, los peones lo cuelgan abierto en dos medias reses con la ayuda de poleas. Parte de las vísceras se guarda para hacer los embutidos frescos. El cuerpo permanece 24 horas colgado entre los árboles y abierto al aire frío del campo para que la carne madure. Pero antes, se le cortan del lomo varias lonjas de cuero y de tocino, la grasa de mejor calidad que se encuentra justo debajo del cuero.
Guido cuenta que en las zonas rurales, cada familia tiene su receta de embutidos. Pero en cualquier caso, el primer día se procesan las vísceras y lo que no necesita maduración. De los escalfados, Tassi decide empezar por la morcilla, un amasijo de despojos, cuero, sangre, carne de la cabeza, orejas, grasa, cebolla en dos versiones:“una similar a la de Burgos, con arroz y pimentón, no de la Vera como en España sino con pimentón de Cachi. La otra versión es la criolla, con nueces, verdeo, pasas de uva, sangre, sal, pimienta, comino, pimienta de Jamaica, canela, nuez moscada, especias de la charcuterie tipo francesa”.
El proceso demanda tiempo y concentración. “Después de hervir cuatro o cinco horas, la mezcla se amasa, se embute y se vuelve a cocinar. La tripa ideal es cualquiera que resista la cocción. En este caso usamos el intestino grueso de un novillo”.
El queso de chancho en cambio tiene otra factura: se pican riñones, lengua, cuero, carne de los garrones que tiene colágeno, se cocina en bolsa de arpillera durante cinco horas. Más tarde se desmenuza, se sazona con ajo, perejil, sal y pimienta. Una vez mezclado se coloca la pasta en la panza del animal que se cose y se vuelve a cocinar media hora. Después pasará toda la noche prensado. Y ganará en concentración de sabor, textura y morfología.
Con el recto del animal Guido prepara un escalfado que en El Preferido se sirve con pepinillos en vinagre: el leberwurst.Para mañana quedarán los chorizos y salames.
Final de fuego
En el frente de un galpón lucen los huesos de la cabeza del cerdo, lo único que quedó del animal. Adentro, dos mujeres y dos hombres, ocho manos enguantadas, amasan la mezcla de carne de la parte de los jamones y tocino, y la mejor grasa. El sabor se lo dan la fermentación ácido láctica, la sal, la pimienta, la sal, el orégano. Guido mira la escena y prepara las tripas para rellenarlas.
“Para la parrilla Don Julio hago embutidos desde una perspectiva más gastronómica. Pero no solo contemplo la calidad: en un contexto en el que apuntar a la sustentabilidad es importante. Trabajamos con doce toneladas de carne al mes y eso significa que sobren cortes y recortes que aunque no se utilicen son de gran calidad. La ecuación de aprovechar esa materia prima está en el origen de los embutidos.”
Sobre una viga de madera, cuelgan chorizos, salames, longanizas, bondiolas, morcillas. Un repertorio de gorduras campestres de distintos colores y tamaños. Falta como mínimo un mes y medio para disfrutarlos, como la maduración manda. Y eso será en una cava a una temperatura de 15ºC y una humedad del 70%.
Afuera, en la parrilla, se doran pechito de cerdo, chorizos, verduras. A unos metros, Martín Lukesch, cocinero al frente de El Preferido que hoy viene a aportar lo suyo, corta salames de la cosecha anterior y abre una sobrasada: mezcla de grasa de chancho con pimentón, típica de Mallorca.
De la morcilla con huevos y achicoria no queda nada. La previa del asado huele y sabe maravillosa, pero el cordero a la cruz ya está listo. Momento de sentarse a la mesa y compartir la comida y los vinos de Matías Riccitelli: Tinto de la Casa y un Torrontés fermentado en vasijas. Al ritmo del hambre y la sed, los platos y las copas se llenan y se vacían. Corre una alegría discreta en el aire limpio del campo. Celebramos un ritual. Nos hacemos cargo de lo que nos llevamos a la boca. Un animal murió para que comamos.